¿De qué hablamos cuando hablamos de salud mental?

What we Talk About When we Talk About Mental Health?


Gonzalo MIRANDA HIRIART

ORCID: http://orcid.org/0000-0002-6689-2764

ID-Scopus: 33156677 005033019B01

gonzalo.miranda@ulagos.cl

Universidad de Los Lagos, Chile


Este trabajo está depositado en Zenodo:

DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.1438570


RESUMEN


En el artículo se discute la noción de salud mental, sus raíces, algunos supuestos implícitos en sus definiciones, y sus usos. Se entiende la salud mental como un campo disciplinario de límites difusos, al cual confluyen la medicina, la salud pública, las distintas psicologías, y aproximaciones sociopolíticas. Pero también, como una condición o estado, cuya institución es fácilmente instrumentalizable. Por lo mismo, se analizan las ventajas y riesgos del concepto mismo de salud mental.


Palabras clave: salud; enfermedad; salud mental; filosofía médica

ABSTRACT


This article discusses the notion of mental health, its roots, some implicit assumptions in its definitions, and its uses. Mental health is understood as a diffused disciplinary area to which converge medicine, public health, diverse psychologies and socio-political approaches. Mental health may be also understood as a condition or state that can be easily instrumentalized. Considering this risk, it becomes relevant to analyse advantages and disadvantages of the notion of mental health itself.


Keywords: health and illness; mental health; medical philosophy


Recibido: 23-03-2018 ● Aceptado: 26-06-2018


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Utopía y Praxis Latinoamericana publica bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported (CC BY-NC-SA 3.0). Para más información diríjase a https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/3.0/deed.es_ES


INTRODUCCIÓN

Difícil encontrar un concepto tan difuso y tan recurrido al mismo tiempo como el de salud mental. Se utiliza la noción de salud mental para aludir a un estado o condición del individuo, a un campo -conceptual y práctico- dentro de la salud pública, a una serie de patologías psiquiátricas y problemas psicosociales, incluso a un conjunto de iniciativas sanitarias, sociales y políticas, herederas, primero, del ya mítico Movimiento de Higiene Mental impulsado por Clifford Beers –un ex paciente psiquiátrico- en EE.UU. a comienzos del Siglo XX, y luego, de los imperativos sociales de la segunda mitad de los años ‘40.

Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días, la salud mental ha adquirido un protagonismo extraordinario, tanto a nivel académico, político, como en la vida cotidiana de las sociedades occidentales. En 1946, se funda en Londres la Mental Health Association y, dos años más tarde, se realiza el Primer Congreso Internacional de Salud Mental en la misma ciudad. La Organización Mundial de la Salud, desde sus orígenes en 1948, cuenta con una sección de Salud Mental. Y en 1949, se crea el National Institute of Mental Health en EE.UU. Ello refleja el interés por el tema de las grandes potencias mundiales desde hace décadas, el que lejos de disminuir, crece cada día. No es exagerado afirmar que vivimos un verdadero boom de salud mental, aunque no siempre sepamos de qué estamos hablando.

En 1950, un comité de expertos de la OMS presenta una primera definición de salud mental, claramente influida por la psiquiatría dinámica. Los tres criterios que se proponen para definir a una persona mentalmente sana son: (a) alcanzar una síntesis satisfactoria de los propios instintos, potencialmente conflictivos, (b) establecer y mantener relaciones armónicas con los demás, y (c) la posibilidad de modificar el ambiente físico y social. Cabe destacar que estamos en los difíciles años de la postguerra, y que el término que más se repite en dicha definición es ‘armonía’ (OMS: 1950). Poco después, en 1958, la psicóloga social Marie Jahoda publica su famosa sistematización de salud mental positiva en EE.UU.-creada a instancias de la Joint Commission on Mental Illness and Health-, que ha sido ampliamente difundida, simplificada, y que sin duda constituye la referencia más evidente de todas las definiciones posteriores. Los criterios propuestos por Jahoda son: (a) autoconcepto realista, identidad y autoestima, (b) búsqueda de crecimiento y autoactualización, (c) integración de sí mismo y de las distintas experiencias, (d) autonomía, (e) percepción objetiva de la realidad y (f) dominio del entorno: adaptación y éxito para alcanzar metas (Jahoda: 1950).

Desde hace décadas, entonces, contamos organismos del más alto nivel encargados de la salud mental, y con definiciones más o menos oficiales. Sin embargo, estas descripciones, además de no estar exentas de críticas, se ven superadas por el uso que se hace diario de la noción de salud mental. Y es que en realidad: “la salud mental se presenta como un objeto genérico, bajo el cual se cobijan un conjunto disperso de discursos y prácticas sobre los trastornos mentales, los problemas psicosociales y el bienestar”; discursos y prácticas que “obedecen a racionalidades propias de los diferentes enfoques de salud y enfermedad en el ámbito de la salud pública, la filosofía, la psicología, la antropología, la psiquiatría, entre otras, y por tanto, las concepciones de salud mental dependen de estos enfoques y de las ideologías que le subyacen” (Restrepo & Jaramillo: 2012, p. 203).


FUENTES Y RAÍCES DEL CONCEPTO DE SALUD MENTAL

Es difícil entender esa suerte de caleidoscopio que constituyen, tanto las prácticas orientadas a la salud mental, como las definiciones mismas de salud mental, sin adentrarse en las disciplinas y discursos que han contribuido a la creación de este campo. En particular, la psiquiatría, las diferentes psicoterapias, y los movimientos críticos a las clínicas psicológicas y psiquiátricas, tales como la antipsiquiatría, la psicología comunitaria, y otros movimientos más cercanos a la medicina social, e incluso, a la acción política.


SALUD MENTAL Y PSIQUIATRÍA

En general, tanto en los textos académicos, en los planes y políticas públicas, así como en los servicios de salud, se utiliza la expresión ‘psiquiatría y salud mental’. El uso de la conjunción ‘y’ señala que no debemos confundir ambos términos, campos o disciplinas, que psiquiatría y salud mental son dos cuestiones que van juntas, pero a la vez, que son diferentes. Y no es que la psiquiatría sea el medio y la salud mental el fin. Los servicios de cardiología, por ejemplo, no se designan como ‘de cardiología y salud cardiovascular’. Esto parece deberse más bien a tres razones: a la naturaleza ‘parapsiquiátrica’ del Movimiento de Higiene Mental (Bertelote: 2008) -precursor de las organizaciones y acciones de salud mental-, al hecho de que se incluya dentro de los problemas de salud mental materias sociales que difícilmente podrían considerarse una patología psiquiátrica en un sentido estricto, y a la fuerte presencia de profesionales que no provienen de una matriz biomédica en el campo de la salud mental.

Por su cercanía con la salud pública, al hablar de salud mental, en contraposición con la psiquiatría, se tiende a pensar en acciones promocionales y preventivas –lo que necesariamente lleva a salir fuera del ámbito conocido como sanitario- y a sacar el foco de los pacientes para mirar hacia el entorno, en particular, hacia eso que -con cierta liviandad- se nomina como ‘la comunidad’. Sin embargo, al momento de generar planes, programas, asignar recursos, calcular costos, etc. la salud mental parece reducirse a una serie de trastornos, denominados ‘mentales y del comportamiento’. De hecho, los servicios, unidades o departamentos de salud mental suelen delimitar su rango de acción de manera más bien convencional, en función de un listado de trastornos que serían de su especialidad. Límite más bien difuso. Hace no muchos años, las epilepsias pasaron la frontera de la psiquiatría rumbo a la neurología. Y no son pocas las voces que plantean que la psiquiatría debería asumir que no es sino una subespecialidad de la neurología, puesto que, en rigor, no existirían los trastornos mentales, en tanto se trataría de disfunciones cerebrales, es decir, de problemas neurológicos (Baker & Menken: 2001). Hay que reconocer la coherencia de este punto de vista. Si bien, puede parecer políticamente incorrecto negar la salud mental, en la práctica, la mayoría de los psiquiatras y no pocos psicólogos funcionan como si esto fuera así. Y no debe sorprender; es una derivación lógica de la ruta de la medicina moderna, y de las aspiraciones de figuras señeras en la historia de la psiquiatría, como Kahlbaum, Kraepelin o Schneider. Más aún, estaría en continuidad con la medicina occidental, en su vertiente hipocrático-galénica. La discusión de si el alma enferma o sólo el cuerpo tiene esa posibilidad, de si existen enfermedades morales o son efectos de la corrupción del cuerpo, es muy antigua. Así es como también, en la otra frontera, están quienes ven la apertura de un vasto campo de problemáticas existenciales y sociales como lo propio de la psiquiatría: “Los psiquiatras son llamados a tratar problemas a los que difícilmente da respuesta el complejo médico-industrial. Tales problemas –paradójicamente- constituyen lo más ‘novedoso’ de lo psiquiátrico en el sistema de salud” (Lolas: 2008, p. 97).

Más allá de cómo vaya a resolver la psiquiatría sus diferencias internas -siendo la opción biomédica la mayoritaria y dominante-, es imposible desconocer la impronta psiquiátrica en cualquier aproximación que se haga hoy a la salud mental. Eso significa que, como rama de la medicina, aunque sea de manera más bien implícita, la práctica psiquiátrica iguala salud y normalidad, y normalidad a funcionalidad. Por lo mismo, no es extraño que durante mucho tiempo, la psicometría haya sido la principal fuente de vinculación entre psicólogos y psiquiatras. Los exámenes psicométricos son el paralelo a los exámenes de laboratorio en la medicina física, bajo el supuesto de que la mente es un órgano más, invisible, pero que cuenta con su propia fisiología, y por lo tanto, con sus propias normas. Asimismo, esto permite entender la facilidad de los psiquiatras para hacer intervenciones destinadas a modificar el ambiente: sugerir cambios de trabajo, indicar vacaciones, promover separaciones matrimoniales, etc. En una concepción fisiológica de la salud mental, hay que cautelar que el organismo no se vea sobreexigido por las demandas del medio.

Las definiciones que apuntan al “equilibrio interno” son, en el fondo, fisiológicas. Cabe recordar que la fisiología impuso el ideal de la homeostasis, de la autorregulación, como axioma de salud, y garantía de


autonomía individual. De esta aproximación fisiológica provienen, también, todas las definiciones de salud mental que apelan al ‘funcionamiento’; como, por ejemplo, cuando la OMS señala que la perspectiva positiva concibe la salud mental como el estado de funcionamiento óptimo de la persona y, por tanto, aspira a promover las cualidades del ser humano y facilitar su máximo desarrollo potencial (OMS, 2008). Lo clave, o mejor dicho, aquello que podría hacer una diferencia al interior de esta perspectiva, es cuán mecanicista o prescindente del sujeto puede llegar a ser una concepción fisiológica de la salud, y por otra parte, cuáles serían los efectos esperados de dicho equilibrio o buen funcionamiento del órgano mental.


SALUD MENTAL Y PSICOTERAPIAS

Al mismo tiempo que la medicina se convertía definitivamente en biología aplicada, y la psiquiatría dejaba atrás el Tratamiento Moral y cualquier vínculo con la filosofía –sucumbiendo en el pesimismo propio de la Teoría de la Degeneración-, un grupo de neurólogos, enfrentados a los misterios de las llamadas ‘neurosis’, en particular la histeria, apostó por la psicogénesis y a los tratamientos por la palabra. Conocidos son los trabajos de Charcot, Janet, Breuer, y por supuesto, de Freud. Y aunque el término moderno de psicoterapia es creación de J.H. Bernheim -que pretendía el uso legítimo y consciente de la sugestión en la cura- no es sino con el psicoanálisis que la práctica psicoterapéutica comienza a adquirir un estatus y una lógica propia y reconocida. Por eso, es necesario detenerse brevemente en el trabajo de Sigmund Freud y sus consecuencias, que marcan los derroteros de la psicoterapia durante el Siglo XX y de la noción misma de salud mental.

Lo que diferencia a Freud de sus antecesores es que elabora no sólo una explicación y un tratamiento para los síntomas histéricos, sino una psicología general, cuyos dos pilares fundamentales son la noción de inconsciente y pulsión. Como inconsciente y pulsión son parte de la condición humana, la brecha entre sanos y enfermos se hace difusa, y la psicoterapia deja de ser una oferta exclusiva para quien posee un diagnóstico. Por otra parte, mientras los médicos van desechando la palabra del enfermo en la búsqueda de signos objetivables, Freud insiste en una clínica de la escucha, que pone al síntoma y su interpretación en el centro del acto médico. Esto, porque los síntomas serían discurso, mensajes, que refieren a deseos inconscientes para el sujeto. Deseos que remiten en última instancia a una búsqueda imposible, en tanto la satisfacción total está vedada para el ser humano. Si en un comienzo, la salud mental para Freud está en la posibilidad de hacer consciente lo inconsciente, de someter al imperio de la razón a los caprichos de las pasiones ignoradas para el sujeto, progresivamente, la condición paradójica del ser humano le da a los trastornos mentales un estatus existencial, en tanto son fórmulas singulares que le permiten a cada cual arreglárselas con el hecho de estar vivos y ser humanos. Y lo que ofrece la cura psicoanalítica son sólo arreglos mejores.

¿Mejores en qué sentido? En la posibilidad de gozar y producir, amar y trabajar. Así se conoce la salud mental de un individuo.

Freud no está ajeno a una concepción fisiológica de la salud, en tanto piensa en la mente a modo de ‘aparato’, con subsistemas, instancias y funciones. Por lo mismo, la diferencia entre la salud y la patología sería algo más bien cuantitativo. Pero de lo que se trata la cura psicoanalítica, en su obra tardía, es, es cada vez más de un saber vivir, de contar con la entereza y la sabiduría para hacerse cargo del hecho de estar vivos, vida que para Freud estaba lejos de ser un paraíso. Es decir, el objetivo terapéutico se acerca más a un horizonte ético, en el sentido clásico del término, a una suerte de saber hacer con la propia vida. Tanto así, que aquellos colaboradores que luego se apartaron de Freud y crearon sus propias corrientes psicoterapéuticas, como A. Adler, C. G. Jung, y otros miembros destacados de la Sociedad Médica General de Psicoterapia, se alejan aún más de la medicina moderna, y se acercan al existencialismo o a doctrinas que pudiesen ser consideradas esotéricas, abriendo así el camino a las futuras corrientes humanistas y transpersonales.

Mientras tanto, en los Estados Unidos, el auge del movimiento conductista hacía poco pertinente para los psicólogos y la clínica psicológica, la noción misma de salud mental, en tanto la mente, si es que existe,


no puede ser estudiada científicamente, y tampoco parece necesaria al momento de explicar el comportamiento humano. El conductismo cuestiona el concepto de enfermedad mental como entidad, y sostiene que lo que hay son conductas desadaptativas. Ese giro tuvo un enorme impacto en la clínica psicológica, y por lo tanto, en la manera de concebir una salud mental.

Sabido es que la psicología académica norteamericana, desde el funcionalismo en adelante, incluyendo a la Psicología Psicoanalítica del Yo y a la Psicología Cognitiva, está fuertemente influida por las ideas de Darwin. En tal sentido, no se puede hablar de salud del individuo sin mirar el entorno, pues la salud se mide en la capacidad del individuo para adaptarse a él. La normalidad como aspiración pierde peso, y salud pasa a ser más bien sinónimo de adaptación. Ya sea que se trate conductas, del yo, o de esquemas y procesos cognitivos, el norte de todo tratamiento de salud mental está en hacer los ajustes y correcciones correspondientes en función de una mejor adaptación al medio. Cuando se comienza a pensar en términos poblacionales, sin embargo, normalidad y adaptación se asimilan. No es extraño, entonces, que oficialmente estas psicoterapias sean las mejor valoradas por los sistemas gubernamentales, pues se acercan a la medicina y a la educación por su carácter correctivo y normalizador. Podemos, también, ver hoy la continuidad de estos enfoques con la higiene mental, que hacía de su norte, de su ideal de salud, la ‘eficiencia social’ (Lopera: 2012), distinto a lo que planteaba la OMS de la postguerra, cuando deja en claro que el impulso a adaptarse al ambiente no es en sí mismo saludable y que, por el contrario, lo sano puede ser cambiar el ambiente (OMS: 1950).

Cabe agregar que, durante los últimos años, la misma psicología académica norteamericana, con la irrupción de la Psicología Positiva, ha ido desplazado el horizonte desde la adaptación a la felicidad, lo que por lo demás, parece ser el nuevo objeto de las políticas públicas y de la economía. Una vida correcta y una mente sana lo que producen es un sujeto feliz. Adaptación y felicidad, entonces, podrían ser las claves para definir salud mental en términos oficiales.

Difícilmente podríamos negar la importancia para un organismo sano de la capacidad para responder a los desafíos del medio en términos de adaptación. Y la felicidad -o bienestar subjetivo como se prefiere llamar hoy a la eudaemonía- está en las bases grecorromanas de la cultura occidental, como aquello a que puede aspirar el ser humano en tanto tal. La pregunta que surge, sin embargo, es por las connotaciones utilitaristas de esta ciencia del comportamiento, que evoluciona desde una concepción del ser humano propio de dicha filosofía, a una preocupación por la utilidad misma del ser humano como instrumento, y deriva hacia una suerte de ingeniería conductual. En palabras de G. Canguilhem (2000), la pregunta que surge es: ¿dónde quieren llegar estos psicólogos al hacer lo que hacen?, y qué papel podría jugar una definición de salud mental en esto.

Volviendo atrás, es necesario reconocer el impacto de Psicología Humanista -la llamada ‘Tercera Fuerza’- en el mismo Estados Unidos y el mundo, que sin duda tuvo y tiene consecuencias directas para el trabajo psicoterapéutico y para la noción de salud mental. Aunque ecléctica y bastante vulnerable a las modas, la Psicología Humanista reintrodujo la noción de naturaleza humana, y la confianza en ella. Por lo mismo, cada uno está llamado a buscar dentro suyo, en el yo real o en la conciencia organísmica, las orientaciones para una vida correcta. Salud mental, entonces, es sinónimo de congruencia y espontaneidad. Una persona saludable vive de acuerdo con lo que es, a la verdad íntima de su ser, y no a roles sociales ni a cálculos de utilidad.

Los humanistas, en principio, se apartan del ideal adaptativo y normalizante de las psicoterapias de los años ‘50. Y más bien parecen promover un retorno a la ética clásica, a una dimensión al menos, que no es la de la moderación, sino la de hacer aquello que concuerda con la naturaleza última como la manera de ser feliz. Vivir en armonía con la propia naturaleza, eso es la salud. Y con la llegada del Movimiento Transpersonal, ya no es sólo vivir en congruencia con nuestra naturaleza propia, sino de hacer una vida en unión con la totalidad cósmica, el destino, o una suerte de conciencia superior. Se le devuelve así a la psikhe su condición espiritual.


Sin embargo, un matiz algo distinto surge al agregar la noción de autorrealización, tan cara a la Psicología Humanista, a la definición de salud mental. La actualización del potencial de cada uno como parte clave de la salud está en distintas de definiciones de ésta, en tanto la salud mental está inevitablemente impregnada de un paradigma desarrollista y de la noción moderna de progreso. Términos como ‘crecer como persona’ o ‘desarrollo personal’, son algo indisociable de la corriente humanista norteamericana, lo que suele ser interpretado como aspirar a más, tener metas, ir más allá de la satisfacción de necesidades. Y es que lo que podamos entender como realización personal es distinto en una cosmovisión donde cada cosa tiene un lugar y tiende a algo, que, en una cosmovisión mecánica y liberal, donde, además, el ser humano pasa de ser una máquina que necesita estabilidad, a una máquina deseante. La pregunta que surge nuevamente es el para qué de este ‘perfeccionamiento’, y si puede haber una versión sana y una versión no saludable de dicho impulso. Es decir, lo que impliquen términos como autorregulación, autodesarrollo, armonía, la felicidad, etc. va a variar según el contexto cultural en el que se promuevan.

A modo de síntesis, entonces, y exagerando un poco cosas, podemos agrupar las psicoterapias, por sobre las teorías en las que se inspiran, en dos tipos de prácticas, y que apuntan a dos tipos distintos de salud mental. Por una parte, están aquellas que se insertan en una tradición que podemos llamar ética, o ‘espiritual’, en el uso que hace Michel Foucault de la expresión en el curso que dicta entre 1981 y 1982 en el College de France (Foucault: 2012), cuyo objetivo se acerca a algo que podemos llamar ‘sabiduría práctica’ (Lopera: 2012), y por otro, psicoterapias que se asimilan mejor a las rutinas médicas o de psicoeducación, y cuyo objetivo sería lograr la normalización y/o adaptación de los sujetos al entorno social. Para las primeras, y siguiendo con Foucault, lo que está en juego es la relación del sujeto con la verdad y su transformación (Cañal: 2011); para las segundas, lo que se pone en juego es la funcionalidad del individuo. Para las primeras, alguien sano mentalmente es alguien que sabe vivir su vida, para las segundas, alguien sano es alguien útil. Para las primeras es difícil y, probablemente poco pertinente, objetivar y medir la salud mental, más aún de manera universal. Para las segundas, el concepto de salud mental se puede concebir como una lista de propiedades o características de acuerdo con un prototipo que, si se examina con detención, es a todas luces provechoso para un determinado sistema social, político y económico.


LA SALUD MENTAL Y LO SOCIOPOLÍTICO

Una cuestión que debería causar cierta sorpresa dentro del ámbito sanitario es que, muchas veces, la salud mental se acompañe de expresiones tales como: ‘ciudadanía’, ‘derechos humanos’, ‘democracia’, o ‘exclusión social’. Como ya se ha dicho, sin embargo, el auge de la salud mental comienza con la postguerra, y la necesidad de generar orientaciones políticas y sociales que garanticen la paz social. Por eso, no es extraño que el Primer Congreso Mundial de Salud Mental, el que se realizó en Londres en 1948, llevara por lema: “Salud Mental y Ciudadanía del Mundo”. No hay que perder de vista que la salud mental tal como la conocemos hoy se enmarca en el empeño por crear un nuevo orden mundial. Y la consigna de ese nuevo orden es el ‘bienestar biopsicosocial’, como garante de la paz.

Que el concepto mismo de salud mental sea político más que técnico o científico, es algo que recogen sin drama aquellos movimientos críticos que nacen como alternativa a la psiquiatría asilar, ya sea para desautorizar la noción de salud mental, o para hacer uso de ella, como pivote para desmedicalizar el abordaje de los problemas mentales, y subrayar su vínculo con las condiciones sociales, económicas y culturales. La Antipsiquiatría, la Medicina Social, así como la Psicología Comunitaria y de la Liberación latinoamericanas, revitalizan el concepto de alienación, pero ya no como la alienación mental del Siglo XIX, sino como alienación social. Para definir salud mental, se pone nuevamente en primer plano la relación individuo-sociedad. Pero ya no es un individuo desadaptado al entorno social el foco, sino al revés, una sociedad que genera condiciones para una existencia alienada. Por lo mismo, en el horizonte de estos movimientos, está la antigua idea de emancipación. Lo mental se define como consecuencia de las estructuras socioeconómicas, el ambiente material y la vida cultural; y la salud mental se concibe “recursivamente relacionada con la noción


de capital global dentro de un marco de derechos y desarrollo humano, como un problema de bienestar político y económico” (Restrepo & Jaramillo: 2012, p. 206).

En nombre de la salud mental se critican el individualismo y el capitalismo, como también las dictaduras, la discriminación y la desigualdad. Sin embargo, rara vez se dice qué se va a entender por salud mental. Se observa escasa reflexión teórica sobre el concepto, y en la práctica, todo cabe: interpelación al Estado, pero también, planes y programas estatales, trabajo con asociaciones ciudadanas, comunidades terapéuticas, talleres educativos, grupos de autoayuda, investigación-acción, investigación estadística, etc.; y como infraestructura teórica, se observa bastante flexibilidad y eclecticismo, pudiéndose recurrir a un sinnúmero de conceptos, tales como autoconfianza, autoestima, empoderamiento, resiliencia, capital social, capital relacional, estrés psicosocial, calidad de vida, factores protectores y de riesgo, etc. En general, hay mayor énfasis en la acción que en la teoría; lo transversal es que se mantiene una posición crítica hacia la biomedicina y a un sistema médico de tipo asistencial, acercándose a la salud pública por el énfasis promocional y preventivo, y por el discurso comunitario, cada vez más alineado con las políticas oficiales y la epidemiología. Lo que no queda claro entre tan abundante repertorio de acciones, es qué, en concreto, es lo que se intenta promover. Quizás sin notarlo, se adscribe de manera implícita a una concepción fisiológica de la salud mental, en tanto se denuncian las consecuencias patógenas de la vida moderna, elementos del sistema social y económico que serían nocivos para el individuo y generan malestar, cuestión que por lo demás, tiene un antecedente directo en la Medicina Social y una larga tradición en las ciencias sociales (Lolas: 2001).


Esquema 1

Cuadro sinóptico de las fuentes del concepto de salud mental


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NO HAY SALUD SIN SALUD MENTAL

Ante el riesgo de que la salud mental se reduzca a un campo de acción de especialistas específicos que atienden un número acotado de problemas –que es lo que en la práctica suele ocurrir-, la Organización Mundial de la Salud ha hecho suyo el lema: ‘No hay salud sin salud mental’. Aunque esto pueda ser criticado como una tautología o una redundancia innecesaria (Lolas: 2008), no podemos obviar el impacto del dualismo cartesiano en las ciencias de la salud, y el divorcio entre lo ‘bio’ y lo ‘psico’ y ‘social’, que no se resuelve escribiendo unidos los tres términos como si fuera una fórmula mágica.

La OMS, en el conocido Informe sobre la Salud en el Mundo del 2001, dice textualmente que la salud mental se entiende como: bienestar subjetivo, percepción de la propia eficacia, autonomía, competencia, dependencia intergeneracional y autorrealización de las capacidades intelectuales y emocionales. El actual Plan de Acción Integral sobre Salud Mental 2013 – 2020, la OMS define la salud mental como “un estado de bienestar en el que el individuo realiza sus capacidades, supera el estrés normal de la vida, trabaja de forma productiva y fructífera, y aporta algo a su comunidad” (OMS: 2013, p.9). En ambos casos, es evidente que se recopilan un conjunto de atributos valorados positivamente en un medio social como el nuestro. Sin embargo, cabe detenerse en una particularidad: se trata, en su mayoría, de cuestiones que difícilmente serían exigibles a un animal de otra especie.

Supongamos, entonces, que la salud mental es lo que hace la diferencia entre la salud animal y la salud humana. Es decir, que sólo fuera pertinente hablar de salud mental para el ámbito humano. Eso ya sería una primera decisión. Si es así, la salud mental sería nada más y nada menos que la dimensión humana de la salud, aquello que haría la diferencia entre un médico veterinario y un médico que se dedica a la especie homo sapiens. Eso nos lleva inevitablemente a la antropología filosófica, ya que habría que discutir qué es eso que nos hace humanos. Y también nos lleva a la psicología, ya que la separación histórica entre el campo de lo natural y lo humano, el mundo y el yo, la res extensa y la res cogitans -que de paso posibilita el despegue de las ciencias modernas-, deja a la medicina a cargo de la maquinaria corporal, y más tarde a la psicología probando a tientas una terapéutica para el sujeto. Ahora, como no hay una psicología sino varias, volvemos a lo que señalábamos más arriba, tampoco hay una sola manera de aproximarse a la salud mental desde la psicología.

Si la salud mental es un complemento de la verdadera salud, la del cuerpo, hay una salida más o menos fácil: ocuparse no sólo de la verdadera enfermedad, sino también del estado de ánimo de aquel que la padece. Eso sería una traducción posible para el lema ‘no hay salud sin salud mental’, y lo que se suele hacer en los servicios de medicina. Sin embargo, podría ir más allá, y hacer de esa frase un intento por cambiar la concepción dominante de salud. Se trataría de dejar de disociar enfermedad y enfermo, y por lo mismo, de cuestionar una concepción esencialista y cosificante de las enfermedades. Y eso ya no se ve fácil. Todo lo que se construye como ‘evidencia’ hoy, supone una concepción ontológica de la enfermedad. Y en la práctica, el sujeto no es más relevante para el acto médico, que lo que sería el escenario para una obra de teatro.


EN FIN

Bajo el rótulo salud mental existe una cantidad enorme de investigaciones, datos, textos, proyectos, congresos, fondos, etc., lo que no se condice con la escasa reflexión sobre la noción misma de salud mental. Y hasta es lícito pensar que no puede ser de otra manera. No son pocos los que desconfían del concepto de salud mental, en tanto siempre va de la mano con la promoción de un ideal social. Y muchas veces, con el intento de medir y objetivar algo que inevitablemente es de carácter subjetivo, lo que podría ser inadecuado y hasta peligroso (Canguilhem: 2004). En el otro extremo, estarían aquellos para quienes no tiene sentido hablar de salud mental, pues sólo puede enfermar, y por lo mismo, sanar, el cuerpo. Ambas posturas cuentan con argumentos poderosos a su favor. Y, sin embargo, hay numerosos defensores o incluso activistas de la salud mental. En su mayoría, se trata de quienes en nombre de la salud mental buscan mejorar condiciones


de vida, promover la democracia, la igualdad y los derechos humanos. Es que la salud es un ideal incuestionable nuestra sociedad, y uno de los pocos fundamentos que se pueden esgrimir para establecer regulaciones y hacer cambios en el campo económico, productivo y político. En ese sentido, el concepto de salud mental tendría un valor estratégico, como argumento en las luchas políticas de los sectores llamados progresistas. También podría poseer un valor estratégico en los intentos de frenar la colonización biomédica del campo sanitario. Sin embargo, todo esto tiene su reverso. Por una parte, es muy fácil instrumentalizar la noción de salud mental para promover un tipo de sujeto con características funcionales a un sistema político o económico determinado. Lo hicieron los grandes totalitarismos de la primera mitad del siglo XX. Pero también podemos sospechar que las democracias capitalistas usan el concepto de salud mental para describir, a fin de cuentas, a un buen trabajador y/o un buen consumidor. Por otra parte, es fácil que en nombre de la salud mental se medicalice la vida cotidiana. Es decir, como instrumento político, es un arma de doble filo.

Se suele desestimar la frase de J.C. Flugel, cuando en la inauguración del Primer Congreso Internacional de Salud Mental, del cual ya hemos hablado, señaló que la salud mental: “es una condición que permite el desarrollo físico, intelectual y emocional óptimo de un individuo, en la medida que ello sea compatible con la de otros individuos” (Bertelote: 2008, p. 114). Sin embargo, con excepción de la noción de bienestar subjetivo, lo que hacen las distintas definiciones posteriores es enumerar lo que un sujeto es capaz de hacer si posee salud mental. Es decir, la salud mental es una condición, que no se explicita en qué consiste, sino más bien, en qué se refleja. En eso, más allá de que uno esté o no de acuerdo con Flugel, hay cierta sabiduría en sus dichos. Uno puede no estar de acuerdo en los resultados que propone, pero es interesante que se cuida de no decir qué es la salud mental propiamente tal, sino de sus efectos.

¿Tiene sentido hablar salud mental, entonces? Probablemente sí, en tanto parece ser el único espacio posible en nuestro medio para hacer la diferencia entre la salud humana y el correcto funcionamiento de la maquinaria humana –incluyendo a la mente-, y en tanto tal, para que el sujeto entre en la ecuación sanitaria. También, porque es la salud mental lo que está en juego para el ser humano en la vida colectiva, lo que posibilita entrar en el lazo social. Ya se trate del ser humano como animal político, ser que habla, o sujeto histórico, la sola normatividad fisiológica, la homeostasis, no es suficiente como condición para la vida colectiva. Pero ¿tiene sentido tratar de definir exactamente qué es la salud mental? Probablemente no, en tanto, por su estatuto propio, se escabulle de la objetivación y medición, por lo tanto, no puede ser formalizada en términos científicos. Podemos utilizar expresiones tentativas para tratar de cernir eso que llamamos salud mental, lo que, dicho sea de paso, sólo es posible en contraste con lo que serían los trastornos mentales. Por más que se insista en definir salud como algo distinto a la ausencia de enfermedad, no es lógico pensar la salud sin relación a los estados que llamamos patológicos. Si consideramos que la afección mental tiene como núcleo la alienación, podemos hablar de salud como libertad, si consideramos a la patología como disfunción, podemos decir que la salud es armonía, equilibrio, o funcionamiento correcto, incluso óptimo. Si lo propio de la patología mental es la desadaptación, podemos hablar de la salud como adaptación. Y podemos agregar: si estar enfermo es sufrir, la salud es bienestar subjetivo, si estar enfermo es no soportar las tensiones de la vida, la salud equivale a fortaleza de carácter, y así en más. Pero siempre hay algo que se escapa, y que es del orden de la experiencia. Es inevitable, entonces, revalorar las aproximaciones como las de Diderot, Leriche, Valéry (Canguilhem: 2004), que subrayan la cualidad silenciosa de la salud. Silenciosa y privada.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS


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