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ARTÍCULOS

UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23 , n° 81 (ABRIL-JUNIO), 2018, pp . 106-117 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL

CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555


La perra suerte de la humanidad.

La reposición del mesianismo en el discurso exegético de José Porfirio Miranda

Humanity’s Misfortune. Messianism’s Reinstatement in the Exegetic Discourse of José Porfirio Miranda


Marcos OLALLA

marcosolalla@gmail.com

ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1111-1067

Universidad Nacional de Cuyo / CONICET, Mendoza, Argentina


Este trabajo está depositado en Zenodo:

DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.2253438


RESUMEN


Analizamos la obra exegética del teólogo y filósofo mexicano José Porfirio Miranda (1924-2001). Miranda desarrolló una interpretación de los textos bíblicos que se caracterizó por su particular reposición del elemento mesiánico en la interpretación de la Biblia. La facticidad del aplazamiento de la definitiva realización de la justicia esperada provocó un desacople de esta singular expectativa respecto del mensaje del Nuevo Testamento. La historia de la exégesis tradicional es el fruto del esfuerzo por encubrir aquel desacople ostensiblemente contrario a su presencia en los textos. El autor mexicano realizó en sus trabajos de principios de la década del 70 del siglo XX una labor signada por la composición de tradiciones redaccionales heterogéneas cuya articulación permitió comprender el carácter mesiánico del judeo- cristianismo que anticipó en treinta años a algunos de los tópicos desarrollados en torno a la relectura de la teología de San Pablo. Miranda produjo su notable obra exegética en diálogo con las tradiciones marxista y existencialista. Percibió en una posible articulación de ambas una plataforma de resignificación de los modos de imbricación de las dimensiones ética y política del texto bíblico.


Palabras clave: Miranda; Mesianismo; Exégesis; Marxismo; Existencialismo.

ABSTRACT


In this work it was analysed the exegetic work of José Porfirio Miranda (1924-2001) —Mexican theologian and philosopher. Miranda developed an interpretation of the biblical texts characterised by its particular reinstatement of the messianic element in the interpretation of the Bible. The factual postponement of the eagerly awaited definitive justice fulfilment caused the uncoupling of this singular expectation with respect to the message of the New Testament. The story of traditional exegesis is the result of the effort to conceal such uncoupling —evidently opposite to its presence in the texts. The early 70s (20th century) work of this Mexican author was marked by the composition of heterogeneous writing traditions, the articulation of which enabled the understanding of the messianic character of Judeo-Christianity —being thirty years ahead to some of the subjects developed around the reinterpretation of the theology of Saint Paul. Miranda carried out a notable exegetic work in touch with Marxist and existentialist traditions. In the possible articulation of both, he sensed a stepping stone to reinterpreting the manners adopted by the interwoven ethical and political dimensions in the biblical text.


Key words: Miranda; Messianism; Exegesis; Marxism; Existentialism.


Recibido: 10-05-2018 ● Aceptado: 06-06-2018


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Utopía y Praxis Latinoamericana publica bajo licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported (CC BY-NC-SA 3.0). Para más información diríjase a https://creativecommons.org/licenses/by-nc-sa/3.0/deed.es_ES


El mundo platónico de las ideas no es un invento filosófico independiente de la concepción de la historia como eterno retorno. Fue la manera segura de lograr que la historia se redujera, para la mente humana, a eterno retorno. La teología cristiana adoptó el mundo platónico de las ideas embutiéndolo de otros contenidos igualmente intemporales; el resultado fue que abandonó la historia de los hombres reales a su perra suerte.

Miranda (1973, p. 70).


Probablemente porque la obra de exégesis bíblica de José Porfirio Miranda no fue demasiado prolífica, o porque su obra filosófica tardía, sobre todo su Antropología e indigenismo (1999), haya colisionado con sus lectores del pasado, su nombre careció del merecido predicamento en materia de las contribuciones al desarrollo de la teología de la liberación. Sus obras Marx y la Biblia (1972) y El ser y el Mesías (1973), y, en menor medida, El comunismo en la Biblia (1988 [1981]), constituyen algunas de las formas más consistentes y originales de aportación de la teología latinoamericana al campo de los estudios bíblicos.

Nació en Monterrey (México) en 1924, se educó en la órbita de instituciones jesuitas y fue ordenado

sacerdote en 1956. Estudió ciencias sociales en la Loyola University de Los Ángeles, teología en la Hochsule Sankt Georgen de Frankfurt, economía en la Universidad de Münster y ciencias bíblicas en el Pontificio Instituto Bíblico de Roma. De vuelta en México se convirtió hacia 1974 en Profesor de Filosofía en la recientemente creada Universidad Metropolitana y abandonó ese mismo año la Compañía de Jesús (Tamayo: 2009, pp. 447-448). Su obra filosófica se compone de las obras Apelo a la razón. Teoría de la ciencia y crítica del positivismo (1989), La revolución de la razón. El mito de la ciencia empírica (1991), Racionalidad y democracia (1996) y la citada Antropología e indigenismo. Murió en el año 2001.

Miranda desarrolló una interpretación de los textos bíblicos que se caracterizó por su particular

reposición del elemento mesiánico en la interpretación de la Biblia. La facticidad del aplazamiento de la definitiva realización de la justicia esperada provocó un desacople de esta singular expectativa respecto del mensaje del Nuevo Testamento. La historia de la exégesis tradicional es el fruto del esfuerzo por encubrir aquel desacople ostensiblemente contrario a su presencia en los textos. El autor mexicano realizó en sus trabajos de principios de la década del 70 del siglo XX una labor signada por la composición de tradiciones redaccionales heterogéneas cuya articulación permitió comprender el carácter mesiánico del judeo-cristianismo que anticipó en treinta años a algunos de los tópicos desarrollados en torno a la relectura de la teología de San Pablo. Miranda produjo su notable obra exegética en diálogo con las tradiciones marxista y existencialista. Percibió en una posible articulación de ambas una plataforma de resignificación de los modos de imbricación de las dimensiones ética y política del texto bíblico.


MESIANISMO, CONCIENCIA DE CULPA Y AGENCIA REVOLUCIONARIA


En El ser y el mesías Miranda asume la validez del marxismo como herramienta de comprensión de la naturaleza de las relaciones humanas. No obstante, le señala una cierta incapacidad para indagar en la estructura profunda de la subjetividad. La disposición subjetiva, “el sentirnos con el derecho fundamental de matar” (Miranda: 1973, p. 11) es el elemento que hace posible la concreción de la explotación capitalista. Esta aportación es vital para el biblista y halla sus materiales filosóficos en la tradición existencialista de Kierkegaard y Sartre.

Este movimiento de articulación entre las dimensiones subjetiva y objetiva de las relaciones sociales constituyó la forma histórica predominante de los discursos teológicos conservadores. Su matriz argumentativa operaba sobre la base del supuesto de que el cristianismo se encontraba inhabilitado para


promover una modificación del orden social sin la consecución previa de la reforma moral de los agentes de aquellos cambios. Esta forma de encaje entre moralidad y praxis operaba en clave ideológica como una forma de postulación de las condiciones de posibilidad de las prácticas, para luego terminar por subsumirlas en el territorio de la piedad individual.

Miranda se propone rehabilitar el potencial emancipatorio de aquella articulación de tal modo que en ella el elemento mesiánico sea repuesto. Esto exige una reinterpretación del carácter escatológico de los textos bíblicos por cuya vía debería quedar demostrado que no hay conservadurismo sin más en la intuición de la pertinencia del escrutinio moral de las prácticas puesto que el criterio de determinación de dicha potencia se juega en la condición mesiánica o antimesiánica de la fe cristiana. Solo una fe escatológica puede asumir la radicalidad política del mensaje cristiano.

Este último registro, destacado por Miranda en sus trabajos exegéticos, funge como el plano en el que

la pulsión salvífica inherente a la naturaleza escatológica de la expectativa cristiana se despliega. La salvación es experimentada en tal sentido como una forma histórica de realización de un orden justo. Así, Miranda pretende consumada la articulación buscada.

La asignación de un carácter estructural a la “culpa”, categoría fundamental del discurso teológico, nombre, además, del modo más arraigado de interpelación subjetiva, le permite a Miranda postular la irrebasabilidad de la condición existencial de toda revolución. La forma de la combinación de razón pura y práctica en la filosofía de Kant constituye, para el biblista, la confirmación de la índole estrictamente moral de la idea de Dios. Esta intuición habilita una singular articulación teológica en la que se despeja el horizonte óntico de la referencia teológica:


[L]os filósofos del ateísmo están rechazando un dios óntico en nombre de la ética, y paradójicamente el ateísmo de nuestros días, al consistir, sin que sepan sus autores, en rechazar a un dios que no es Dios. Y en el colmo de la encrucijada actual tenemos que añadir esto: mientras los cristianos y los judíos no entienden el por qué del ateísmo, no podrán entender qué Dios es el que la Biblia quiere revelarnos (Ibíd.: p. 34).


Se trata pues de caracterizar al “Dios de la Biblia”. Su sustancia ética había resultado cabalmente retratada en su obra Marx y la Biblia (1972). Miranda retoma aquella trayectoria para indicar sus principales tópicos. Bajo el influjo de G. Von Rad el mexicano muestra la naturaleza de la elección redaccional primitiva por la narración de la figura de Yahvé en términos de sus formas de intervención histórica a favor de los oprimidos, así como la atribución de su carácter creador como un elemento que solo muy posteriormente a la indicada opción narrativa se revelaría necesaria para los redactores del Antiguo Testamento. La acción divina en el orden de la historia, expresada fundamentalmente en el relato del éxodo y en la legislación surgida del proceso de liberación, constituye el nudo central del Dios de la Biblia y opera como prisma de otros géneros de relatos veterotestamentarios como el profético o el salterio.

Miranda destaca la unidad composicional de la narración exódica entre los planos de los acontecimientos y el desarrollo de un corpus legal. La articulación entre ambos se manifiesta en el hecho de que la “presencia definitiva de Yahvé” se consuma como “imperativo moral de justicia” (Ibíd.: p. 41). En esta línea el biblista señala la pervivencia en el marxismo de un monismo residual proveniente de su matriz hegeliana, en cuyo orden este se encuentra “incapacitado para rebelarse contra la miseria humana del pasado y el presente” (Ibíd.: p. 42). La radical alteridad del prójimo constituye la vía para la intuición de la trascendencia que se presume como atributo de Dios y su aprehensión funge como una modalidad de certidumbre sobre el carácter justo de la rebelión contra los responsables de la opresión en sus múltiples formas.


El precedente señalamiento mirandiano expresa la condición humanista de su enfoque. El compromiso del “Dios de la Biblia” con las víctimas posee una radicalidad de la que carecería el marxismo cuando se trata, sin más, del hombre.


El “hombre mismo” en el que estriba la radicalidad de la revolución es el otro hombre, su alteridad misma tomada incondicionalmente en serio en cuanto no reabsorbible por el yo, en cuanto no ensimismable, en cuanto precisamente me trasciende. Y bien, en esa alteridad irreductible y solo en ella está Yahvé. Por una parte, cualquier otra objetividad que se le quiera adscribir a Dios, lo convierte en ídolo. Por otra parte, esta alteridad del prójimo necesitado, para que sea alteridad no reabsorbible, necesita ser para mí Dios (Ibíd.: p. 44).


Para Miranda, el único modo de evitar la posible instrumentalización del prójimo en la vía de alguna forma de institucionalización que se presuma libertaria es la sacralización del “clamor del necesitado”. La ruptura definitiva del ciclo revolución-opresión es solo imaginable escatológicamente en virtud de lo cual se explica el rechazo del “culto” y la “religión” en el orden de la expectativa mesiánica. Miranda había caracterizado el corpus anti-cúltico del profetismo hebreo, retomado luego por los evangelios y las cartas de Pablo, como índice de la opción de las primeras comunidades de cristianos por la tradición redaccional exódico-libertaria.

En esta línea de discurso el mesianismo se comprende como expectativa surgida de la facticidad del sufrimiento. La comprensión de la imposibilidad estructural de articulación de ciertas formas de este último con el repertorio histórico de proyectos políticos es percibida por el mexicano como un modo de ruptura respecto de un ciclo que, por los derroteros del nihilismo, utilitarismo o mecanicismo, tiende a desplegarse como repetición permanente. “El eterno retorno es un círculo férreo irrompible mientras no percibamos el absoluto en el clamor de la humanidad doliente” (Ibíd.: p. 46). Un proyecto libertario que sea capaz de ocluir el surgimiento de formas nuevas de dominación y sufrimiento debe postular un “ultimum que sea la realización de la justicia en el mundo” (Ibídem). Se asienta así la certeza, en el pensamiento de Miranda, acerca de la inherencia de la dimensión escatológica en todo proyecto con vocación emancipatoria. La configuración de la fe judeo-cristiana, en cuanto programa de liberación humana, exigiría un reexamen hermenéutico de las tradiciones redaccionales de la Biblia.

Hacia comienzos de los años 70 era muy ostensible el consenso académico en torno de la relevancia

de las tradiciones libertarias en la producción textual veterotestamentaria. No obstante, existía la tendencia a la caracterización de esos materiales narrativos como unidades no siempre integradas y – según las necesidades de la exégesis conservadora, recurrentemente dispuesta a vaciar el contenido escatológico y mesiánico de dichos textos- desarticuladas del proceso de escritura del Nuevo Testamento.

Por ello Miranda, al reclamar la necesidad de establecer una instancia de interpelación moral de la conciencia subjetiva en toda agencia revolucionaria se ve en la necesidad de volver al “Dios de la Biblia”. Su aportación exegética apunta en dirección a una recomposición del componente escatológico en la primitiva fe judeo-cristiana. El carácter central de este elemento en la narración bíblica puede corroborarse en el texto de Ex. 3: 14, en el que Yahvé se presenta a Moisés revelando su futuridad como atributo de su condición divina en un gesto que revela la condición histórico-salvífica de todas sus acciones. La invocación narrativa de dicha atribución es comprendida en la categoría veterotestamentaria de “conocimiento de Dios”. Miranda recurre al texto de Jer. 31: 31-34, para indicar la dirección del despliegue de esta categoría hacia el reconocimiento de que toda acción de Yahvé es una forma de realización histórica de la justicia intuida en clave vindicativa y en curso de plenificación (Jer. 22: 16).

El biblista latinoamericano examina la más nutrida exégesis académica en su riguroso esfuerzo de reconstrucción de las unidades escatológicas presentadas de modo desintegrado por el discurso bíblico conservador. Sigue a Allard y Noth en el desarrollo de la tesis de la futuridad de Yahvé y a Mowinckel, Botterweck y Wolff en la precisión del sentido ético del “conocimiento de Yahvé”. La imbricación del registro escatológico -encarnado históricamente en la órbita de la eticidad- con la modalidad de cognición


del ser y la obra de Yahvé, revelan el carácter ideológico de buena parte de la interpretación neotestamentaria.

Una de las claves del aporte de Miranda a la exégesis del Nuevo Testamento es su resignificación radical del concepto de “conocimiento”. El sentido de esta noción se halla en la base de una diferencia crucial en la interpretación postmesiánica del fenómeno cristiano entre aquellos que lo conciben como un corpus doctrinal, aceptado mediante un acto de cognición individual, despojado de efectos históricos identificables y quienes perciben aquel fenómeno como una forma histórico-salvífica de intervención divina. Para el biblista mexicano, era evidente que la noción de “conocimiento de Yahvé” se había configurado como término técnico en virtud de su recurrencia semántica. Su comprensión aparece claramente articulada a la idea de futuridad divina y su campo de designación se restringe a un modo de interpelación ética que se expresa en una praxis destinada a favorecer a los hombres y mujeres en situación de vulnerabilidad material. Este modo fundamental del conocimiento de Dios, asociado a su invocación de un modo pleno de realización futura, adquiere tal relieve que muestra la pertinencia de una resignificación dramática del sentido del tiempo. “Contrariamente a nuestros objetos ontológicos, el Dios de la Biblia no es primero y lo conocemos después, sino que es en cuanto es conocido” (Miranda: 1973, p. 48). Esta última afirmación no se reduce a una corrección epistemológica en el campo de la teología del Antiguo Testamento, sino que constituye la plataforma para la interpretación mesiánica del “Jesús histórico” (cfr. Sobrino: 1976; Segundo: 1991, Boff: 1994; Grillmaier: 1997).

La continuidad del vector escatológico del Antiguo Testamento en el Nuevo posee un contenido

material obvio que Miranda rescata, entre otros tópicos, en la referencia de la bienaventuranza de Mt. 5: 5, respecto de una pieza textual de inconfundible tono mesiánico como es el Salmo 37. La afirmación de la “herencia de la tierra” para los hombres “bondadosos” es un documento del carácter histórico del cumplimiento del éschaton. Tras la huella de Th. Zann, J. Jeremías y P. Hoffmann, Miranda señala la centralidad del contenido escatológico de la salvación y del sentido estrictamente histórico de la expectativa mesiánica. La dimensión ultraterrena de la salvación constituiría “una situación enteramente provisional que durará mientras no se logre establecer definitivamente y sin fallos el reino de Dios en la tierra” (Miranda: 1973, p. 61). Esta provisionalidad, destacada por Miranda, explica el lugar marginal que poseen los textos que invocan aquella dimensión en el conjunto del corpus neotestamentario. La realización de la promesa divina en el éschaton concebido y deseado por los redactores de la Biblia no se consuma en un “más allá de la historia”, sino en su “final” (Ibíd.: p. 63).

El problema existencial de la culpa delineado con singular intensidad por Kierkegaard es resignificado por Miranda en clave política como un efecto de la condición contingente del mal (1ª Cor. 15,21). Su misma intuición supone la convicción de su posible supresión definitiva, solo asequible en tanto despliegue de una forma histórica de mesianismo. En línea con esta expectativa se desarrolla la impugnación de los teólogos de la liberación respecto del ostensible déficit ético-político de la dogmática tradicional. El biblista radicaliza la interpelación de la teología latinoamericana a la teología académica europea. Señala que no se trata de la inversión táctica de un registro sobre otro, sino de la problematización del sentido mismo del discurso teológico. Es el texto bíblico el campo en el que se dirime la validez de las construcciones dogmáticas. El mexicano percibe un fondo objetivo en el que presume posible dirimir el conflicto de las interpretaciones. El método histórico-crítico funge como reaseguro frente a la arbitrariedad de la especulación teológica.

La narración evangélica no constituye un corpus de doctrina cuya intuición se desempeña como operadora de la salvación, sino que “las verdades del Nuevo Testamento son los hechos históricos” (Ibíd.: p. 81). Esta afirmación no debe comprenderse como un modo de instalar la narración en el orden de la contrastación empírica, sino como la configuración de un horizonte de significado en el que la historicidad de la narración constituye un dato de máxima relevancia. Las categorías teológicas se traman con la efectiva expectación escatológica de las primeras comunidades cristianas. Para Miranda, la verdad del evangelio proferida por el Nuevo Testamento consiste en la antedicha esperanza de realización del


éschaton. Miranda se propone demostrar este acerto en El ser y el mesías a partir de una caracterización exegética del evangelio y las cartas de Juan.


La moral de san Juan es la moral mesiánica, la del éschaton, la de la realización-ya del reino de Dios en la tierra. Todo el cuarto evangelio ha sido escrito, nos dice Juan al terminar, “para que creáis que Jesús es el mesías” (Jn. 20: 31). Y véase la descripción de la única herejía: “¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el mesías?” (1ª Jn. 2: 22). Y en contraste: “Todo el que cree que Jesús es el mesías, es nacido de Dios” (1ª Jn. 5: 1). Tal es el contenido y objeto de la fe: no una verdad intemporal ni una doctrina, sino un hecho: que Jesús de Nazaret, ese hombre entre los hombres, es el mismísimo mesías que generaciones y milenios ansiosamente esperaron. La primera vez que nos lo dice (Jn. 1: 41-45), Juan se empeña, se complace en recalcar esa contingencia: “¿De Nazaret puede venir algo bueno?” (Jn. 1: 46) (Ibíd.: p. 83).


El objeto de la creencia es la condición fáctica del mesianismo de Jesús, en cuyo caso la salvación esperada no es un atributo surgido de la fe, sino del acontecimiento mismo que la hace posible. Este último es perfilado por los evangelistas como la llegada del Reino de Dios y con ello del “cumplimiento del tiempo”. La proclamación del evangelio por Juan el Bautista es certera al reducirla a este hecho (Mc. 1, 14-15). Miranda se apoya en el análisis de Gerhard Friedrich del término “evangelio” del Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, editado junto a Gerhard Kittel en el año 1971 (TWNT), en el que repara que no se espera un mensaje nuevo, sino el cumplimiento histórico de la promesa mesiánica, su “acaecer escatológico”:


Como bien ha estudiado Friedrich, la palabra hebrea correspondiente a evangelio o buena noticia es un nombre de acción; no equivale al contenido de la noticia, sino al hecho mismo de anunciarla, de pronunciarla, de proclamarla; al hecho de evangelizar. Es que todos los destinatarios de la proclama sabían desde mucho antes en qué consistiría la buena noticia, en qué consistía el reino, en qué había de consistir el evangelio. La respuesta a la pregunta del Bautista no muestra que hubiera duda alguna al respecto; y la pregunta misma del Bautista sólo quiere saber si ya o si todavía no. Lo único importante era el hecho de que llegara el reino, el hecho de que se proclamara la llegada del reino. No qué, sino que (...) (Ibíd.: pp. 85-86).


La evidencia exegética es amplísima sobre la relación estructural entre el éschaton mesiánico y el despliegue de una forma definitiva de justicia material. Por lo mismo, no sorprende la estrategia del discurso teológico conservador consistente en múltiples formas de neutralización del hecho mesiánico. Miranda deconstruye con paciencia y rigor los dispositivos interpretativos de aplazamiento indefinido del éschaton.


LA SUSPENSIÓN ESCATOLÓGICA DE LA LEY


La expectativa escatológica de las primeras comunidades de cristianos explica, para Miranda, la comprensión de la naturaleza de la intervención de Dios en la historia, en cuya serie continua de acontecimientos existe el horizonte de un cierre que aquellas nombraban con el concepto de “juicio final”. Miranda se propuso demostrar que la noción neotestamentaria de juicio nunca dejó de hallarse en la órbita semántica del término hebreo mispȃt. El significado original de dicho término mienta no solo el acto de juzgar, sino que designa al objeto que actúa como una fuente de referencia, entre otras, para aquel acto, es decir, la ley, el derecho, pero, además, formas de acción que reponen la justicia en una determinada situación, aun cuando la fuente de esta acción sea “extrajudicial”. La radical unidad de sentido de esta


serie de significados, que poseen en común un particular sentido de la justicia como reivindicación de las víctimas en una relación específica, se extiende a la idea de “juicio final”. La presencia de este atributo, la unidad de sentido, en la serie juicio, ley, derecho, justicia, da cuenta del carácter profundamente anti- evangélico de toda forma de “absolutización de la ley” (Miranda: 1972, p. 136).

La condición autónoma de los términos de aquella serie es un producto de la mentalidad occidental. En este orden de cosas existe el problema instrumental de la traslación de aquel significado unívoco a una mentalidad que deliberadamente lo traduce mediante el recurso a una pléyade ostensiblemente equívoca de significados, en virtud de la cual su instrumentación religiosa opera en una dirección conservadora. La diferenciación fáctica del significado de estos constituye, para el biblista mexicano, un documento del efecto crítico que el discurso bíblico promueve respecto de “nuestra moral y civilización entera” (Ibíd.: p. 137).

La documentación exegética que Miranda ofrece como un modo de señalamiento del carácter crucial

de la operación de autonomización de la noción de ley respecto de la idea de justicia, cuyo saldo será la subsunción de la segunda en la primera, es impresionante. Su conocimiento de las fuentes hebrea y griega, como de su amplísimo corpus crítico, hacen de Marx y la Biblia (1972), un texto clave de la teología de la liberación.

El patrón de traducción de los Setenta consistió en asociar mispȃt y su raíz presente en la forma verbal safȃt, por krinein en el caso del verbo u otros vocablos con la raíz krin. Miranda destaca la salida de registro del patrón antedicho en 75 casos en los que los Setenta deben operar un deslizamiento de la traducción desde la familia de krinein a la familia de dikaiosyne. Esta resignificación resultaba imprescindible para mantener la coherencia narrativa. Miranda destaca la perplejidad de los traductores frente a su intento de reflejar el sentido meramente procedimental del juzgar en beneficio de la ostensible materialidad del “hacer justicia”, expresada como una forma clara de vindicación. En los casos en que la traducción del sustantivo requiere este desplazamiento es todavía más notoria la potencia de la naturaleza vindicativa y por lo mismo libertaria de la atribución de justicia.

La caracterización de “jueces” -sofetȋm- para los líderes de la nación hebrea en el período premonárquico está lejos de describir una función judicial. Miranda reconoce, con lo más granado de los exégetas del Antiguo Testamento, que dicha caracterización es una interpolación tardía. No obstante, esto no explica por qué esta tradición redaccional se refirió así a sujetos cuya intervención constituyó una forma de reivindicación comunitaria frente a alguna forma de opresión. La referencia a una institución judicial es aleatoria y será definida por el contexto, pero resulta evidente para Miranda que esta no constituye el dato específico de la idea hebrea de justicia y que no puede sustraerse a su inscripción en un orden escatológico.


La importancia que este hallazgo tiene para la filosofía del derecho, me parece inapreciable (…). Lo que en el presente contexto nos interesa es constatar que, cuando la Biblia habla de Yahvé “juez” o del juicio cuyo sujeto es Yahvé, piensa precisamente en el significado que le hemos visto a la raíz spt: salvar de la injusticia a los oprimidos. Tal es el sentido del juicio final esperado por todos los siglos de expectación vetero y neotestamentaria (Ibíd.: p. 141).


Miranda destaca que existe una marcada sintonía con esta idea de justicia en el relato más detallado del “juicio final” en Mt. 25: 31-46 y que no hay razones para creer que Pablo se aleja de esta perspectiva en su caracterización del “juicio de Dios”. La distinción del evangelista entre justos e injustos es replicada por Pablo entre los que “obran el bien” y “los hombres de discordia”.

Frente a la impugnación de algunos exégetas consistente en la afirmación de que en la idea de juicio final el atributo más regularmente invocado de Yahvé es su condición “guerrera”, como parecen indicar los usos neotestamentarios de sintagmas como “el día del juicio”, “el día del Señor”, “el día último” o “el día de la ira”; invocaciones que se encuentran en la órbita del “Yahvé guerrero”. Miranda en este campo analiza


el corpus textual que el gran teólogo del AT Gerhard Von Rad señala como documentos narrativos de esta última figura del dios hebreo, para destacar la convergencia entre esta última y la figura del “Yahvé juez”, puesto que en cada caso la dirección es la misma: “la justiciera solidaridad de Yahvé con los pobres contra los opresores” (Ibíd., p. 147). La presencia de este motivo en el señalado grupo de textos indica, para el biblista mexicano, que el casus belli de estas narraciones es la vindicación del “pueblo pobre”, como puede notarse en el discurso de los Salmos y los profetas. Las múltiples fuentes con las que trabaja le permiten determinar, al par de la convergencia indicada, una cierta tendencia de los traductores occidentales a morigerar el sentido material de la salvación de los oprimidos en beneficio de una victoria abstracta, excepto en los casos en los que el contexto, de ningún modo lo permite, sino al precio de introducir formas evidentes de incoherencia. Miranda va más allá de Von Rad al indicar que existe una precedencia del discernimiento de la justicia vindicativa de la que la intervención guerrera de Yahvé es subsidiaria y en cuyo caso no se trata sin más de vencer, sino de hacer justicia, y al hacerlo, la inquietud de la exégesis tradicional en su proyecto de desescatologización del mensaje cristiano produce documentos ideológicos singulares. En este estado del campo de los estudios bíblicos la empresa de una exégesis rigurosa que se despliega como empresa libertaria posee el suelo fértil de la articulación teológica entre el AT y el NT bajo el signo de la continuidad del mismo objeto de la esperanza mesiánica. Sobre esta superficie, la estrategia deconstructiva de Miranda respecto de las expresiones más reputadas del discurso exegético europeo muestra destellos de una inteligencia finísima. Veamos un ejemplo, a propósito del intento de algunos intérpretes de procedimentalizar el concepto bíblico de justicia:


Repito que con traducir las justicias de Yahvé por “gracias” o por “beneficios” la exégesis lo único que haría es resignarse a la superficialidad y a no recibir el mensaje de la Biblia. Es como cuando Otto Kuss, después de reconocer que la “justicia de Dios” es concepto central del mensaje de Pablo y designa la verdadera fuerza motora en la intervención salvadora de Dios, añade que la palabra “justicia” es una manera “extremadamente inadecuada, incluso desacertada” de llamarla y que hubiera sido “mucho más claro y sencillo” usar el concepto de “bondad” o de “amor” o de “compasión”. Es que si ya hemos decidido reducir la Biblia a la concepción que nosotros tenemos del cristianismo, las expresiones más centrales de la Biblia nos parecerán fatalmente desacertadas. Mas con ese blindaje nunca recibiremos lo único que la Escritura quiere decirnos: que Dios viene a realizar la justicia que milenios de historia humana han estado esperando (Ibíd., p. 153).


Aquella esperanza no es sin más una reivindicación de la soberanía hebrea puesto que el juicio que activa la intervención divina no se dirige exclusivamente a las naciones enemigas de Israel, sino a la totalidad de las relaciones propias de la comunidad. Nuevamente en la dirección contraria a Von Rad, que llega a concebir la dimensión escatológica desplegada en el momento de surgimiento de la identificación entre el “día de Yahvé” y la expectación frente a un “juicio final” como un exceso retórico, Miranda afirma la centralidad del discurso del profeta Amós 5, 18 como un redireccionamiento del juicio divino, ahora orientado a juzgar las injusticias internas. Lo novedoso del discurso profético en este caso no es tanto la irrupción de aquella expectación, sino su ajuste a una dimensión marcadamente social de la vindicación esperada.

Miranda desarrolla sobre este esquema de expectación-juicio final-Mesías un análisis que desarrolla de un modo muy sugestivo en su obra posterior El ser y el mesías (1973) a propósito de lo que él interpreta como la convicción del cuarto evangelista sobre la contemporaneidad del juicio final respecto del tiempo de Jesús. Su rigurosa interpretación de Jn. 5 demostró, con los instrumentos críticos más sofisticados de la historia de las formas y las redacciones, los evidentes desajustes de una comprensión a-histórica de la fe mesiánica de los evangelistas por parte de la exégesis tradicional puesta a resolver el problema del no cumplimiento de esta expectativa.

Que los redactores del AT hayan llamado mispȃtȋm a las leyes ofrece para el biblista el criterio de discernimiento para determinar su legitimidad. La distinción entre la ley como cristalización de una


demanda social subalterna o mistificación conservadora opera tanto en la predicación de los profetas como en el mensaje evangélico. La diferencia radica en que en este último la pretensión es que se trata de una forma de consumación definitiva de la justicia.

Aquella distinción posee un correlato redaccional. Miranda recoge el desarrollo de la hipótesis documentaria iniciada por Wellhausen y continuada por Gressman, Von Rad y Noth, extrayendo de la investigación de estos celebérrimos filólogos sobre la existencia de dos grandes tradiciones redaccionales que atraviesan a cada uno de los documentos con los que se compuso el Pentateuco o Hexateuco –en el caso de la posición de Von Rad-, consecuencias significativas. En efecto, destaca en la tradición exódica proveniente de la región de Cades una concepción de la ley apegada a la esperanza de reivindicación de las víctimas mientras que en la tradición sinaítica se revela la trayectoria de lo que será la versión teológica de la ley. El interés del biblista es motivado por su reconocimiento de la importancia de la operación consistente en la “teologización original de las leyes” (Miranda: 1972, p. 168). En esta dirección intenta demostrar que el prurito de Von Rad y Noth por mostrar una concordancia entre la formulación de la ley y el establecimiento del pacto de Yahvé con Israel no es consecuente con el hecho de que la legitimad del ejercicio de la autoridad emanada de la ley tiene por fuente original la intervención liberadora de Yahvé en la forma material del “hacer justicia entre el hombre y su prójimo” (Ibíd.: p. 173). Miranda destaca el Salmo 105 como un reconocido documento de hondo calado histórico en línea con lo que otros biblistas de la teología de la liberación desarrollarán en la órbita de una “historia de la salvación” (Croatto:1980). La referencia aquí es al versículo 5, en el que se expresa con claridad, por medio de un paralelismo sinonímico, la idea de que la ley es un momento crucial de la acción histórica de Yahvé. Entre las “maravillas” que el salmista canta, se halla el momento factual de sus “prodigios”, y el momento discursivo de la “ley” -mispȃtȋm-. La ley posee pues un sentido salvífico en función de su contenido material. La referencia a un eventual orden externo –en este caso, al pacto sinaítico- habilitaría un espacio para una posible teologización de la norma que morigerara su potencia libertaria. El recurso mirandiano es afirmar en línea con los estudios de McCarthy, Smend, Fohrer, Vriezen, Gevirtz y Kilian la precedencia redaccional de la tradición exódica respecto de la sinaítica. Von Rad había intuido con claridad esta precedencia en su rigurosa caracterización de los credos históricos del AT, no obstante, es sintomática su tendencia a dejar fuera de las narraciones que destaca como tales credos a las afirmaciones referidas al carácter salvífico de la ley en la historia de Israel que él mismo había reconocido. La corrección que Miranda realiza a Von Rad a propósito de su exégesis del texto de Dt. 6: 20-25 puede parecer anecdótica, pero revela con claridad cómo el más grande de los teólogos del AT del siglo XX es traicionado por una representación de la ley como fuente del acto de juzgar presuntamente autorizado por su universalidad, en cuyo caso la forma excepcional de juicio no neutral tiende a concebirse como una atribución nacional en la lógica del discurso del pacto. El mexicano cuestiona su decisión de dejar fuera del credo a los versos 24 y 25.


Me extraña que Von Rad quiera cortar la perícopa en lo mejor de ella, es decir, en el v. 24 donde se empiezan a mencionar las leyes […] Los credos históricos no demuestran solamente que la tradición exódica ignora a la sinaítica y a toda la idea de alianza; demuestran además que la legislación pertenecía originalmente a la tradición exódica y libertaria. Y eso es verdad tanto por discernimiento literario de tradiciones como por contenido; la idea básica es ésta: de nada sirve liberarnos de la opresión extranjera, si dentro del pueblo mismo sigue habiendo opresiones e injusticias (Miranda: 1972, p. 177).


La perspectiva materialista de Miranda permite avanzar con una radicalidad singular en el uso de los aportes introducidos por el programa de la “hipótesis documentaria” a la exégesis del AT. Así, la posibilidad de reconocer la tensión entre tradiciones redaccionales antagónicas explica su empeño en el


señalamiento del carácter “original” del sentido exódico de la ley. Al interior de la tradición libertaria se despliega la “forma auténtica de la ley”. Dicha autenticidad sería refrendada por los Salmos y los profetas.

La posición de la exégesis de la TL a partir de la precedente constatación consiste en la afirmación de que tanto los evangelistas como Pablo inscriben la acción mesiánica de Jesús en la tradición exódica, pero asumiendo que dicha tradición habría perdido su predicamento inicial en beneficio de la forma cúltica y exclusivista del “código de la pureza”, cuerpo legal del documento sacerdotal, promovido por los sacerdotes de Judá en tiempos del exilio, como una estrategia de preservación de la identidad nacional amenazada. El sesgo conservador de este corpus constituiría luego una fuente de justificación para el desarrollo de la administración colonial palestinense en tiempos del Imperio Romano.

En este contexto se comprende la relativa perplejidad de una “exégesis honesta” frente al problema de la injusticia interhumana, perfectamente integrada en la historia de nuestras comunidades, como causa de las tragedias auguradas por el discurso profético. No obstante, lejos de la evasión o banalización de la pregunta por la centralidad de la falta de justicia social como horizonte de discernimiento del estado de la relación del pueblo de Israel con Yahvé, el curso interpretativo mirandiano consiste en su despliegue a la totalidad del NT.

El listado de injusticias que aparece en la referencia paulina a la situación de los gentiles en el orden del juicio divino en Rom. 1: 28-32 es objeto del análisis mirandiano bajo la óptica de aquella pregunta por el aparente sobredimensionamiento de la injusticia en este texto. El redactor presenta este listado en el horizonte punitivo de la “ira de Dios” y señala que quienes se conducen bajo el orden de la injusticia – adikía- son “dignos de muerte”. En los capítulos 4 a 11 de la Carta a los Romanos a aquellas formas concretas de la injusticia se las fija a un estatuto ético mediante su incorporación a la idea de “pecado”. Por el modo como queda consolidado el uso de este último concepto en Rom. 3: 9 se puede establecer que su función no es una asignación axiológica a un acto individual, sino la caracterización de una época histórica atravesada por el escrutinio mesiánico. Miranda pone de manifiesto que la afirmación paulina “dignos de muerte” es perfectamente coherente con una comprensión consecuente del cumplimiento presente del “Reino de Dios”. La inteligibilidad de aquella afirmación es posible si se comprende el carácter terreno del reino, en cuyo orden la “justicia de Dios” se despliega como “una nueva realidad de dimensión social en la historia humana” (Ibíd.: p. 205).


Cuando Otto Michel constata que en Pablo la “justicia de Dios” es al mismo tiempo sentencia judicial y salvación escatológica, hace constar algo de importancia extrema, con tal que no se entienda yuxtapositivamente en el sentido de “tanto lo uno como lo otro”. La justicia de Dios que llega es sentencia judicial contra los injustos precisamente porque salva de ellos a la humanidad; es salvación porque es sentencia efectiva contra los injustos. Es “el acontecimiento escatológico que ya ahora se revela” (Ibíd.: p. 205).


Como señaláramos previamente, la articulación entre esperanza vetero y neotestamentaria otorga al discurso bíblico de los teólogos de la liberación una plataforma desde la que operar un desvelamiento de los recursos con los que la exégesis académica más rigurosa ha contribuido a la oclusión del elemento mesiánico del texto bíblico. En esta línea deconstructiva la obra de Miranda es ciertamente descollante. Su intuición de la réplica del problema del doble registro del significado de justicia -mispȃt- en el AT, entre el sentido vindicativo del término por un lado y la forma genérica de nombrar el dominio de Dios sobre el mundo, es notable. La articulación resultaba posible porque ambos registros se comprenden escatológicamente como un modo de hacer justicia que instaura definitivamente un orden de cosas justo. Es sintomático el idéntico desplazamiento en la exégesis paulina respecto de su concepto “justicia de Dios”. La solución es la misma. Debe asumirse que Pablo espera la “realización inminente de todo el contenido de la esperanza veterotestamentaria” (Ibíd.: p. 208).

La interpretación ajustada al texto paulino sin las prevenciones ni el lastre de la dogmática tiende a reconocer que tanto en el texto propuesto por Miranda como clave de irrupción del elemento escatológico de la idea paulina de justicia –Rom. 1: 18-32, aunque éste forma parte de una estructura mayor-, como en


el célebre capítulo 7 de la carta, hay que despejar el enfoque subjetivista e individualista que Occidente le atribuyó a la “antropología paulina” (Ibíd.: p. 208). Nuevamente aquí se trata de desplegar este enfoque en toda su radicalidad de tal modo de superar la recurrencia de la dinámica de repliegue de la exégesis académica toda vez que atisba la dimensión colectiva de un problema teológico central.


Pero ni Bultmann ni Kertelge extraen de esa certera observación [el rechazo de la lectura subjetivista del capítulo 7] las consecuencias revolucionarias que de ella necesariamente se siguen para la interpretación del mensaje paulino en su conjunto. Si el problema con el que Pablo se enfrenta es de la civilización humana y no el de los individuos en cuanto tales, si lo que angustia a Pablo es de dimensiones mucho más amplias que las del sujeto humano antropológico, la palabra “justicia” adquiere un sentido completamente distinto del que ha sido costumbre suponerle (Ibíd.: pp. 208-209).


Es difícil no reconocer la dimensión colectiva de la muerte y la salvación si se toman en serio las sentencias de Pablo de Rom. 5: 12 y Rom. 5: 19b. Miranda concluye de estos asertos que “el problema de Pablo es la humanidad, la civilización humana entera; a ella quiere aportarle la salvación y la justicia” (Ibíd.: p. 213).

Para Miranda, en la carta a los Romanos, Pablo sostiene que la injusticia interhumana es una cualidad del pecado y este posee un carácter supraindividual. De este modo se explica el desenganche del apóstol del concepto exódico de ley en beneficio de una comprensión de esta como instrumento del pecado, ahora encarnado en las estructuras sociales. La ley es, en tal sentido, la forma más explícita de la estructuración impugnada por el orden mesiánico.

El concepto paulino de “eón” se comprende en línea con su intento de caracterización en que el pecado atraviesa toda forma de estructuración socio-política, luego de consumado el olvido del sentido libertario original de la ley. En el orden del nuevo eón la ley es un episodio ya cerrado. Frente a esta tesis podría oponerse la idea esgrimida por Pablo en Rom. 13 sobre la obediencia a las autoridades estatales. Miranda coteja estos textos con Gal. 5: 23; 3: 19 y 1ª Cor 2: 6 en los que parece quedar clara la inminente extinción de toda forma de gobernabilidad asociada al eón pre-escatológico. Sobre este fondo, el biblista entiende el núcleo crítico-mesiánico del acontecimiento Jesús como una forma de salvación de la humanidad al precio de una destrucción de “toda la antigua estructuración civilizadora, axiológica y organizativa de la humanidad” (Ibíd., p. 220). O, dicho de otro modo: “sólo rompiendo con la civilización de la ley y con su fementida justicia, podemos hacer que empiece en el mundo el eón definitivo de la justicia” (Ibíd., p. 226).


Referencias bibliográficas


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