Visible / Invisible. Arte y cosmopolítica

Visible/ Invisible. Art and Cosmopolitics

 

 

Graciela SPERANZA

ORCID: http://orcid.org/ 0000-0002-9091-9699

gsperanza@sion.com

Universidad de Buenos Aires, Argentina

 

 

 

Este trabajo está depositado en Zenodo:

DOI: http://doi.org/10.5281/zenodo.2653173

 

 

RESUMEN:

Las amenazas que nublan el futuro del hombre y el planeta responden a fenómenos perturbadoramente opacos. Una de las más acuciantes -una crisis ambiental ya irreversible- opera a una escala global que enmascara las causas y la verdadera dimensión de los efectos. La perspectiva de un fin no demasiado remoto se encubre con el negacionismo de un capitalismo voraz que fuga hacia adelante y no repara en daños. La complejidad y la aceleración de los procesos desafían al pensamiento crítico en busca de respuestas, pero la imaginación artística puede atisbar configuraciones todavía inaccesibles a otros lenguajes. El arte casi por definición vuelve visible lo que no se ve, pero lo mueve ahora una urgencia cosmopolítica. ¿Qué da a ver el arte de nuestro tiempo? ¿Qué restituye de lo que deliberadamente se oculta? ¿Cómo se renueva en el intento? Una serie de obras recientes de artistas argentinos ofrece algunas respuestas.

Palabras clave: Antropoceno; Capitalismo; Crisis ecológica; Cosmopolítica; Arte.

 

ABSTRACT:

The threats that cloud the future of man and the planet respond to disturbingly opaque phenomena. One of the most pressing one -an irreversible enviromental crisis- operates on a global scale that masks the causes and the true dimensión of the effects. The perspective of a not too remote end is covered with the denial of a voracious capitalism that leaps forward and does not repair in damages. The complexity and acceleration of the processes challenge critical thinking in search of answers, but the artistic imagination can glimpse configurations still inaccessible to other languages. Art almost by definition makes visible what is not seen but is now moved by a cosmopolitan urgency. What gives to see the art of our time? What does it restore from what is deliberately hidden? How is it renewed in the attempt? A series of recent works by Argentine artists offers some answers.

Keywords: Anthropocene; Capitalism; Ecological crisis; Cosmopolitan; Art.

 

 

 

Recibido: 14-10-2018 ● Aceptado: 18-11-2018

 




INTRODUCCIÓN

Para afinar el foco sobre el paisaje del siglo XXI podríamos, si cabe la paradoja, partir de una imagen del siglo diecinueve. La obra es bien conocida, pero volví a verla el año pasado en el Museo del Prado y me sorprendió no recordarla o, mejor dicho, comprobar que la había visto sin verla en otras visitas al Prado. Es el Perro semihundido, una de las doce "pinturas negras" que Francisco de Goya pintó en las paredes de la Quinta del Sordo, donde se recluyó abatido y enfermo entre 1819 y 1823. La modernidad de esas composiciones nocturnas de figuras grotescas y formas caprichosas nunca deja de asombrarnos –cuesta creer que tienen casi dos siglos–, pero por algún motivo que sólo razoné más tarde el Perro semihundido se apartó esta vez del resto y vino a recordarme que todo el arte es contemporáneo y que el arte de ayer dice otras cosas hoy, como bien supieron Pierre Menard y Jorge Luis Borges.

Un perro, según el título del primer inventario, Un perro luchando contra la corriente, con más audacia interpretativa unos años más tarde, y Perro semihundido por fin en el catálogo del Prado, la pintura parece independizarse del conjunto e incluso de la obra completa de Goya, suspendida en un limbo atemporal, distante y a la vez próximo. Es negra como las otras, pero de otro modo y, en su ambigüedad casi abstracta, parece figurar amenazas veladas de nuestro tiempo. Porque ¿qué es precisamente lo que muestra? O mejor ¿qué da a ver? ¿Qué oculta?

Una estructura elemental divide el fondo en una gran porción superior de un amarillo pálido con tintes ocres y dorados, y otra mucho menor abajo de color marrón, a primera vista un barranco en un paisaje desolado del que asoma la cabeza de un perro, la única figura reconocible del cuadro. Hay una forma difusa que ensombrece la porción amarilla con una silueta vaga, pero lo que se impone en el conjunto es más bien la disposición y el juego de escalas. La altura de la tela casi dobla el ancho, con una forma inquietantemente oblonga que contraría la clásica disposición apaisada de los paisajes. Pero además la porción amarilla –¿el cielo? – dobla varias veces en altura a la marrón inferior –¿un talud? ¿un lodazal? ¿un pantano? –, redoblando el pathos del perro que mira hacia arriba con unos ojos tristísimos, mientras se asoma, se esconde o se hunde –imposible saberlo– en el barranco. Tampoco sabemos qué ve y solo podemos intuir una amenaza en la sombra vaga.  Lo único realmente visible que empequeñece al animal, lo abate, lo desespera o lo aplasta es la escala, la desproporción entre la pequeña cabeza que emerge y esa masa imprecisable que pende sobre él, ¿un desprendimiento? ¿una tormenta? ¿una avalancha?  Pero puede que lo que el perro realmente busca mirando hacia arriba sea auxilio, una tabla de salvación que lo libere de algo que lo retiene, lo empuja hacia abajo y amenaza sumergirlo. Y también es posible que la escala de la amenaza sea todavía mayor y el perro esté en medio de una catástrofe, un cataclismo, el apocalipsis, o más aún, que todo eso ya haya sucedido y el perro sea el único sobreviviente en un mundo posapocalíptico. La fuerza e incluso la belleza de la obra, en cualquier caso, parecen anidar precisamente en lo que no se ve o en la tensión entre figuración y abstracción que resuelve de un modo metafórico lo que la célebre serie de aguafuertes de Goya inmediatamente anterior, Los Desastres de la guerra (1810-1820), figuraba con ochenta y tres estampas de escenas históricas. Aunque en esa serie estremecedora Goya invitaba a mirar las atrocidades de la guerra durante la invasión napoleónica, jugaba también con "lo que no se ve" en el fuera de campo, pero la violencia o las amenazas se vuelven más inquietantes en Perro semihundido, una obra quizás más madura, que excede su tiempo, nos alcanza y hasta consigue figurar la desazón contemporánea.

Como la sombra vaga que pende sobre el perro, las amenazas que se ciernen sobre el hombre y el planeta en el siglo XXI responden a fenómenos esencialmente opacos que operan a gran escala, enmascarando sus causas y la verdadera dimensión de sus efectos. Dos de las más acuciantes –la crisis ecológica y la inmersión cada vez más absoluta en una doble digital del mundo– operan a una escala global que nos empequeñece, nos paraliza o nos deja inermes como al perro de Goya. La imaginación del fin nos hermana en el mismo barco desnortado con otras especies, nos acerca al perro semihundido y nos aúna en una coalición sin precedentes, que no sólo congrega a la humanidad completa sino también al mundo animal, vegetal, mineral y a la propia atmósfera que el hombre subordinó a su poderío, y hoy peligran si no se redefinen las condiciones que hagan posible la coexistencia en el planeta. No sorprende que en el nuevo milenio una nueva y controvertida corriente filosófica, el realismo especulativo, aspire a concebir una "ontología plana" y una "democracia de los objetos" que desestime la centralidad del hombre en el universo.

Pero hay algo más que recordé también frente a la pintura de Goya. Es precisamente el perro la especie que la bióloga y filósofa americana Donna Haraway elige como ejemplo privilegiado en su Manifiesto de las especies de compañía, en el que invita a abandonar la división entre naturaleza y cultura para pensar en cambio en términos de "naturalezacultura", y propone a la especie de compañía (como antes lo había hecho con el cyborg en su Manifiesto Cyborg) como metáfora de conexión del hombre con el mundo (Haraway: 1991 y 2003).  Al "devenir" deleuziano Haraway le agrega el "devenir con" otros –humanos y no humanos, orgánicos y maquínicos–, como un modelo próspero de relaciones efectivas de hibridación, cohabitación e interdependencia con el otro.  Un "manifiesto", dice Haraway, vuelve algo manifiesto, y el suyo quiere hacer ver cómo la consideración seria de las relaciones del hombre y el perro (en términos de co-evolución, raza, entrenamiento y lazos recíprocos) puede alumbrar una ética y una política comprometida con el florecimiento de una otredad significativa.

La opacidad y complejidad de los fenómenos que han transformado el mundo en las últimas décadas, en cualquier caso, nublan la imaginación del futuro. Pero si algo me recordó la obra de Goya es que cabe a la imaginación artística correr el velo y atisbar configuraciones todavía inaccesibles a otros lenguajes. El arte, por definición, vuelve visible lo que no se ve y se vuelve político en el develamiento. Pero lo mueve ahora un apremio mayor que magnifica la empresa, una urgencia cosmopolítica.

 

LO QUE NO SE VE

Desde las consideraciones sobre la centralidad de la visión del perspectivismo cartesiano en el arte del Renacimiento hasta el descrédito de la visión en el pensamiento y el arte francés del siglo XX, la reflexión sobre la visión es sin duda uno de los pilares de la estética (Jay: 2008). El arte da a ver casi por definición, pero esa potencialidad se trastoca francamente en la modernidad. "El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible", escribe Paul Klee en el comienzo de su "Confesión creativa" de 1920, condensación clara de un presupuesto típicamente moderno: el arte no es un mero espejo, un reflejo, sino que crea lo que vemos (Klee: 1999). Un concepto clave de los formalistas rusos –el extrañamiento (ostranenie)– lo formula de otro modo: el arte extraña la visión cristalizada por la costumbre, le devuelve significado y energía a los signos agotados por el hábito. Pero es sin duda el ready-made duchampiano el responsable de una mutación radical del lugar de la visión en el arte moderno y contemporáneo. El desprecio explícito de Duchamp por el arte meramente retinal y su batalla por dar preeminencia a la cosa mentale florecen durante la segunda mitad del siglo XX en el arte pop, el minimalismo, el arte conceptual y la crítica institucional.

Acercándonos al presente, la respuesta a la pregunta por lo visible y lo invisible en el arte y en el mundo podría facetarse con una iluminación oportuna de Giorgio Agamben. En un ensayo extraordinario, Agamben se pregunta “¿Qué es lo contemporáneo?”  y, con una paradoja que abreva en Nietzsche, asegura que lo contemporáneo es lo intempestivo, lo que en algún sentido está fuera de su tiempo y presenta una desconexión, un desfase (Agamben: 2010). Pertenece por lo tanto a su tiempo aquel que no coincide a la perfección con él, aquel que puede mirarlo con cierta distancia, extrañarlo con la mirada. Contemporáneo, dice Agamben, es el que mantiene fija la mirada en su tiempo para percibir no sólo sus luces sino su oscuridad. Y la oscuridad, nos explica en un sutil rodeo por la neurofisiología, desinhibe unas ciertas células –las off-cells–, que entran en actividad cuando desaparece la luz. La percepción de la oscuridad no es entonces una percepción pasiva, sino que es producto de una actividad: el artista verdaderamente contemporáneo no solo ve las luces de su tiempo (lo inmediatamente visible), sino también la oscuridad del presente que no se percibe sino con una actividad. La oscuridad de las pinturas negrísimas de Goya, si vamos al caso, podría ser una ilustración literal y exacerbada del argumento.

Pero subyace a cualquier reflexión sobre lo que el arte desvela la discusión sobre lo real, una cuestión siempre contenciosa, no solo para la estética sino también para la filosofía, el psicoanálisis y la teoría social, muy oportunamente reconsiderada en un ensayo reciente de Hal Foster, "Alternative Fictions" (Foster: 2017). Lo real no desapareció como se rumorea, asegura Foster, pero ya no se trata de discutir su presencia sino su posición, una suerte de neo-brechtianismo en el arte contemporáneo que postula a partir de una célebre cita de Brecht. "Una simple réplica de la realidad", escribe Brecht citado por Benjamin, "no dice casi nada sobre la realidad. Una foto de las fábricas Krupp o de la AEG (Compañía Alemana de Electricidad) no nos dice casi nada sobre esas instituciones... hay que construir algo, algo artificial, fabricado.” Y en la estela de Brecht y Benjamin, señala Foster, pasamos hoy de la deconstrucción de lo real a la reconstrucción o la composición, una vez que mucho de lo real está deliberadamente oculto en actos criminales o catastróficos parcial o totalmente bloqueados a la visión –guerras secretas, genocidios, desastres ambientales, ocupaciones territoriales, ataques con drones, etc.–, y por lo tanto se vuelve esencial reconstruirlo, desocultarlo, mediante procesos de materialización y mediatización. Hay historiadores de la ciencia  que argumentan ya que la “agnotología” –el análisis de cómo no conocemos o cómo se nos impide conocer– es hoy un complemento necesario a la epistemología.[1]

 

EL ANTROPOCENO COMO HASHTAG

Pero volvamos un poco atrás y démosle nombres concretos a esas amenazas vagas coincidentemente opacas que se ciernen sobre la humanidad y el planeta. Por un lado, la crisis ecológica y la perspectiva ominosa de un fin que se invisibiliza en la escala, la complejidad y la larga duración de los procesos, pero también en el negacionismo de un capitalismo voraz que fuga hacia adelante y no repara en daños. Por otro, una inmersión cada vez más acentuada en una red creciente de flujos de información y sofisticados algoritmos que no sólo circulan en cajas negras insondables, sino que se ha naturalizado en la vida cotidiana al punto de invisibilizarse.

El lento, tardío y no demasiado exitoso proceso de visibilización de la primera gran amenaza, el calentamiento global, tiene un nombre que se ha popularizado en los últimos años como una especie de hashtag: el Antropoceno. Recapitulemos brevemente: en febrero de 2000 el químico holandés Paul Crutzen sugirió que tal vez ya no vivamos en la era geológica que vio nacer a la cultura humana, el Holoceno, sino en una nueva era, el Antropoceno, en la que la humanidad se ha convertido en una fuerza geológica que rivaliza en potencia con las fuerzas naturales, con un poder de devastación que equivale o supera al de los terremotos, los volcanes o la tectónica de placas. Agente principal del movimiento de grandes bloques de materia en las metrópolis que tapizan el globo, la alteración de los ciclos del carbón, la deforestación, la erosión, la extinción de especies y sobre todo la mineralización de la atmósfera, el hombre ha conseguido borrar la distinción entre lo natural y lo humano con cambios cada vez más acelerados que amenazan su supervivencia en el planeta.

Pero ese argumento que parecía destinado a permanecer en el discurso hermético de institutos científicos empezó a tener ecos bastante más amplios, y el nombre de un período geo-histórico se fue convirtiendo en un concepto filosófico, antropológico y cosmopolítico. Bajo esa aparente neutralidad científica, la discusión sobre una nueva era geológica trajo un mensaje de urgencia moral y política: hay un agente responsable del cambio climático y la novedad es que ese agente es el hombre, responsable del crecimiento ciego del capitalismo. Dos de los pensadores más consecuentes en los debates abiertos por el Antropoceno, Isabelle Stengers y Bruno Latour, nos alertan sobre la creciente desconexión entre la escala de los fenómenos que la marcha del progreso ha desatado y las posibles respuestas. El hombre ya no se siente empequeñecido frente a las fuerzas inconmensurables de la naturaleza –una desconexión que desde el siglo XIX reconocemos como el sentimiento de lo sublime– sino frente a una naturaleza "posnatural", moldeada por los excesos del propio hombre en tratos con el planeta. "Lo sublime", escribe Bruno Latour en "Esperando a Gaia", "se ha evaporado cuando ya no se nos considera humanos endebles dominados por la naturaleza sino, por el contrario, un gigante colectivo que, si se mide en terawatts, ha crecido tanto como para convertirse en la principal fuerza geológica de las que modelan la Tierra" (Latour: 2012, p.68).

Cierto que la imaginación apocalíptica no nació en el siglo XXI, pero la amenaza de la crisis climática es menos espectacular que las del siglo pasado, tiene un origen más paradojal y un haz de consecuencias más complejo, que sólo el análisis científico y el poder político global pueden dimensionar y enfrentar a escala planetaria, según la "responsabilidad común y diferenciada" que resulta de la evolución de la especie y la historia del capitalismo, como sugiere el historiador indio, Dipesh Chakrabarty (2009). Los acuerdos globales para reducir las emisiones de gases son insuficientes y aún los acuerdos insuficientes se frustran. Ni siquiera la escalada de catástrofes naturales que en gran medida tienen un origen antrópico parecen haber alterado el negacionismo de los grandes poderes y consorcios. "El destino ya no es la política a secas", resume Peter Sloterdijk, "sino la política climática" (Sloterdijk: 2004, p.308).

Bruno Latour afina el foco sobre la complejidad de la discusión sobre el Antropoceno con una reflexión sobre el punto de vista que ilustra con un cuadro de Caspar Friedrich (Latour: 2017). Con una curiosa distorsión del punto de vista, Friedrich pinta en El gran coto o La gran reserva (1832) un paisaje de los alrededores de Dresde con un río al frente, pero a la vez adopta un punto de mira elevado, como el de los astronautas cuando fotografiaron el globo, que deja imaginar la curvatura de la tierra y transforma totalmente la perspectiva del río y sus meandros. La distorsión se capta mejor frente a la versión de un grabador contemporáneo de Friedrich que rectificó el punto de vista imposible para volverlo más razonable. "No ha conseguido otra cosa que arruinar todo el efecto" (Latour: 2017, p. 249), porque es precisamente con esa distorsión que Friedrich hizo por motivos que desconocemos, que la imagen permite pensar en la mirada que exige el Antropoceno: ni excesivamente terrenal con los pies en el agua a la orilla del río, ni francamente global como la visión de un demiurgo. La sagacidad del cuadro, argumenta, es señalar la inestabilidad de cualquier punto de vista: la Tierra no puede ser captada como un todo razonable y coherente, acumulando escalas locales y globales, ni tampoco podemos conformarnos con un pequeño coto cerrado.

 

"Las alarmas han sonado", concluye Latour, "y nosotros las hemos desconectado una por una. Hemos abierto los ojos, hemos visto, hemos sabido: ¡volvimos a cerrar los ojos bien apretados!" (Latour: 2017, p.24). La perspectiva de la filósofa e historiadora de las ciencias belga Isabelle Stengers en el prólogo de 2015 a la traducción al inglés de su En tiempos de catástrofes es aún más desesperanzada: los gobiernos siguen proclamando sus buenas intenciones pero ha triunfado el realismo, y cualquier medida que frene la libre dinámica del mercado y atente contra el derecho de las petroleras multinacionales y la especulación financiera a transformar cualquier coyuntura en una fuente de beneficios, será tachada de irrealista. "Pertenezco a una generación", escribe, "que será la más odiada en la memoria humana, la generación que "sabía" pero no hizo nada o hizo muy poco (cambió las lamparitas, clasificó la basura, cambió el auto por la bicicleta)" (Stenger: 2015, p.3).

 

Como queda claro en las reflexiones de Sloterdijk, Latour, Stengers, y de muchos otros pensadores contemporáneos, en el discurso de la política, de la economía e incluso a veces en el de las ciencias sociales, reina un realismo craso, incapaz de imaginar el futuro. Pero es precisamente en el arte, donde esa noción empobrecida del realismo está menos a gusto, aún en el arte que no tiene vocación política, pero se vuelve político cuando revela los límites de la imaginación, y vuelve realistas fantasías a primera vista impracticables. No sorprende entonces que en el nuevo siglo el arte se haya vuelto sensible al debate abierto en torno al Antropoceno (y la documental 13 de Kassel fue en gran medida un catalizador y un propulsor de esa sintonía), que haya intentado una nueva forma de diálogo con los objetos y con otras formas de vida, y que haya sido capaz de naturalizar las relaciones entre distintos saberes, cruzar barreras epistemológicas y componer un diálogo, sin que ninguna disciplina oficie de árbitro final respecto de las otras.

Promoviendo esos cruces disciplinarios y en una nueva derivación del ready- made, el arte puede presentar incluso pruebas concretas, materiales y visibles, de la acción del hombre en el planeta, como en el caso del "plastiglomerado", un neologismo que nombra una nueva clase de piedras en las que se han fusionado materiales naturales y plástico por obra del fuego, y podrían convertirse en un marcador global del Antropoceno. Una geóloga, Patricia Korkoran, y una artista canadiense, Kelly Jazvac, descubrieron e investigaron esta sustancia única que no es manufacturada industrialmente ni creada geológicamente, y se presenta como un indicador irrefutable del impacto del hombre en el mundo. Si como señalaba Barthes en sus "Mitologías" el plástico nació con un gran potencial utópico y democratizador, lo ha perdido con su hiperabundancia (la producción del plástico se quintuplicó desde los años 70) y se ha convertido en prueba contundente de las tres Cs del mundo administrado –capitalismo, colonialismo, consumo–, sinónimo de lo inauténtico y confirmación del cinismo bio-cultural (Kirsty: 2016). Podríamos tomarlo como una sinécdoque, una prueba material visible de esta tensión entre opacidad y visibilidad de los fenómenos en el arte del siglo XXI. Porque, aunque la gran mancha de basura del Pacífico (millones y millones de pequeñas partículas de plástico reunidas por las corrientes marítimas) es invisible al ojo humano, estos residuos de plástico combinados con arena que llegan a una playa de Hawái, Kamilo Beach, se vuelven visibles, convertidos en plastiglomerado. La artista Kelly Jazvac las ha expuesto como un tipo muy particular de ready- made, una obra de la tierra en la que los humanos son coautores anónimos, un obra performática del Antropoceno.

 

ARTE, HIPEROBJETOS Y PROYECTOS INTERDISCIPLINARIOS

Los “hiperobjetos” del siglo XXI  (así los llama el filósofo Timothy Morton) comportan fenómenos que, desde la perspectiva abierta por el debate en torno al Antropoceno, “involucran una temporalidad radicalmente distinta de las temporalidades a escala humana” (Morton: 2018, p.15). No sorprende entonces que, en franca sintonía con el desafío estético que ofrecen, también los artistas latinoamericanos hayan encontrado formas de figurar la escala del descalabro. La escasa fe en el progreso de una modernidad nunca alcanzada los ha hecho quizás más sensibles a la entropía, a la tensión entre el mundo natural y la cultura que lo transforma, y a las constelaciones de restos. Una serie de obras recientes de artistas argentinos puede ilustrar la variedad del espectro.

Entre las reversiones más insospechadas del ready- made deberíamos incluir sin duda los proyectos de Guillermo Faivovich & Nicolás Goldberg, que llevan más de una década sondeando el misterio de una lluvia de meteoritos que aterrizaron hace cuatro mil años en "Campo del Cielo". Así llamaron los nativos a la franja del Chaco argentino en que se dispersó el asteroide, sin imaginar que el rapto poético en lengua guaycurú prologaría empresas estéticas más ambiciosas. Porque desde el primer encuentro con El Chaco, el segundo mayor meteorito desplomado en el planeta, F & G vienen desempolvando archivos, desandando rutas provinciales y tramando redes con centros astronómicos de todas las latitudes, para ahondar en el misterio de esas “piezas escultóricas” labradas por millones de años de viajes siderales y aterrizajes forzosos. No sólo reunieron en Frankfurt las dos mitades de otro meteorito, El Taco, separadas durante cuarenta y cinco años de intrigas patrimoniales, sino que intentaron transportar El Chaco a Kassel para exhibirlo durante la dOCUMENTA 13, un viaje descarriado que sin embargo inspiró un rocambolesco folletín histórico, institucional, mediático y político. De la investigación geológica a la ingeniería institucional, de la instalación a la microfotografía, el inclasificable proyecto de F & G quiere volver visible lo que estaba oculto, pero no tiene medio específico. Expande las posibilidades del arte de lo "ya hecho", alentando la elocuencia de lo "no hecho", o haciendo por su propia cuenta "lo que debería ser hecho”. Tal el caso de una obra reciente, Decomiso (2017).

Después de largas gestiones con la Fiscalía de Estado de Santiago del Estero, F & G, convertidos en auxiliares de la justicia, orquestaron durante tres días de mayo de 2016 la indexación de 410 meteoritos decomisados dos años antes a punto de ser contrabandeados, y arrumbados desde entonces en la Fiscalía. Un video revela los insólitos protocolos del operativo, improvisado en el despacho y el patio de la repartición, al ritmo de una banda sonora de zambas que cantan los lugareños para celebrar la proeza: 3500 kg de rocas cósmicas pacientemente transportadas, cepilladas, pesadas, catalogadas y fotografiadas, con la ayuda de todo el personal de la Fiscalía. Basta cotejar la precariedad del local santiagueño con los laboratorios asépticos y ultra-tecnológicos del Smithsonian Institution que asesoró a F & G en el proceso, para calibrar la audacia de la empresa. De escombro indiferenciado y prueba de un delito a parque meteórico alineado en el patio y serie fotográfica de las rocas cósmicas en tamaño real, las piezas ganaron identidad y señas particulares, prueba clara de una atención generosa al mundo inanimado. Convirtiendo a esos cuerpos celestes en “ready-mades cósmicos”, Faivovich & Goldberg invitan a redimensionar el tiempo del hombre frente a esos testigos mudos de cuatro mil años de historia del planeta, burlando incluso los cánones duchampianos del ready-made con un objeto único, escultórico y extraterrestre. Por medio de una audaz ingeniería institucional desvelan a la vez tramas ocultas y, en plena era del flujo espectral de las imágenes virtuales, nos recuerdan cuánto importa la materia.

También la obra de Tomás Saraceno alienta un diálogo no jerárquico entre ciencia, teoría social y arte, en singularísimos proyectos interdisciplinarios. Como su precursor Buckminster Fuller, Saraceno es un activista del futuro, pero sobre todo un cazador de buenas metáforas que desafían el antropocentrismo imperante, e invitan a la reflexión sobre el pensamiento en red y la cohabitación del hombre con otras especies. Las arañas, de hecho, eran las indiscutidas coautoras de Cómo atrapar el mundo en una telaraña, la insólita obra instalada en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires en 2017, y el resultado, una versión inédita del "ready-made asistido". Saraceno alojó unas 7000 arañas de una subespecie que crea colonias particularmente cooperativas para que durante seis meses tejieran sus redes en la sala y, una vez devueltas a su lugar de origen, ofrecieran una muestra visible de la sabiduría práctica con que la especie ha sobrevivido en el planeta 140 millones de años: juntas pueden montarse en la brisa para desplegar hilos estructurales de más de diez metros, tejer sus fibras de seda delgadas como una millonésima del espacio que dominan, capturar una presa de mayor tamaño y guiarse por las vibraciones en la red de sus hermanas. En otra sala oscura, los movimientos de una Nephila clavipes que tejía su tela en vivo, una lluvia de polvo cósmico que se agitaba en el aire, y el ir y venir de los visitantes se traducían en un jam session de sonidos amplificados y una imagen espectral del polvo, danzando en una pantalla al ritmo de la insólita orquesta electrónica de cámara. El dispositivo era complejo, pero la sinestesia del conjunto activaba todos los sentidos y convertía la metáfora en un llamado: "Atienda, espectador. Mire. Escuche. ¿Oyó bien? Somos parte de una red tendida en un delicado equilibrio que es como una música infinitamente variable. Dura. Pero el concierto podría acallarse."

Casi toda la obra de Adrián Villar Rojas también podría pensarse en esta línea, como un modo de volver visible un futuro distópico, invisibilizado por un abrumador presentismo. Pero basta pensar en la gran instalación que presentó en la nueva Serpentine Gallery de Londres en 2013, Today We Reboot the Planet, para comprobar la eficacia de sus experimentos con la materia. Una enorme elefanta hecha de arcilla cruda y cemento embestía un bastión imperial británico de Kensington Gardens, en el que Villar Rojas había construido una especie de arca de Noé de la cultura del siglo XXI en ruinas. La arcilla cruda crea figuras que envejecen y se craquelan al instante, una gran invención formal que consigue enloquecer la flecha del tiempo y ofrecer una ficción prospectiva, un teatro verosímil del futuro que ya es pasado, como una respuesta póstuma de la naturaleza a los afanes imperiales de conquista. La obra invitaba al espectador a recorrer el futuro fosilizado del Antropoceno después de los errores fatales de nuestro tiempo, y también a "reiniciar" (reboot) el planeta, como se "reinicia" una computadora después de un fallo. A menudo se señala la ambición monumental de las obras de Villar Rojas, pero la escala –recordemos la reflexión de Latour en torno la distancia entre la escala de los fenómenos y nuestras preocupaciones cotidianas– no es un detalle menor sino uno de los pilares de la obra para figurar un “hiperobjeto”. 

   También Eduardo Navarro ha encontrado formas muy personales de darnos a ver lo que no vemos y al mismo tiempo crear experiencias estéticas perturbadoramente nuevas. Durante los últimos años, no sólo ha concebido formas performáticas de desnaturalizar nuestra experiencia del tiempo y confrontarla con las de otras especies, sino que ha creado insólitos dispositivos que extrañan la mirada literalmente e invitan a reconsiderar nuestra relación con el mundo y el cosmos. Sucede en Timeless Alex la performance que Navarro presentó en la Tercera Trienal del New Museum de Nueva York en 2015, con la que se propuso habitar el tiempo atemporal de la tortuga, ser tortuga en un experimento vital y estético. Para llevar a cabo la insólita empresa, ideó un dispositivo, no un disfraz con el que representar a una tortuga sino una estructura símil-tortuga con que forzar al cuerpo a adoptar su posición, su perspectiva y su ritmo. En obras más recientes concibió una serie de ingeniosos instrumentos ópticos que permiten invertir metafóricamente la direccionalidad de las relaciones con la naturaleza mediante espejos, como en Instructions from the Sky (2016), en que las nubes del cielo se convierten en coreógrafas de los movimientos de bailarinas que espejan sus movimientos, o hacer posible la visión de lo que no miramos, como en We Who Spin Around You (2016) que, mediante unas máscaras especialmente diseñadas y conferencias de astrofísicos in situ (la obra fue ideada para el High Line neoyorquino), invitaba a mirar el sol y a reconsiderar nuestro lugar en el cosmos. Pero es quizás Sound Mirror (2016), creada para la 32 Bienal de San Pablo, la obra que con mayor eficacia conceptual, agudeza retórica y humor materializa la urgencia cosmopolítica en una metáfora potente. "Lo que no se ve" se vuelve aquí "lo que no se escucha", el virtual reflejo óptico es el "espejo sonoro" del título, y el tamaño del dispositivo cumple en recordarnos la escala del desafío. Navarro instaló una suerte de instrumento musical sui generis sobre la copa de una palmera para que en lugar de que antropocéntricamente le "hablemos a las plantas" –nuestra clásica forma de imaginar un contacto con el mundo vegetal–  podamos "escuchar" a las palmeras desde dentro del museo, con la banda sonora de la ciudad de San Pablo de fondo. La palmera y el hombre así conectados, si se quiere, figuran la "ontología plana" a la que aspiran los filósofos del realismo especulativo.

Como se desprende de esta breve serie de obras de artistas argentinos que sin duda podríamos ampliar con el arte del continente, el gran formato es a menudo una primera reacción formal de mucho arte contemporáneo a la dimensión de las transformaciones que estamos considerando. Pero la escala también puede ser reducida como en la obra de Liliana Porter, que podría cerrar la serie como una especie de coda. Reconstruir el mundo en el espacio del arte con una serie de objetos menudos, convertirlo en un lugar de acogimiento de lo diverso, hospitalario y utópico, es el impulso que anima toda la obra de Porter desde sus comienzos, pero sobre todo las “situaciones” que crea y retrata desde los noventa, pobladas por una colección de figuras que fue recolectando en ferias y mercados de todas las latitudes. Solo a primera vista, sin embargo, las figuras de sus "situaciones" son simples juguetes o adornos. Cosecha paciente de sus recorridos por ferias populares, tiendas de aeropuertos, garage-sales y mercados de pulgas, los elegidos de Porter tienen algunas señas particulares que los hacen únicos, a pesar de su deslucida naturaleza de copias. A menudo tienen una doble vida y son también saleros, lámparas, perfumeros, casca-nueces, floreros o abre-botellas, de preferencia de los años 40 ó 50, figuras humanas o animales con una expresión particular en la mirada, por la que parecen desconcertadas cuando se encuentran con otras que no corresponden a su tiempo, ni a su cultura, ni a su especie, y con las que sin embargo “dialogan”. Porter las dispone en una especie de set bien iluminado y desnudo, sin ninguna referencia contextual más que las que traen a cuestas, y en ese limbo atemporal son invitadas a intimar con otras de otras especies, otros tiempos, otras geografías, otras culturas, e incluso de otra naturaleza semiótica. El realismo crudo de los objetos tridimensionales o el documentalismo de las fotos garantizan la “verdad” de lo que sucede y el espectador es llamado a dar por cierto el encuentro e imaginar el resto.

No faltan en las escenas las tragedias, los daños y las catástrofes, pero el paisaje de Porter es el de un mundo auspiciosamente reconciliado. Teatro sintético de las diferencias ─naturales, culturales, históricas y hasta ideológicas─, muestra sin embargo que las divergencias y los contrastes ocultan a menudo las analogías y las semejanzas, sin borrar por eso la mutua impenetrabilidad que conserva lo diverso. La banalidad y el prosaísmo de las figuras las vuelve impropias y por eso mismo inesperadamente adecuadas para el contrabando metafísico, actores fortuitos de una poética de la relación que deja ver lo uno y lo múltiple, la variedad inagotable de lo diverso preservado de la asimilación que lo disuelve, alumbrado en la red caótica de las relaciones.

Gran teatro de la hospitalidad incondicional, la obra de Porter da lugar al Otro absoluto, lo acoge sin formular preguntas, transgrede umbrales y fronteras, hasta crear un "sin lugar" utópico, una geografía posible de la proximidad y la intimidad que no solo reúne lo que la historia, los Estados y las ideologías separan, sino también reconcilia al hombre con otras especies en un intercambio de dones silencioso en que el lenguaje momentáneamente se acalla (Derrida y Dufourmantelle: 2014). Porque si el Otro, el extranjero, debe solicitar la hospitalidad en una lengua que no es la suya ("primera violencia: la traducción") (Derrida y Dufourmantelle: 2014, p.21), en los encuentros insólitos de Porter, en los diálogos mudos, en las breves secuencias de video musicalizadas, el lenguaje se ausenta y opera otra modalidad de la palabra, que conserva las disimetrías y al mismo tiempo las disuelve. Sucede no sólo en el micromundo de su obra, construido pacientemente con una gran variedad de lenguajes y medios artísticos, sino en el de cada una de sus "situaciones" en las que reina un implícito "Ven" "entra" "sí", "quienquiera que seas, cualesquiera que sean tu nombre, tu lengua, tu sexo, tu especie, seas humano, animal o divino" (Derrida y Dufourmantelle: 2014, p.137). Nada más lejano a ese diálogo hospitalario de los diferentes que un mundo que refuerza día a día sus fronteras, multiplica las preguntas con que se interroga al extranjero, lo discrimina según su nombre, su religión o su lengua.  Y nada más lejano al antropocentrismo ciego a la catástrofe en cámara lenta que el hombre mismo desencadenó en la naturaleza. Cierto que, como razona Derrida, mientras que el animal solo ofrece hospitalidad a su propia especie, lo propio del hombre es "abrir la hospitalidad a los animales, a las plantas... y a los dioses" (Derrida y Dufourmantelle: 2014, p.132), pero está visto que la humanidad no ha reparado en daños al resto de las especies en nombre de su crecimiento desbocado y su progreso.

Dar a ver, extrañar, volver a mirar las cosas, correr el velo que las opaca, a eso aspira el arte desde hace al menos dos siglos. Pero se enfrenta ahora a la inminencia de algo invisible o nunca visto, a veces ominoso, a veces falaz, a veces vago como el cielo ocre con tintes dorados de Goya, que lo sacude o lo apremia, como si sin decirlo lo alertara de que hay mucho en juego, y que mañana puede ser tarde, si es que ya no atravesamos el punto de no retorno.

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

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[1] Hal Foster refiere al trabajo de los historiadores de la ciencia Robert N. Proctor y Jimena Canales en “Real Fictions: Alternatives to Alternative Facts” op. cit.