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Revista Internacional de Filosofía Iberoamericana y Teoría Social

Universidad del Zulia, Maracaibo, Venezuela Facultad de Ciencias Económicas y Sociales

Centro de Estudios Sociológicos y Antropológicos (CESA)


AÑO 23, n°80

Enero - Marzo

2 0 1 8


ESTUDIOS

UTOPÍA Y PRAXIS LATINOAMERICANA. AÑO: 23, n°. 80 (ENERO-MARZO), 2018, PP.17-41 REVISTA INTERNACIONAL DE FILOSOFÍA Y TEORÍA SOCIAL

CESA-FCES-UNIVERSIDAD DEL ZULIA. MARACAIBO-VENEZUELA. ISSN 1315-5216 / ISSN-e: 2477-9555


Figuras del malestar civilizacional como génesis autófaga.


Figures of Civilizational Malaise as Autophagic Génesis.

Luis SÁEZ RUEDA.

Universidad de Granada, España.


Resumen


El autor sostiene que la civilización occidental se encuentra en un ocaso productor de malestar. Comprende la civilización como un dinamismo auto-generador con dos caras en tensión: la cultural y la sociopolítica. La crisis occidental es caracterizada como el fenómeno por el cual la génesis se vuelve contra sí misma, dando lugar a fenómenos como la “administración del vacío”, la “ficcionalización del mundo”, la “negatividad reactiva” o la “infatuación identitaria”, entre otros. El autor parte de investigaciones ya comenzadas que comprenden el ser como “ser errático” y pretende profundizarlas y ampliarlas.

Palabras clave: Génesis; nihilismo; ser errático; malestar en la cultura.

Abstract


The author argues that Western civilization is in a decline producing malaise. It understands civilization as a self-generating dynamism with two faces in tension: the cultural and the sociopolitical. The Western crisis is characterized as the phenomenon by which the genesis turns against itself, causing phenomena such as the “administration of vacuum”, “fictionalization of the world”, “reactive negativity” or “identity infatuation”, among others. The author starts from research already begun that understands being as “erratic” and pretends to deepen and expand them.

Keywords: Genesis; nihilism; erratic being; malaise in culture.


Recibido: 04-10-2017 ● Aceptado: 16-12-2017


INTRODUCCIÓN. OCCIDENTE EN OCASO Y MALESTAR

Prácticamente toda la filosofía del siglo XX ha realizado, en lenguajes y juegos conceptuales diversos, un diagnóstico desolador del presente. Occidente atraviesa una crisis que afecta a la totalidad de su auto-comprensión y de su deriva. Al expresar que el desierto crece, F. Nietzsche se refería al nihilismo negativo o reactivo como clave de decadencia y advirtiendo de ello a los dos siglos siguientes1. La decadencia aquí anunciada ha sido expresada de muchos modos: “naturalización de la conciencia” y desarraigo respecto al mundo de la vida (Husserl), “olvido del ser” en la era de la técnica (Heidegger), dominio de la razón estratégico-instrumental en una “sociedad completamente administrada” (Escuela de Fráncfort), dominio biopolítico (M. Foucault), etc. Es necesario tomarse en serio estos diagnósticos, pues no podríamos pensar nuestro hoy más próximo sin entrar adecuadamente es ese círculo hermenéutico del que hablaba H.-G. Gadamer y que implica partir, para aprehendernos, de la escucha de la cosa misma que vibra en el pasado.

Lanzar una mirada de este tipo a la actualidad no significa, en modo alguno, recaer en un pesimismo impenitente, en un catastrofismo, pues no se trata de constatar un destino inexorable. “Crisis” procede el griego Krisis, decisión (de Krino, separar). Significa tanto un desfallecimiento como el momento de decisión para un posible renacer fortalecido. Indagar nuestra noche occidental no sólo es tarea necesaria para una comprensión lúcida y realista del presente, sino el medio más pertinente y profundo para que aparezcan luces de aurora en el advenir.

La crisis no es, directamente, la enfermedad y el malestar. Es el agente patógeno de procesos de superficie que pueden ser calificados de enfermos y de inductores de malestar. En tal caso, se abre para nuestro escenario filosófico un complejo problema: el de entender lo enfermizo más allá de la esfera individual (aunque la tenga en cuenta), es decir, en la forma de un fenómeno trans-individual. Para el malestar en la cultura hay que decir otro tanto. S. Freud lo captó muy bien cuando, advirtiendo sobre la venida de éste, señaló que sus análisis eran precarios, porque proyectaban categorías del psiquismo individual en el colectivo, confiando en que el futuro mejoraría, en este sentido, sus vaticinios2.

En el presente trabajo defendemos que, en efecto, nos encontramos en una época de crisis de carácter ontológico, agente patógeno de “patologías de civilización” y de su concomitante malestar en la cultura. Para ello partimos de investigaciones ya realizadas y en curso, con el fin de profundizarlas y ampliarlas. La crisis, sus patologías y el malestar son interpretados como un fenómeno por el cual el caudal creativo y productivamente enriquecedor de nuestro mundo civilizacional se vuelve contra sí mismo de un modo inmanente, dando lugar a devenires cuya textura es la de una génesis autófaga de mundo. La explicitación de esta tesis tiene lugar en dos pasos. En primer lugar, comprendiendo el ser, en cuanto tal, como ser errático, nos aproximamos a esta figura de la crisis intentando perfilarla como contra-génesis (1). En un segundo momento aplicamos tal concepción al ser de lo civilizacional, lo que nos permitirá completar tal figura como génesis autófaga (2). En el decurso, distinguiremos tal génesis


1 “El desierto crece. ¡Ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!” (Nietzsche: 1972, p. 413). “Lo que voy a relatar es la historia de los dos siglos que se aproximan. Y describo lo que viene, lo que no tiene más remedio que venir: ‘la irrupción del nihilismo’. Esta historia ya puede ser relatada, pues la necesidad misma entra aquí en acción. [...] Nuestra cultura europea se agita, desde hace largo tiempo, bajo una presión angustiosa, que crece cada diez años, como si quisiera desencadenar una catástrofe” (Nietzsche: 1932).

2 “Si la evolución de la cultura tiene tan trascendentes analogías con la del individuo, y si emplea los mismos recursos que ésta,

¿acaso no estará justificado el diagnóstico de que muchas culturas (o épocas culturales, y quizá aun la humanidad entera) se habrían tornado ‘neuróticas’ bajo la presión de las ambiciones culturales? La investigación analítica de estas neurosis bien podría conducir a planes terapéuticos de gran interés práctico, y en modo alguno me atrevería a sostener que semejante tentativa de transferir el psicoanálisis a la comunidad cultural sea insensata o esté condenada a la esterilidad. No obstante, habría que proceder con gran prudencia, sin olvidar que se trata únicamente de analogías […] Pese a todas estas dificultades, podemos esperar que algún día alguien se atreva a emprender semejante patología de las comunidades culturales” (Freud: 1974, p. 3066).


(en cuanto textura de la crisis y agente patógeno) de las enfermedades o patologías de civilización, que son su expresión, acompañadas por un malestar generalizado y clandestino en la colectividad.


  1. EL PROBLEMA DE LA “GÉNESIS” EXISTENCIAL Y SU CONSIDERACIÓN DESDE LA CONCEPCIÓN DEL SER COMO “ERRÁTICO”

    La crisis de Occidente, su ocaso en el sentido explicitado, se funda, a nuestro juicio, en una génesis autófaga del ser, considerado como ser errático. La aclaración de este punto de vista nos obliga, primero, a explicitar qué significa “ser errático” (1.1.), para, en base a ello, intentar mostrar de qué modo éste, en se depotencia en la actualidad en la forma de una retro-tracción auto-destructiva, es decir, por medio de una contra-génesis. La administración del vacío y la ficcionalización del mundo, como fenómenos complementarios, son las figuras más destacadas de tal contra-génesis y fuente de procesos enfermizos acompañados por un malestar trans-subjetivo (1.2.). Intentamos con ello profundizar y ampliar investigaciones parciales ya realizadas o en curso que nos parecen insuficientes en su perfil y resultados.


    1. SER ERRÁTICO EN CUANTO TENSIÓN CÉNTRICO-EXCÉNTRICA, “CONSTITUYENTE DE MUNDO” Y “AUTO-GÉNESIS CREADORA”

      Con el concepto de ser errático hemos intentado aportar una interpretación de la “condición humana” (Sáez Rueda: 2009a, especialmente cap. 4 y 5). Sin embargo, es necesario precisar que, con ello, no se está partiendo de una antropología, sino de una ontología, algo que hemos dejado insuficientemente aclarado hasta ahora. Es el ser mismo el que posee tal textura, en la medida en que, como se verá, no sólo abre en su venir-a-presencia un mundo de sentido habitable, sino, al unísono, una herida en el habitar que lo transfigura en un ser-extraditado en y por el habitar mismo. El “hombre” participa de tal textura en virtud de su pertenencia al acontecimiento del ser. Es fácil advertir, desde este punto de partida, que la noción se fragua en discusión con M. Heidegger. De modo más explícito, implica, en un primer momento, un posicionamiento “con-contra-Heidegger”.

      En el universo del pensar heideggeriano el habitar cobra una relevancia central. Es, nos decía en Ser y Tiempo, el modo fundamental en que el hombre existe, como ser-en-el-mundo. No estamos, los seres humanos, en el mundo como el agua en el vaso; pertenecemos a él ingresando en un contexto de sentido aprehensible, en cuya esfera experimentamos el ser familiarizado con nosotros y con el ente (Heidegger: 1967, §12, pp. 66-67). Esta centralidad del habitar persiste en la Kehre, pues la diferencia óntico-ontológica es, en cualquier caso, tanto el ad-venir del ser como la apertura de un horizonte de sentido que reclama desde sí su carácter de morada para el hombre3. Siguiendo, por el momento, al alemán, cabe señalar que el habitar sólo es comprensible en cuanto lúcido ser en lo abierto en la medida en que el hombre está transido, de raíz, por el extrañamiento. Ese ejercicio, en efecto, de experiencia en la angustia al que nos invitaba en “¿Qué es metafísica?” desemboza la extrañeza, la perplejidad, en la que se encuentra el ser humano en el seno del ser (¿por qué el ser y no más bien la nada?), posición interrogante que convierte a todo hogar o morada precisamente en un espacio significativo, trazado por el sentido: nos permite esa experiencia, “maravilla de las maravillas” de que lo ente es (Heidegger: 2000a,

      p. 254). Pues bien, la problematicidad del planteamiento heideggeriano reside, a nuestro juicio, en que no conduce a sus radicales consecuencias el nexo entre habitar y extrañamiento. Este último explica que el primero no sea ciego, que esté embargado por la luminosidad de la aprehensión de sentido.


      1. Esta copertenencia ser-hombre en el habitar puede ser rastreada en toda la obra heideggeriana. Valga aquí recordar, sólo como botón de muestra, cómo reconduce el autor al habitar incluso lo aparentemente más alejado de él, el construir, pues éste, en su sentido originario “dice al mismo tiempo hasta dónde llega la esencia del habitar” (Heidegger: 2001a, p. 108).


        Pero tendría que implicar, al mismo tiempo y más allá de Heidegger, que el habitar está herido, desde su propia interioridad, por un desgarramiento. El extrañamiento, nos parece, porta no sólo un poder de recogimiento fulgente, tendente a la incardinación en la “centricidad” de un albergue habitable, sino, en el mismo acto, una potencia que introduce en el albergue concreto su convulsión interna, la experiencia de ex-pulsión hacia el afuera-de-todo-habitar. Gracias a él, expresado de otro modo, puede el hombre encontrar morada en la existencia, pues sólo desde semejante posicionamiento interrogantemente perplejo puede elevarse lo que nos envuelve desde su enmudecimiento a-significativo a la locuaz presencia de lo que es, de lo que acaece, mostrándose desde sí “en tanto que algo”. Y ello ocurre, ciertamente, en una esfera contextual de la facticidad de la existencia, en un ser-ahí que aparece ya, no sólo circunscrito en un medio ambiente (Umgebung), sino radicado en un mundo comprehensivo (in einer Welt) (Heidegger: 1983, pp. 29-30). Ahora bien, también por él (y ésta es la cuestión) el hombre no puede dejar de experimentarse, en el seno de tal radicación envolvente, al mismo tiempo perplejo respecto a ella, respecto a este seno que constituye su ser-en-un-mundo preciso, en este y no en otro. En tal seno se incrusta la ensenada de lo extraño. La centricidad del habitar coexiste en lucha con su inseparable ex-centricidad. Y esto quiere decir, más allá de Heidegger, que el devenir del ser lleva en sí algo más que un habitar ora aquí, ora en otro acontecimiento de apertura de mundo. Implica que cualquier habitar es ya, él mismo y al unísono, expósito, lo cual convierte al existente en un ser ex-puesto (merced precisamente a su inserción en un dentro que cobija y ampara) a un afuera inquietante. Para el alemán, el estar fuera de la existencia es, él mismo, retrotraído a la morada puesta en franquía por el ser, siendo comprendido en la forma de una instancia (Inständigkeit), es decir, como un estar dentro del horizonte del ser (Heidegger: 2000b, p. 306). Habría que decir, más allá de Heidegger, que el im-pulso ex-céntrico que acompaña al extrañamiento lanza al existente a un afuera que dis-loca y des-quicia toda esfera de familiaridad habitable. Esta habitabilidad del mundo no es simplemente negada en la concepción del ser como errático. Sin centricidad habitable es inconcebible su envés ex-céntrico. La erraticidad del ser pone el acento, más bien, en la aporética tensional que con-forma el habitar.

        Ciertamente, Heidegger no ha desechado sin más el problema que aquí emerge. La textura de la diferencia óntico-ontológica presupone ya que la dimensión ontológica, la del acontecimiento del ser, es una exterioridad jamás suprimible mediante su conversión en una presencia óntica. De ahí que el “nihilismo propio”, es decir, la asunción de que el ser carece de fundamento, de que es abismal (ab-grund) y que, por ello, se oculte en su propio desocultamiento, exija mantenerlo fuera de la órbita del mundo de la presencia. “La esencia del nihilismo propio es el ser mismo en el permanecer fuera (Ausbleiben) de su desocultamiento, el cual, en cuanto suyo, es Él mismo y determina, en el permanecer fuera, su es” (Heidegger: 2000c, p. 289). Ahora bien, como intentamos mostrar con un detalle que rebasa los límites de este trabajo (Sáez Rueda: 2018), tal afuera es concebido heideggerianamente como un Mismo que in- siste invariable. El ser sería aquello que permanece a través de todas sus expresiones, es decir, de todos los mundos de sentido que abre en su devenir y en el seno de los cuales es interpretado el ser del ente: “El ser sólo esencia como único, mientras que por el contrario el ente es, según el caso, éste o aquél, tal cosa y no la otra. [...] [El ser] constantemente es, en tanto que lo único, lo Mismo (das Selbe). En tanto que eso Mismo, no excluye lo diferente” (Heidegger: 1994, pp.110-111). Tal mismidad no es rebajada a la condición de lo Igual (das Gleiche), por supuesto, pero señala en el ser un foco de permanencia e intimidad: es, respecto a sí, ajuste a sí mismo (tal es lo que Heidegger piensa cuando afirma el “ser en su propiedad”)4. En cambio, el ser errático introduce en sí esta herida de la excentricidad a la que nos referimos, que sustrae de él toda forma de mismidad. Su recogerse céntricamente en la morada del


      2. Por un camino diferente J.-Luc Nancy repara también en esta cuestión. La filosofía heideggeriana estaría sujeta a una “lógica singular de un adentro-afuera” que preserva la propiedad; frente a ello pugna por una “ectopía generalizada de todos los lugares propios (intimidad, identidad, individualidad, nombre)” (Nancy: 2001, pp. 166 y 168; Cfr. pp. 152-168).


        habitar que el ser le propicia, siendo necesaria, es siempre fallida. En ella se incrusta, en un mismo acto, su excederse excéntrico. Por eso, en su tensión, el ser errático des-quicia constantemente el quicio que empuña. Su mismidad es un imposible necesario: está supuesta como anhelo o impulso, pero no puede darse jamás. La excentricidad de lo errático introduce, de este modo, una impropiedad en la propiedad, un fuera de sí infinito que es inmanente a su finitud.

        Ser errático, en definitiva, es ser céntrico y excéntricamente al unísono. El extrañamiento nos hace, a un tiempo y en el mismo acto, céntricos y excéntricos respecto al mundo concreto en el que existimos. Céntricos, porque nos sitúa en él, en su facticidad limitada, de tal forma que lo habitamos. Excéntricos, porque nos coloca en la frontera de cualquier mundo de sentido en particular, como testigos perplejos. Aunque no podamos derogar el estar en un ahí preciso, comprendemos que no nos vincula a él ningún lazo de pertenencia pacificable en cuanto hogar, que podríamos ser en todos los otros de dicho ahí, es decir, que, existiendo, no pertenecemos entregadamente a ningún lugar y que semejante ser-en-ningún-lugar-particular es también, aporéticamente, lo que nos instala en un lugar. Centricidad y excentricidad son dos caras de una misma moneda, haz y envés de la existencia. Y esta doble condición no se moviliza alternativamente, sino que conforma una unidad discorde, una unidad con dos caras diferentes y heterogéneas entre sí, en litigio tensional. En esa medida, el ser (y lo humano en el ser) es devenir creativo e incierto, devenir proteico y siempre desgarrado. En cuanto habita un mundo, se halla en la tesitura que lo empuja a escuchar la interpelación que de éste emerge. En cuanto excéntrico, está lanzado, como un arco tendido, hacia los confines de su mundo, ex-cediendo su pertenencia y saltando hacia una nueva tierra, aún por-venir. El ser humano es esa brecha o intersticio entre una tierra a la que pertenece y de la que se siente extraditado, por un lado, y otra tierra que ad-viene pero que no es todavía y que jamás constituirá una morada, por otro. Es ese tránsito, intersticio, “entre”, de su auto-generación en estado naciente, en la tensión constante e in-sistente entre radicación y erradicación. En su arraigo parte ya una línea de fuga hacia lo extranjero y extraño.

        Más rigurosamente, habría que decir que el ser errático es simultáneamente constituyente de mundo y auto-generador (acerca de esta distinción entre constitución y génesis tendremos que volver más adelante). La tensión entre centricidad y excentricidad es, por un lado, el resorte de la auto-trascendencia, fuerza a desbordar toda contención en una estancia de existencia de un modo infinito en pos de un imposible-necesario, como se ha señalado, en la inmanencia de la finitud. La autotrascendencia es fuente de constitución de mundo, de creación de nuevos espacios de existencia. El conflicto tensional céntrico-excéntrico atestigua en el ser su inherente exuberancia o, de otro modo, hace patente el exceso por el cual es impelido a trascenderse. Y es que el extrañamiento excéntrico es, pensado radicalmente, una potencia en cuanto “exceso”. La expresión misma custodia un significado jánico. Del latín excédere, significa tanto un cédere (retirarse de) que rebasa o extralimita, como una cesión hacia delante, un dar y ofrecer solícito. Ser errático es auto-trascendimiento en tal sentido: un rebosamiento excesivo del habitar (que lo desborda retirándose de sus márgenes) donando y dejando en franquía, por el mismo movimiento y acto, un nuevo y más rico espacio para la constitución de mundo. Al mismo tiempo, y, por otro lado, la auto-trascendencia inmanente del ser errático acarrea una responsabilidad ligada a su génesis. La dimensión genética está imbricada en la de la constitución, pero añade un matiz importante. Atiende al problema de cómo llega a ser el ser errático. Llega a ser sólo en el proceso en virtud del cual entra en crisis y se repone. Instalado en el habitar, es excedido. En semejante tesitura es llamado e impelido a una auto-transfiguración, a alterarse desde sí a través de una auto-experiencia que conmueve su centricidad poniendo en obra su excentricidad. La auto-trascendencia del ser, y en su curso la tendencia humana a autotrascenderse, a sobre-ser-se, porta, de este modo, una dimensión auto-genética y autopoiética.

        Se nos ha hecho necesario subrayar (profundizando nuestra investigación precedente al respecto) tal carácter proteico en lo que hemos llamado ser errático. Y este énfasis era necesario para perfilar el


        problema de la normatividad en el ser así concebido. La expresión ha cobrado en nuestro lenguaje un sentido peyorativo. Significa estar a la deriva, sin rumbo, existir de modo arbitrario. Pero tal y como la tomamos, esta acepción cobra el significado de una depauperación, siempre posible, del ser errático. Éste es constituyente de mundo en la medida en que es, al mismo tiempo, auto-generador. En tal sentido le es consubstancial la responsabilidad de mantener vivo su auto-gestación en ciernes o en estado naciente. No se disuelve en un estar desorientado, sino que se eleva en el paradójico y difícil poder de ser-no-radicado-en-la-radicación, de estar in-curso en el trans-curso. Supone sostenerse en la tensión centricidad-excentricidad de modo tal que ésta sea germinativa y que extraiga su dirección de tal germinar auto-creador.

        En este punto realizaremos un alto en el camino para aproximarnos a la primera figura, la más general y basal, del ocaso civilizacional y del malestar que lo acompaña, que consiste, precisamente en la depotenciación del ser auto-generador errático y, con ello, en el vaciamiento de su poder para constituir mundo.


    2. CRISIS NIHILISTA COMO “DEPOTENCIACIÓN AGENÉSICA DEL SER ERRÁTICO: ADMINISTRACIÓN DEL VACÍO Y FICCIONALIZACIÓN DEL MUNDO

      Hemos abordado en otros lugares la conformación de la crisis civilizacional presente como administración del vacío y ficcionalización del mundo (Sáez Rueda: 2009a, cap. 1, §3; cap. 6, §2; 2015: cap. 4, §6; 2011, pp.71-92). Sin embargo, tales figuras estaban allí necesitadas de una comprensión conjunta. Quisiéramos ahora vincularlas, profundizar su sentido y amplificar sus consecuencias en virtud de tal vínculo y de las precisiones realizadas anteriormente.

      a. ADMINISTRACIÓN DEL VACÍO, AGENESIA Y CONTRA-GENÉSIS EN EL SER-ERRABUNDO. ENFERMEDAD COMO DESASIMIENTO

      El concepto mismo “administración del vacío” nos introduce en el problema del nihilismo. La mayor parte de la filosofía del siglo XX constituye la crónica de un ocaso anunciado. Más allá de las diferencias entre los diagnósticos realizados acerca de la crisis de civilización que afrontamos, todos ellos coinciden en vaticinar el peligroso avance de la nada en el substrato entero de nuestro ser civilizacional. “Nada”, en su sentido más básico y genérico en tal escenario, vendría a significar, no positivamente “algo” (pues si la nada fuese algo ya no sería tal), sino, negativamente, la ausencia de algo. Ausencia de voluntad afirmadora de la vida como crecimiento y expansión (Nietzsche), ausencia de racionalidad autónoma, que convierte al todo intersubjetivo en una sociedad completamente administrada por la racionalidad estratégica (Escuela de Francfort), ausencia de mundo de la vida, invadido por el positivismo (Husserl), ausencia de mundo en un ser-sin-mundo (Heidegger), ausencia de être brut en beneficio de un mundo cada vez más reglamentado (Merleau-Ponty), etc. La nada como ausencia de aquello que dinamiza la racionalidad, la vida o la existencia es lo que podríamos llamar “vacío”. Porque, desde otro punto de vista, la filosofía contemporánea, que contempla la caída de los grandes fundamentos últimos (el significado cabal de la muerte de dios anunciada por Nietzsche) redescubre la virtud de un nihil productivo. Éste no es pura nulidad huera. Consiste en la potencia generadora que proviene de la desaparición, en la realidad, la vida o la existencia, de un suelo firme, de una arquitectónica definitivamente fundante y parmenidea, que permitan asirlos en la forma de un cosmos (un Todo-Uno absoluto, limitado, cerrado). El tránsito al mundus, que se inicia en la modernidad y que fulgura en el espacio contemporáneo, es el


      de la entrada en una comprensión del ser que deviene en su propio fraguarse ilimitado y abierto y que, por tanto, ya no se entiende como idéntico a sí mismo, sino plural y diferencial5.

      Teniendo en cuenta esta doble acepción de la nada, podemos decir que el ser errático es dinamizado por un nihil productivo, consistente en esa no identidad consigo mismo que es su ser desgarrado en cuanto unidad discorde céntrico-excéntrica. ¿Cuál sería su siempre acechante nada improductiva, su riesgo de vacío? Es este un problema de especial dificultad que afrontamos aquí tomando en cuenta los dos grandes diagnósticos del nihilismo en nuestra época, los de Nietzsche y Heidegger, aunque del modo excesivamente sintético que permite el trabajo presente.

      El nihilismo, “el más inquietante de todos los huéspedes”, ese que permite decir que el desierto crece, está a las puertas y avanzará, advertía Nietzsche en la alborada del siglo XX (Nietzsche: 2006,

      p. 114). En su sentido negativo, reactivo, es la negación de la vida como voluntad de acrecentamiento y expansión, es decir, su conversión en un vacío nulo y huero por mor de una voluntad de nada que exclama “Nada vale nada –la vida ya no vale nada” (Nietzsche: 2007, §35). Semejante no vale nada expresa mutatis mutandis la reducción del ser a algo que ya no concierne al hombre, su repudio como puro vacío: ese nihilismo negativo o impropio que se expande denunciado por Heidegger, a saber, el olvido del ser, su reducción al ente y, en especial, a ese ente que es sólo existencias (Bestand), objeto cuantificable, medible y puesto a la disposición del arbitrio humano (Heidegger: 2001b, pp. 23-25). Salvando las distancias (pues no podemos aquí realizar una incursión en la riqueza de matices que distingue a uno de otro) diríamos que el nihilismo, en esta acepción peyorativa, es el fenómeno de un desasimiento respecto a la potencia de la vida o del ser, una autonomización del hacer y obrar humanos que pierde suelo obstinadamente y, por ello, una depotenciación de la vida o del ser6.

      Pues bien, contemplado desde esta óptica, la nada negativa del ser errático, su posible y siempre acechante vacío, consiste en el desasimiento respecto a la entera tensión céntrico-excéntrica que lo atraviesa y en la consiguiente depotenciación de su auto-génesis creadora. Y en este punto cobra especial relevancia la distinción entre el nihilismo errático y su posible enfermedad (a la que va aparejada el nuevo malestar civilizacional). Para Nietzsche, nihilismo y enfermedad son haz y envés de un mismo fenómeno. No tuvo escrúpulos en llamarse a sí mismo psicólogo y en dirigir su afilada genealogía a la


      1. A los rostros cosmo-lógicos de la unidad absoluta, del orden clausurado y de la totalidad cerrada subyace la comprensión de una realidad idéntica a sí misma, mientras que el emblema mundo pivota sobre la diferencia: desigualdad del mundo respecto a sí mismo, condición de que genere desde sí lo múltiple-heterogéneo en dinamismo abierto. La crítica al pensamiento identitario no es clave sólo en movimientos filosóficos fenomenológico-existenciales y postestructuralistas, sino, a pesar de las apariencias, en corrientes que rescatan el espíritu ilustrado y lo transforman. Así, para los francfortianos la causa fundamental de la expansión de esa racionalidad instrumental que sojuzga la dignidad humana (su autonomía), radica en el dominio del pensamiento identitario inscrito en la praxis, que anula la singularidad diferencial de los seres humanos bajo reglas abstractas de carácter meramente estratégico y que asimila todo lo otro-extraño de lo real a la propiedad del sujeto. La dialéctica perversa inherente a la Ilustración se debe, fundamentalmente (dicen Horkheimer y Adorno), a que “La Ilustración reconoce en principio como ser y acontecer sólo aquello que puede reducirse a la unidad; su ideal es el sistema, del cual derivan todas las cosas” (Horkheimer y Adorno: 2001, p. 62). Anida en esa nueva unidad una lógica identitaria que vuelve al mito, haciendo que el principio de repetición reaparezca en el de legalidad, una legalidad que construye, por encima de los sujetos concretos, al Sujeto abstracto y auto-idéntico, centro de toda unidad posible y cuyo “despertar se paga con el reconocimiento del poder en cuanto principio de todas las relaciones” (Ibíd.,

        p. 64). El principio de identidad, asimismo, somete toda alteridad y extrañeza del mundo a la propiedad (Ibíd., p. 67ss). Y, por terminar aquí, atraviesa (como cierre a lo No-Idéntico) las relaciones de dominio en el ámbito social del trabajo y la producción, al transfigurarse en principio de convertibilidad (Cfr. Adorno: 1986, pp. 149-152). En la línea del pensamiento dialógico, por su parte, se cifra la nueva y deseable racionalidad en las condiciones formales del discurso acerca del mundo, porque éste ya no puede ser comprendido, como expresa Habermas, desde la clave del pensamiento identitario, el cual busca en el Todo también al Uno en la unidad sustancial de lo múltiple, bien se la piense como Dios, bien como el fondo de la naturaleza (Cfr. Habermas; 1990, p. 40ss).

      2. Hemos desarrollado con más detalle esta interpretación en Sáez Rueda (2009b, pp.245-264).


      captura de la diferencia entre los casos de salud y los casos de enfermedad7; con mucha justicia se lo ha llamado “médico de la civilización”8, enalteciendo su obra, junto a la de Freud y la de Marx, como un magnífico arte de terapéutica y de curación que en el siglo XIX reemplaza a las técnicas de salvación (Foucault: 1970, pp.55-56). Por su parte, Heidegger ha comprendido el nihilismo, no directamente como una patología, sino como un “agente patógeno” que no es en sí mismo algo enfermo pero que, como el cáncer, se expresa en síntomas enfermizos (Heidegger: 2000d, pp.315-316). Preferimos esta última caracterización, por ser más fiel al sentido del desasimiento e, incluso, al espíritu nietzscheano: la nadificación del ser está más allá del bien y del mal, acontece. La enfermedad y su concomitante malestar son expresiones en superficie respecto al anterior fenómeno que conservan su sentido pero que inciden en una esfera susceptible de ser estudiada, no sólo en su estricto nivel ontológico, sino, además, en sus repercusiones socio-políticas y culturales.

      En consonancia con nuestras objeciones a Heidegger, tal desasimiento errático no puede ser comprendido meramente como un desarraigo respecto al habitar al cobijo de la apertura del ser. Ha de ser tomado en relación a la unidad compleja de los heterogéneos ser céntrico y ser excéntrico. Hicimos referencia al nihilismo, en su versión heideggeriana, como “propio”, inherente al ser: un “dejar fuera” (Ausbleiben) al acontecimiento de ser. En su sentido impropio, es decir, como olvido del ser y su conversión en ente, es el “dejar fuera” (Auslassen) al acontecimiento del “permanecer fuera” (Ausbleiben) (Heidegger. 2000c, p. 293). Desde la concepción del ser errático, tal “dejar fuera al permanecer fuera” ha de ser reinterpretada como abandono de la tensión céntrico-excéntrica. Tal tensión es, ella misma, una potencia del afuera, pues hace del habitar un afuera en tránsito. Esto no tiene por consecuencia arrebatarle sus derechos al habitar, sino interpretarlo de otro modo. Tomando en préstamo una expresión deleuzeana, puede decirse que todo abrigo o morada es un pliegue del afuera9. En el contexto de nuestro posicionamiento esto quiere decir que el habitar, por la herida que padece, es, él mismo, ex-posición no sólo en lo abierto sino, al unísono, hacia esa apertura excéntrica infinita que le insufla el extrañamiento y que, por ello, no puede ser tomada como una in-stancia originaria. Es abrigo en la misma medida en que no lo es, pues la excentricidad lo coloca a la intemperie de su fuera de sí. Su emergencia está destinada a tener-lugar en lucha con la extradición, configurándose, por así decirlo, como resistencia temblorosa y frágil ante esta última, en medio de la cual genera límites o bordes porosos.

      La nada negativa o nadificación del ser errático, por el que éste se desvanece en el vacío, está polarizada, pues, en su excentricidad extrañante. Y, puesto que ésta es la fuente de toda creación, puede ser llamado este vaciamiento depotenciación agenésica, merma de la capacidad para crear y engendrar. En cuanto devenir que constituye mundo, el ser errático se topa ahí, en su extremo, con un colapso o cierre paralizante. En cuanto auto-génesis creadora, se topa (en su extremo) con la imposibilidad misma de ser, de germinar y de mantenerse in status nascendi. En cualquier caso, se trata de una administración del vacío fundada en la contra-génesis del ser errático: la creatividad excéntrica no conduce a un afuera enriquecedor; más bien, se convierte en cautiva de una centricidad inmóvil. La excentricidad sofocada ya no expande y enriquece. Perteneciendo ineludiblemente al ser errático, no desaparece; más bien, es reconducida, en su desfallecimiento, precisamente al cauce opuesto que le es inherente como potencia: a ponerse al servicio del vacío y a administrarlo. Tórnase la excentricidad en una miríada de procesos


      1. El prólogo a la Gaya Ciencia, §2, es quizás uno de los más elocuentes y emocionantes lugares en que se expresa de ese modo

        (Nieztsche, 2001).

      2. Diagnosticar los devenires en cada presente que pasa es lo que Nietzsche asignaba al filósofo en tanto que ‘médico de la civilización’ o inventor de nuevos modos de existencia inmanente. La filosofía eterna, pero también la historia de la filosofía, abre paso a un devenir-filosófico. ¿Qué devenires nos atraviesan hoy, que se sumen de nuevo en la historia pero que no proceden de ella, o más bien que sólo proceden para salirse de ella?” (Deleuze y Guattari: 1993, p. 114).

      9 Es así como, interpretando a Foucault, conceptualiza Deleuze cualquier forma de interioridad (Cfr. Deleuze: 2015, clase 1).


      aparentes hacia afuera que, en realidad, sólo encubren el vacío y le confieren la imagen espuria y fraudulenta de un devenir creciente, de un movimiento. La administración del vacío es la explosión de una ingente cantidad de procesos que prestan a la inmovilidad de la vacuidad el rostro ficticio de un devenir creativo y auto-generador.

      Tal es la situación del presente social al que hemos llamado sociedad estacionaria (Sáez Rueda: 2009a, cap. 1, §3). Profundizando ontológicamente, se trata de una existencia estacionaria. Multitud de procesos introducen en la existencia del mundo presente una inquietud de movilidad vertiginosa10. Podrían ser mencionados muchos de ellos. Baste aludir al crecimiento sin cese que impone la lógica del capital en un mundo globalizado y que fuerza a un dinamismo exacerbado en el ámbito del trabajo, a la intensificación de las nuevas tecnologías de la información y comunicación (que entraña una multiplicación rauda de inter-conexiones en la que la comunicación adquiere un ritmo desenfrenado) o, para acabar aquí, a ese fenómeno socio-político que P. Sloterdijk ha sabido interpretar en términos de una “cultura del estrés” (Sloterdijk y Heinrichs: 2004, p.79), en virtud de la cual un tipo de lucha entre fuerzas, focalizada en la excitación recíproca, sustituye hoy a la ética y a la ideología política dando lugar a “cuerpos sociales vertebrados como conjuntos dispuestos a autoestresarse”. Expresado en términos espaciales, diríamos que hoy la comunidad se convierte en un entramado trepidante de no-lugares, espacios de paso, de trans-misión, refracción y reverberación. Ahora bien, lo más significativo e importante en este panorama reside, a nuestro juicio, en que tal vorágine de acción, tanto material como inmaterial, no transforma el mundo cualitativamente sino sólo cuantitativamente, razón por la cual adquieren esta función, ya indicada, de administración del vacío. Observado desde otra óptica, tal fenómeno puede ser interpretado como el de la generación portentosa de una vacuidad en la forma de lo que llamamos deuda infinita. En efecto, la comprensión que del progreso se ha convertido en imperante es la de un perfeccionamiento en cantidad que obvia un perfeccionamiento en cualidad orientado por ideales de civilización susceptibles de ser aprehendidos como valiosos en sí mismos. Pero como el progreso, así experimentado, es urgido por la vibrátil premura o vertiginosa celeridad a la que hemos hecho mención, la existencia humana no puede aprehenderse más que de forma carencial: siempre está en deuda con el futuro. Y ello constituye, precisamente, la figura apócrifa del ser errático, impulsado por la exuberancia y el exceso.

      Los ejemplos aportados quizás sean suficientes para percatarse de que son fenómenos de superficie, patologías concretas, tal y como se ha indicado, respecto al problema ontológico del cual emanan, la administración del vacío. Dado que ésta posee su causa en la depotenciación de la tensión céntrico-excéntrica del ser errático, no sería descabellado denominar al ser humano así devaluado ser- errabundo. Éste ha perdido ya toda orientación proveniente de la responsabilidad de sostenerse en la tensión y de mantener viva la auto-génesis creadora en estado naciente. El errar metamorfoseante es sustituido por el aberrar, un ab-errar, un abstenerse de la potencia excéntrica incrustada en la centricidad del habitar, lo cual organiza el ser en círculos concéntricos en torno a lo Mismo. Lo ab-errante es el ser errático falto de su propio ser y dinamismo. Su desvarío en el ser-errabundo no acontece por mor de una oposición que los contraponga de acuerdo con una lógica binaria. Ocurre por depotenciación y desasimiento. Es en este sentido, insistimos, en el que es preciso entender lo “enfermizo” o “patológico”. Si estas expresiones tuviesen, por el contrario, el significado (como ha sido y es habitual hoy en muchos espacios de las ciencias de la salud) de una “desviación de la norma”, no haríamos justicia ni a la historicidad cambiante de lo que se entiende por “normalidad”, ni a la construcción social de ésta, un error en el que Occidente ha recaído una y otra vez. Por oposición al “sano” y “normal” ha generado opuestos que estarían poseídos por un poder antagónico y venido desde un mundo allende el nuestro: el energoumenos de los griegos, el mente captus de los latinos o el endemoniado de cierto cristianismo.


      1. Cfr., en esta línea los excelentes trabajos: García Ferrer (2017a, pp.49-71; 2017b, pp. 119-150).


        Como nos ha advertido M. Foucault, es construida, así, en la modernidad la figura del loco como lo inverso de una supuesta pureza y esencialidad racional, es decir, como sinrazón, atribuyéndole la negación de sus cualidades: es el irracional, el asocial y el inmoral (Foucault, 1967). El desasimiento, una de cuyas figuras más generales se nos ofrece en la administración del vacío, no es un fenómeno estructurado según una lógica oposicional. Posee la textura de una contra-génesis, de una génesis que, en su decurso, se vuelve contra sí misma, problema sobre el que volveremos más adelante. En tal sentido, es un agente patógeno en cuanto lo ab-errante. Las patologías civilizatorias constituyen su expresión tangible, contingente y variable.


        1. COMPLEMENTARIEDADENTRE “CENTRICIDAD SINEXCENTRICIDAD” Y “EXCENTRICIDAD SIN CENTRICIDAD”

          Partiendo de la interpretación del nihilismo errático como organización del vacío y de las patologías civilizatorias como desasimiento pueden ser localizados fenómenos mórbidos en dos direcciones que sólo son comprensibles cabalmente considerando su complementariedad: por un lado, en la de una “excentricidad sin centricidad”, por otro en la de una “centricidad sin excentricidad”. A la primera categoría pertenecen todos aquellos procesos centrífugos en los que se desvanece la textura tensional del ser por el lado de la centricidad. Los ya mencionados, relacionados con el curso de una praxis cada vez más acelerada, serían ejemplos oportunos. También juegan aquí un rol las patologías de hiperexpresión estudiadas por autores como Franco Berardi (2007, pp. 55-63): el “semiocapitalismo” actual se ha investido de hiperproducción semiótica, pues genera un exceso infinito de signos (reclamos, mensajes, informaciones sobre posibilidades, etc.) que circulan en la infoesfera y que saturan la atención individual y colectiva; tal sobre-excitación crea en el entramado socio-cultural procesos de sobreinclusión conducentes a la dispersión y disgregación en el núcleo mismo de las identidades. Ocurre en todos estos casos, a nuestro juicio, que la ex-centricidad tiende a desasirse de la finitud existencial céntrica y a transformarse en una ex-traversión infinita que quisiera situarse en ese afuera absoluto al que Blanchot llamó lo imposible, por tratarse de una “extraña relación que consiste en que no hay relación” (Blanchot: 2008, p. 65; Cfr. p. 58 ss., p. 65 ss.). En el extremo opuesto, en el de la “centricidad sin excentricidad”, el existente se desarraiga de su habitar y queda, por ello, preso en él ciegamente. Los estudios de la escuela del análisis existencial proporcionan muchos ejemplos. La mayor parte de las veces, como aclara uno de sus representantes actuales, W. Blankenburg, sucede que el ser humano se muestra incapaz de penetrar en contextos concretos de sentido, como si existiese en una permanente epojé que lo condena a la posición de un espectador impenitente y le arrebata la experiencia yo soy (Blankenburg: 1971, cap. 6). Precisamente por ello, pierde la inserción en la apertura temporal y se funde en una continuidad fatídica, de forma que todo queda reducido a un presente continuo, vacío, monótono, experimentado como fatídico, en el sentido de que el fluir del tiempo queda reducido a la regla de una sola categoría. En semejante detención (céntrica, en nuestra terminología) sólo queda entonces la posibilidad de un movimiento aparente, no en expansión de la vida, sino anclado en la verticalidad de dos ilusiones, la del ascenso etéreo y la del descenso nefasto: ora se volatiliza en el cielo resplandeciente, ora se hunde en un mundo de cieno (V. Binswanger: 1944, pp. 289-434). Este fenómeno de la continuidad fatídica alcanza expresión en una pléyade de situaciones, desde las más macrológicas (esa, por ejemplo, del totalitarismo, en cuyo seno, según H. Arendt, la ideología adopta la forma de una paralizante “ley del desarrollo” que reduce los diversos comportamientos humanos a expresiones idénticas de su “movimiento mismo”(Arendt: 2006, p. 622; cfr. cap. 13) hasta las más micrológicas (como la comprensión de la felicidad, cada vez más intensa en la actualidad, al margen de una proyección en


          el advenir, lo cual encierra a los sujetos en el círculo de expectativas de satisfacción completamente

          inmediatas y en su lógica presentista y compulsiva de economía de rapiña11.

          En cualquier caso, como decimos, ambas categorías son haz y envés de esa nihilización del ser errático que hemos descrito. Se corre el riesgo de separarlas. La “centricidad sin excentricidad” genera una centricidad opaca y clausurada, un “adentro” huérfano de la luminosidad de sentido que le confiere el extrañamiento. Pero es pensable como situación límite de lo completamente in-trovertido, imposible por inhabitable, vinculado a la tendencia de la “excentricidad sin centricidad”, que anuncia la amenazante extra-versión completa, el imposible del absoluto afuera. Lo que en las patologías (como desasimiento) se pone en obra tiene el signo de un declinar de la tensión céntrico-excéntrica en cuanto tal.

          Esta nihilización que venimos perfilando genera, al mismo tiempo, un nuevo malestar en la cultura. En cuanto desfallecimiento del conflicto y de la lucha inherente al ser errático, la nihilización se camufla en una paz ilusoria. Se torna clandestino y, por eso, discurre silentemente bajo la piel de la existencia como un malestar sin objeto (expresado, esta vez, en términos freudianos), en una inquietudo cordis que ya no es fructífera en cuanto tensional, sino paralizante, como si el corazón de la existencia hubiese perdido esa unidad en heterogeneidad que es el impulso sístole-diástole errático. El malestar es el eco afectivo de una dis-tensión, la dolorosa experiencia de una muerte en vida. De ahí que carezca de rostro preciso y que se expanda en el tejido colectivo como una penuria a la que nadie en particular sabe dar un nombre y una determinación causal empírica. Y puesto que es el síntoma de un abandono del ser errático en la forma mencionada de contra-génesis, puede conducir, en su extremo, al abandono complaciente del ser naciente autogenerador, es decir, al apego a una especie de ser desfalleciente. Puede acontecer, dicho a la nietzscheana, en el modo de una voluntad de nada (“el hombre prefiere la nada a no querer”, Nietzsche: 1992, p. 186), tal y como ciertas investigaciones ligadas a la “clínica del vacío” detectan en comportamientos que ponen en obra una verdadera pasión por la nada12. El malestar en la cultura puede, por acabar aquí, arrumbar a la otreidad también a la escombrera del vacío. Tal complacencia-en-nada (y, como decimos, su extremo en la pasión por la nada) arriesga opacar la solidaridad en el sufrimiento. Se da la paradoja, así, de que el cada vez más intensamente compartido malestar clandestino separa a los seres humanos mediante una desafección respecto al destino del otro. La complacencia en el malestar, este extremo posible y amenazante en la actualidad, puede, para decirlo con K. Jaspers, desterrar de la existencia la culpa trágica, esa que nos inquieta cuando captamos que, aunque no podemos (por un lado), deberíamos hacernos cargo (por otro) de la injusticia en su totalidad13.


        2. FICCIONALIZACIÓN DEL MUNDO MÁS ALLÁ DEL DUALISMO METAFÍSICO: CONTRA- GENÉSIS FABULADORA DE HUMANIDAD

        Llegados a este punto podemos intentar profundizar nuestra noción de “ficcionalización del mundo”, que complementa a la figura de la “administración del vacío”. Y es que tal noción corre el riesgo de ser


      2. La expresión es de Remo Bodei (2001, pp.44.45).

      3. Nos referimos a investigaciones realizadas por autores como Massimo Recalcati, Serge Cottet, J. Allain Miller, Eric Laurent, Pierre Naveau o Mariela Castrillejo. Ver, en particular, Recalcati (2003).

      13 “En el mundo abunda, sin duda, la muerte inocente. El mal oculto destruye sin ser visto, hace cosas que nadie oye. Ninguna autoridad del mundo llega siquiera a tener noticias de él (de cómo un hombre es torturado solitariamente hasta morir en la mazmorra del castillo). Los hombres mueren como mártires sin serlo cuando su martirio no es percibido ni será conocido nunca por nadie. La tortura y destrucción del débil acontecen diariamente sobre la faz de la tierra. [...] ¿Dónde está la culpa de la destrucción inocente? ¿Dónde el poder que condena al inocente a la miseria? Allí donde los hombres han despejado esta pregunta ha surgido la idea de culpabilidad compartida. Todos los hombres son solidarios. [...] [Se experimenta que] yo soy culpable del mal que ocurre en el mundo si no he hecho todo lo posible, incluyendo el sacrificio de mi vida, para evitarlo; soy culpable porque vivo y puedo seguir viviendo mientras esto sucede. De ese modo abarca a todos la culpa compartida de todo cuanto ocurre”. Jasper (1995, p. 65).


      interpretada en el marco de un dualismo metafísico, como si supusiese una “realidad firme” evaporada en su opuesto ficcional. Nos parece que este supuesto actúa de modo inexpreso, tácito o en la trastienda de lo impensado, en otras formulaciones semejantes. Una de ellas, muy extendida en la actualidad, es la de J. Baudrillard. La realidad, según este modelo, habría sido suplantada por su simulación, cuyo tejido más actual coincidiría con lo hiperreal, producción simulada de realidad, separada de la “lógica de los hechos” en un hiperespacio trabado de modelos simulatorios en relación14. A diferencia de la formulación de Baudrillard, que supone, obviamente, aunque de modo sutil, una “realidad”, la “ficcionalización del mundo” escapa al dualismo. Si hubiese que hablar de “realidad” habría que señalar, en primer lugar, que ésta es atravesada siempre por la “ficción”, por el producto de las creaciones humanas y, más allá, que (como sostiene Derrida: 1989, pp. 351-372, especialmente pp. 362-372) ambas son indiscernibles. El ser errático lleva en sí ya esta indiscernibilidad, en la medida en que, inserto en la facticidad del existir, crea ex-céntricamente espacios inéditos (de “realidad” en cuanto “mundo”). El ser errático (si hubiese que utilizar el término) es la única realidad. Y ello en un sentido muy próximo al nietzscheano. Muerto el impoluto “mundo verdadero” no nos queda el “mundo aparente”. Este último también es eliminado. La transvaloración del dualismo metafísico implica afirmar un único mundo15. En tal inmanencia es perfectamente posible, sin embargo, pensar su teatralización ficcional, haciéndola depender, no de una lógica binaria, sino de la misma nadificación interna a la que está expuesta16. La “ficcionalización del mundo” no es la sustitución de una presunta realidad por su simulación. Es, más bien, el escenario fantasmagórico que aparece a contracorriente del ser errático. Su desfallecimiento, la pérdida de la potencia que lo impulsa en exuberancia y riqueza, su conformación como ser-errabundo, se convierte, él mismo, en creador de ficciones. Pero de un tipo de ficciones que lo colapsan. Es una contra-génesis (habrá que perfilar más adelante este concepto) inmanente que crea todo un imaginario del desfallecimiento. Por su efecto, la auto-génesis creadora se vuelve contra sí misma en una auto-génesis cuya creación produce ceguera, pues apaga el acontecimiento del extrañamiento. De un modo simultáneo, transforma el habitar céntrico en una pertenencia al mundo abandonada a mecanismos ciegos y a la ex-pedición excéntrica en una salida de sí en la que no es abierto, sino cerrado, un nuevo espacio de existencia. La ficcionalización del mundo es, en definitiva, la producción de un imaginario a partir de la administración del vacío y al servicio de éste.

      La ficcionalización del mundo adopta múltiples rostros. Pero el más eminente es el de la conversión de lo “ejemplar” en “modelo”. El primero comporta una necesaria e imposible elevación noble en la existencia. A ello impulsa el ser naciente de la auto-génesis del ser errático. La ex-centricidad, habíamos dicho, es un caudal infinito en lo finito y ello impele al existente a intensificar su dignidad persiguiendo un ideal borroso que intenta ejemplificar (tal y como diríamos que el Aquiles de carne y hueso aspira a


      14 Hay, según Baudrillard, tres órdenes de simulacros: el de la “falsificación” (los signos se liberan de lo real y, sin anularlo, lo aparentan), el de la “producción” (sin que se anule todavía lo real, el signo se convierte en una proyección imaginaria) y el de la “simulación”, que domina la escena contemporánea; en este último deja de tener sentido ya la distinción entre real y ficcional, pues el signo simula ser lo real y lo reemplaza. Se trata, así, de una “suplantación de lo real por los signos de lo real”. Baudrillard (1978, p. 11). Tales signos actúan como un modelo. “Intentan hacer coincidir lo real, todo lo real, con sus modelos de simulación” (Ibíd., p. 10). “La cuestión es que nos hallamos en medio de una lógica de la simulación que no tiene ya nada que ver con una lógica de los hechos. La simulación se caracteriza por la precesión del modelo, de todos los modelos, sobre el más mínimo de los hechos [...] Los hechos no tienen ya su propia trayectoria, sino que nacen en la intersección de los modelos y un solo hecho puede ser engendrado por todos los modelos a la vez” (Ibíd., pp. 40-41). La realidad queda suplantada y generada. Eso es lo hiperreal. “[Lo real] ya no posee entidad racional al no ponerse a prueba en proceso alguno, ideal o negativo. Ya no es más que algo operativo que ni siquiera es real puesto que nada imaginario se lo envuelve. Es un hiperreal, el producto de una síntesis irradiante de modelos combinatorios en un hiperespacio sin atmósfera” (Ibíd., p. 11).

      1. Ver Nietzsche (2007, pp.57-58): “Cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula”.

      2. La llegada del nihilismo negativo, por el que la vida decreciente experimenta un lacerante “¡En vano!”, convierte todas las estimaciones de valor (decía Nietzsche) en actos de una “comedia” ante la cual no se tiene el coraje de combatir (Cfr. Nietzsche: 2006, §5, p. 165).


      ejemplificar “lo aquíleo”). Ello es necesario, pues emana de la tensión céntrico-excéntrica misma. Y es imposible porque ésta sigue un curso por principio inacabable. La elevación hacia lo ejemplar adquiere, así, tintes trágicos, pero en un sentido productivo, auto-transfigurador, espolea. El “modelo”, por el contrario, no incorpora ningún infinito. Todo en él está configurado como una imagen delimitada cuya consecución es, en principio, posible y, en cualquier caso, carente de necesidad (más bien, es gobernado por la arbitrariedad de los poderes o de las modas). Nos referimos a modelos, por ejemplo, de belleza, de identidad, de éxito, de buen comportamiento, de discurso, de praxis correcta, etc., fabricados a través de fuerzas que son exógenas al dinamismo del ser errático: los mass media, las argucias del capital, las vanidades del poder, etc. Un modelo se copia, fuerza al existente a evaporarse en el desasimiento y, desde ahí, a hacerse a sí mismo impostadamente, imitando lo que el modelo representa. En la actualidad prolifera esta modalidad de ficcionalización del mundo, de esto es fácil percatarse una vez que ha sido aclarado su sentido.

      Otra formulación semejante es la que ofrece G. Debord. La sociedad entera se habría convertido en “espectáculo”, siendo éste, no sólo el que se objetiva en lo “espectacular” de ámbitos precisos del entramado social, sino el entero mundo social como un modo de vida que sustituye a la realidad (que es, al estilo marxista, la del trabajo organizado en el capitalismo) por su representación, la cual puede adoptar múltiples formas17. Tal formulación nos inspira las mismas objeciones que hemos realizado a Baudrillard, así como idénticas precisiones acerca del sentido de la “ficcionalización del mundo”. Sin embargo, nos permite añadir un matiz. La ficcionalización del mundo comporta un mundo del espectáculo, fundamentalmente, en la forma de una “administración del modelo”, en la acepción que hemos conferido a este término. Es el trepidante movimiento por el cual los seres humanos intentan ocultar (sin saberlo) la ficcionalización a la que se han visto conducidos, apareciendo ante el otro como genuinos o auténticos. A su través es organizada la aparición ante el prójimo de tal forma que parezca surgida de un vivo impulso de ser. Posee una textura especular y, por ello, promueve una auto-presentación susceptible de obtener reconocimiento en el espejo de los demás. Con ese fin, son utilizados por el espectáculo los modelos más extendidos y más fácilmente transformables en lo compartido por todos. De ahí que en el espectáculo se ausente el pudor: la puesta en escena concreta busca su credibilidad en la voluntad de expresar la puesta en escena del ser humano en cuanto tal. Esta ficcionalización redoblada se alimenta de un ímpetus ilustrado (que falsea, por supuesto): el que impulsa a la ex-posición de humanidad. Valga el siguiente ejemplo. Al exponer mediáticamente la injusticia que prolifera en el mundo, su presentación misma vehicula la denuncia de ésta y la esperanza de repararla. Sin embargo, en una existencia ficcionalizada como la del presente, tal pretendido testimonio sirve, la mayor parte de las veces, para mantener a salvo la buena conciencia y para cubrir, así, la organización del vacío con el manto de la filantropía.

      Estas dos figuras destacadas e insignes de la ficcionalización del mundo (la sustitución de lo ejemplar por el modelo y la organización espectacular de este último) no sólo falsean la pujanza del ser errático. Más allá, la envilecen. La primera figura ofusca la elevación (imposible pero necesaria) hacia un infinito de valor que trasciende al sujeto empírico. Por medio de la segunda, este ser, rebajado ya a su plana inmediatez, se auto-escenifica como si estuviese reverenciando, mediatamente, a una humanidad venidera, redimida de sus errores y sufrimientos.


      1. “La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en una representación” (Debord: 1999, cap. 1, §1). La realidad, así, se separa en su representación autonomizada, que se hace ahora objeto de contemplación (Ibíd., §2). Como modelo actual de vida, el espectáculo es la “omnipresente afirmación de una opción ya efectuada en la producción” (§6). Es la justificación del sistema existente, producto de la división del trabajo y órgano de la dominación de clase (§24). El espectáculo es el capital en un grado tal de acumulación que se ha convertido en imagen” (§34).


  2. FIGURAS DE LA GÉNESIS AUTÓFAGA EN LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

    Sólo tras haber tematizado el sentido de la crisis refiriéndonos a su asiento en la contra-génesis del ser errático, podemos ahora aplicar los resultados al ser de la civilización occidental. Para ello es necesario que expongamos nuestra concepción de lo civilizatorio (2.1.). El ser de la civilización, intentaremos defender, es errático en la medida en que incorpora dos caras: la de la cultura (excéntrica) y la del mundo socio-político (céntrico), ambas en tensión auto-creadora. Esto nos permitirá perfilar la crisis como génesis autófaga y algunas de sus expresiones enfermizas (2.2.). En este decurso nos esforzamos, de nuevo, por profundizar y ampliar investigaciones ya realizadas y en curso que nos parecen insuficientes.


    1. AUTO-ORGANIZACIÓN IMPOLÍTICA DE LA COMUNIDAD ABIERTA VERSUS AUTO- GÉNESIS ERRÁTICA DE LA CIVILIZACIÓN

      El ser errático es comunitario y la comunidad forma parte de una civilización. Ese es nuestro punto de partida. Es preciso ahora indagar la conformación errática del espacio civilizacional. Antes de ello, sin embargo, hemos de profundizar en la aclaración del problema de la génesis, lo cual conduce a su delimitación respecto al de la constitución.

      Sobre esta cuestión hemos intentado verter ya un poco de luz. Decíamos que existe una diferencia entre la constitución de mundo y la génesis de mundo. Un colectivo vivo, creador, cualquiera sea la forma en la que se lo piense, es constituyente de mundo, está dinamizado por un devenir que amplía y expande sus márgenes; es un mundo que, por mor de su exceso interno, constituye nuevas formas en las que se auto-comprende. La pregunta por la génesis incide de otro modo en el devenir de lo colectivo. Lo colectivo es siempre delimitado, concreto; posee perfiles acotables, aunque posean un margen de ambigüedad y aunque se amplifiquen en su constante constitución de sí. La cuestión genética se interesa por el modo en que tal concreción llega a ser. Interroga, pues, desde el plano problemático de la individuación. Una comunidad, aunque desborde el atómico mundo de los individuos concretos, es un conjunto ya individuado y la cuestión, en este punto, consiste en averiguar cómo aparece desde lo pre-individual, término que no designa, una vez más, al individuo concreto, pues éste es también lo individuado. Lo pre-individual se refiere a lo indiferenciado, ilimitado e indefinido, sin forma concreta. Se inquiere, en este caso, pues, por lo apéiron y por el modo en que adopta un límite.

      La distinción se hace de sutil discernimiento, porque, presuponiendo una diferencia, sus márgenes poseen cierto grado de indiscernibilidad. En la constitución acontece simultáneamente una auto-génesis y viceversa. Pero tener en cuenta tal distinción es importante para identificar cursos de investigación y, tal vez, ambigüedades inadvertidas. He aquí dos casos como ejemplo. Cuando Foucault afirma, en su ontología de la actualidad18, que nosotros, la comunidad de sujetos del presente, somos el producto de procesos de subjetivización desde el poder, está, a nuestro juicio, inmerso en ambas problemáticas. Se interroga explícitamente acerca de procesos delimitables que constituyen una subjetividad también delimitable. Pero, al mismo tiempo, quizás en lo impensado de su pensamiento, inquiere por el modo de surgimiento genético de una subjetividad que adquiere límites desde aquello que no los posee, es decir, desde el afuera, de tal forma que podemos interpretar ahora la constitución desde el ángulo de la génesis: toda subjetividad sería un “pliegue del afuera”, como sugiere G. Deleuze y como ya había


      1. “La crítica va a ejercerse [...] como una investigación histórica a través de los acontecimientos que nos han llevado a constituirnos y a reconocernos como sujetos de lo que hacemos, pensamos, decimos. [...] Extraerá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de dejar ser, hacer o pensar lo que somos, hacemos o pensamos” (Foucault: 1984, pp.91-92).


      sugerido también el propio Foucault19. El otro caso es el de Heidegger. La diferencia óntico-ontológica permite indagar la constitución de un mundo de sentido determinado en una temporalidad también determinada, su forja en la historia de la metafísica y sus conformaciones precisas. Al mismo tiempo, no obstante, tal indagación penetra en la génesis de un mundo de sentido determinado (una concreta auto- comprensión óntica) desde lo que no puede tener límites y formas precisas (la dimensión ontológica del ser como acontecimiento).

      Esta misma ambigüedad encontramos, a nuestro juicio, en la mayoría de los actuales pensadores de la comunidad. Y esto nos interesa especialmente con el fin de esclarecer con mayor precisión de la conseguida hasta ahora el rumbo de nuestras investigaciones. Desde el momento en que autores como J.-L. Nancy, G. Agamben o R. Esposito asumen un pensamiento impolítico, están adoptando una perspectiva de análisis desde el problema de la génesis, pues se preocupan, no por procesos mediantes los cuales ciertos fenómenos socio-políticos proceden de otros y son constituidos por ellos, sino por la gestación de lo comunitario en cuanto tal desde un ilimitable origen in-originado, desde una ausencia de fundamento, un nihil que actúa en el ser-en-común dinamizándolo. La impolítica hace descender lo determinable político a su exterioridad indeterminable20, una exterioridad que no lo es respecto a la comunidad en su totalidad, sino que coincide con ésta pensada impolíticamente, para la cual no hay un afuera. Tal enfoque genético está, por tanto, trenzado con la óptica de la constitución hasta el punto de que llegan a coincidir: lo comunitario es pensado como una auto-gestación por mor de la cual son constituidos nuevos mundos comunitarios.

      Semejante coincidencia entre génesis y constitución (a pesar de sus virtudes) se hace acreedora, a nuestro juicio, de una deficiencia importante: instaura un hiato entre la comprensión ontológica de la comunidad y la interpretación práctica de los procesos concretos en los que se desenvuelve dicha comunidad en su dimensión ostensivamente socio-política. Explicitémoslo con mayor concisión. ¿Cómo es concebido lo pre-individual en estos pensadores? A nuestro entender, y a pesar de las diferencias entre ellos, es pensado como el espacio indeterminado de la relación entre las singularidades en el común, en la medida en que tales relaciones implican una ex-propiación de sí. En la obra de J.-Luc Nancy se nos ofrece una comprensión de lo común según la cual éste escapa continuamente a la persistencia de una identidad de los singulares. La recíproca ex-posición no da lugar jamás a una síntesis de sentido comprensible, pues (y esto hace patente una herencia derridiana) el sentido no pertenece a ningún singular concreto ni a la suma de ellos: es relanzado de uno a otro y consiste, por eso, en su diferir. Lo apéiron sería, pues, el espacio indefinido e ilimitado de la co-existencia, en la medida en que ésta no posee una determinación en su seno capaz de fijarla en sentidos atómicos concretos, dado que éstos son su circulación sin detención en una forma precisa21. Con matices propios, esto es atribuible a la communitas de R. Espósito, en la que el munus designa, no un lugar de reunión identitaria, sino de expropiación, de sustracción de todo sí mismo en su fuera de sí (Cfr. Esposito: 2003, pp. 29-31), o a la comunidad inesencial de G. Agamben, cuya indeterminabilidad esencial impone “que las singularidades


      19 “Algún día habrá que tratar de definir las formas y categorías fundamentales del ‘pensamiento del afuera’ [...]. De lo que se trata es de ponerse ‘fuera de sí’. [...] No ya hacia una confirmación interior, sino en un silencio [ese Afuera] que no es la intimidad” (Foucault: 1988, pp. 17-25).

      1. “Lo impolítico es lo político observado desde su límite exterior. Es su determinación, en el sentido literal que perfila sus términos,

        coincidentes con la realidad íntegra de las relaciones entre los hombres” (Esposito: 2006, p. 40).

      2. De ahí que lo singular sea, al mismo tiempo, plural: está diseminado en diferencias. Y de ahí, también, que lo común sea este no- definido espacio de circulación del sentido. “Mas he aquí lo que somos: el sentido como el elemento en el que las significaciones pueden producirse y significar. [...] El sentido es su propia comunicación o su propia circulación. El ‘sentido del ser’ no es ninguna propiedad que viniese a calificar, a colmar o dar finalidad al dato bruto del ‘ser’ puro y simple. Es más bien el hecho de que no hay ‘dato bruto’ del ser” (Nancy: 2006, pp. 17-18). La comunidad, por eso, se genera a sí misma en su des-obrarse, es decir, en el proceso por el cual desmantela todo “obrar” como producción de un sentido objetivable y presente (Nancy: 2001, p. 61ss).


        hagan comunidad sin reivindicar una condición representable de pertenencia” (Agamben: 2006, p. 70; Cfr. pp. 69-70). Es esta apertura del ser-en-común, en exclusiva, la que explicaría su devenir. Pues bien, si esto es así, la atención a los procesos fácticos por medio de los cuales el mundo social y político constituye desde sí su curso de desarrollo es eliminada, en beneficio de una atención a la costitución de formas de comunidad inéditas desde la auto-génesis de la comunidad. La mirada ontológica no permite, desde ella misma, contemplar el plano de la facticidad tangible.

        Frente a una concepción del común de este tipo es necesaria una mirada estereoscópica, capaz de vincular la ontología y lo socio-político en su sedimetación palpable. Es lo que intentamos realizar mediante una teoría de la civilización que la aborda desde la doble óptica de una topología genética socio-cultural cuya textura explicita la tensión inherente al ser errático. La civilización es una unidad discorde de dos caras inseparables pero heterogéas, la cultura y el mundo socio-político. La cultura, en la civilización, designa el estrato más profundo de su conformación. Su cualidad es acontecimental e invisible. No está compuesta por estructuras representables y organizaciones tangibles, como ocurre en la faz socio-política. Es, más bien, dinamizada por cursos de acontecimientos irrepresentables, no por ello místicamente inasibles: se trata de flujos afectantes, tales como visiones en movimiento del mundo, corrientes valorativas, caudales de estilos y modos de vida, cauces trabados por hábitos, costumbres, anhelos, temores, etc. Tales cursos intensivos son pre-individuales, no adoptan una forma individuada precisa, se relacionan entre sí caosmóticamente. ¿Cómo, si no, explicar su devenir plástico, cambiante, auto-transfigurador? Los cursos intensivos de la cultura se vinculan en virtud de su diferencia, de la relación misma, dando lugar a conjuntos que, ni en la forma de un cosmos idéntico a sí mismo y petrificante, ni en la de un caos disgregador, se auto-organizan. Expresado en terminología deleuzeana, congregan devenires micrológicos o moleculares. Y como la auto-organización tiende a la complejidad creciente, el mundo cultural está impulsado por el exceso: se expande conforme van siendo incorporados nuevos cursos de deseo, visión del mundo, etc. El devenir no cesa de inyectar en él alteraciones al hilo de la problematicidad que va encontrando. Es un espacio, pues, ex-céntrico, remiso a la limitadora parálisis en un estado cerrado. Lo cultural-excéntrico es, desde este punto de vista, un movimiento auto-creador, auto-generativo, en y por mor de exuberancia y sin un telos determinable. Ahora bien, este mundo subcutáneo de la cultura, puramente intensivo, no puede ser sin encarnarse extensivamente, tal y como la potencia inasible de la ventisca que azota al mar riza a éste en oleaje, en el cual adquiere una corporeización concreta. Aparece en este punto el problema de la génesis individuadora. La cultura civilizacional se materializa, en su otra cara, en conformaciones socio-políticas concretas. El mundo socio-político, pues, ocupa el lugar de lo individuado y, en este sentido, su textura es céntrica: es el plexo en el que el invisible autotrascendimiento infinito de la cultura es remansado, contenido prudencialmente en ciertos límites. En su relación, ambas dimensiones, haz y envés de un mismo movimiento, conforman una tensión céntrico-excéntrica que impulsa, a golpes de excentricidad cultural, nuevas contenciones (transitorias) en la centricidad socio-política, un movimiento que bien podría compararse con el de sístole y diástole del corazón: cuando la problematicidad excéntrica de la cultura pide desde sí un exceso diastólico fuerza al mundo sociopolítico a transfigurarse hasta hallar una nueva forma capaz de encarnar al devenir cultural y ofrecerle una forma organizativa en sístole. Al mismo tiempo, esta relación de encarnación (y en este punto injertamos la lúcida perspectiva de G. Simondon (2005, sec., 4, cap. 1) es del orden de la transducción. El excéntrico, pre-individual y caosmótico ámbito del subsuelo cultural es un campo problemático; sus relaciones intensivas no estructuran un fundamento signable; forjan una dinamicidad problematizante que demanda soluciones. Pero tales soluciones no son gestadas en su propio plano o estrato; coinciden con la céntrica corporeización socio-política. Quiere decir esto que la problematicidad cultural es inyectada en formaciones socio-políticas, en cuya inmanencia quedan in-corporadas.


        Hay que añadir que, a esta luz, la génesis de lo común incluye una dimensión que no es considerada por la mayoría de los pensadores de la comunidad, como los mencionados. En una ontología co- existencial se trata siempre, de un modo o de otro, de partir, no de la singularidad irrepetible del ser- ahí-con (a la heideggeriana), sino del ser-con-ahí22. La génesis y la constitución de mundo pende, en el fondo, del encuentro, del con, y tal anclaje resta normatividad a la comprensión de lo colectivo. Basta, por decirlo así, con que una comunidad sea abierta en el sentido indicado, con que las significaciones difieran, con que tiendan a implosionar toda identidad singular, para que se la califique de rica y prometedora, independientemente de cuál sea el sentido que se comparte de este modo. No es difícil imaginar, sin embargo, una comunidad abierta así concebida en la que el sentido que transita en el con sea baladí o incluso reprobable. Desde nuestro punto de vista, lo esencial del ser-juntos no radica en el ser-juntos sin más. Es necesario un plus, a saber, que a su través refulja el mundo como acontecimiento realmente creador. Hemos llamado síntesis sub-representativa de la apercepción (en discusión con Kant) al nexo entre extrañamiento y acontecimiento (Cfr. Sáez Rueda: 2009a, cap. 7, §2; 2015, cap. 1, §2). Quisiéramos ahora profundizar esta noción en discusión con los pensadores impolíticos de la comunidad. El ser errático, como hemos señalado, recibe su tensional conformación de la posición extrañante ante lo que nos rodea. Añadimos que, sin ella, el lazo hombre-mundo se reduce al del sujeto-objeto. Por el extrañamiento el ser humano se convierte en un cogito pre-reflexivo: capta o aprehende su entorno interrogantemente y de forma perpleja en la facticidad de la existencia (a través de una auto-afección previa a la auto-reflexión temática. Paralelamente, ante él se autopresenta lo mundano, no como mero objeto representativo o como hecho descriptible: cobra la densidad del acontecimiento (en cuanto lo sorprendente, admirable o misterioso). Pero ello ocurre en el instante de un rayo. En el extrañamiento el ser humano se ha situado prelógicamente en una temporalidad de Aión y en una espacialidad cualitativa, spatium. Experimenta que el acontecimiento está destinado a permanecer, a durar (expresado a la bergsoniana). En el espacio geométrico y en el tiempo de cronos, no obstante, el acontecimiento es fugaz, efímero, muere en el instante de su nacimiento. La durabilidad que pide el acontecimiento reclama, entonces, a la comunidad, en cuyo seno será com-partido y salvado de su inminente desaparición a través de la palabra viva, de la escritura o de cualquier otro medium comunicativo. El ser-con se revela ahora, en su radicalidad, reunión en torno al acontecimiento, para preservar su fuego23. Una comunidad en la cual no se traba tal com-parecer extrañante corre siempre el riesgo de convertirse en un simple ejercicio de compañía sin sustancia. No sucede, por tanto, que la comunidad, por el hecho de serlo, haga vibrar lo importante. A la inversa: es lo importante acontecimental lo que hace comunidad. El pensamiento de la comunidad, si ha de poder distinguir la gesta creadora de mundo respecto a la siempre posible banalidad de la mera camaradería agenésica, tiene que reencontrar en la génesis de lo colectivo no sólo al ser-con; ha de desentrañarlo, más allá, como el ser-con-en-el-acontecimiento.

        Este carácter más profundo de lo acontecimental-extrañante respecto al escueto ser-con es precisamente lo que convierte a la cultura, en el sentido señalado, en dimensión genética. Lo generador es, necesariamente, problematizante. Todo en la cultura lo es, porque el acontecer que lo transita (y no los hechos) se convierte en lo enigmático. Los cursos que transitan en la profundidad de la cultura son acontecimientos; sólo son aprehensibles en el infinitivo del verbo: el discurrir de un modus vivendi y de un modus operandi; no este o aquel conjunto de propensiones objetivables, por ejemplo, sino su invisible


      3. Tal punto de partida es asumido por J.-L.-Nancy en multitud de lugares de su Ser singular plural, y también por R. Esposito. Expresa y concisamente puede encontrarlo el lector en el prólogo del primero a la Communitas del segundo. Ver el prólogo de J.-L.-Nancy a Esposito (2003).

      23 Podemos imaginar al ser humano primitivo en torno al fuego. Allí comienza el lenguaje y toda la gravedad de lo humano. Unos narran a otros lo sucedido, que puede ser el admirable nacimiento remoto de la tribu o el reciente y asombroso logro de la caza en medio de los peligros y terrores de la naturaleza.


      mantenerse in status nascendi, su reconfigurarse proteicamente, su modo de elevar o envilecer, el tono y el color, en definitiva, de su estar siendo. Y puesto que devienen incorporando nuevos devenires, se convierten en la potencia excéntrica de la civilización. Quiere esto decir que un proceso civilizatorio verdaderamente auto-generador es un caosmos poblado por pulsos extrañantes: en su relación sostienen siempre preguntas pre-reflexivas, pre-teoréticas, que nos convierten en testigos de enigmas, de tal modo que las preguntas concretas y explícitas en el plano socio-político llegan a serlo sólo en la medida en que se formulan desde esta invisible (para expresarlo en términos de M. Merleau-Ponty) pregunta interrogante que vibra en lo informulable y da vida a todo lo formulablemente cuestionador24. Todo dinamismo cultural posee este sentido: es interrogante, posee la forma de una pregunta sostenida que agita la conciencia explícita y la praxis concreta. De ahí que un caosmos cultural no pueda ser entendido sólo como el complejo encuentro entre fuerzas del que emana, como efecto en superficie, el sentido comprensible. Todos y cada uno de sus cursos entrelazados es ya una unidad fuerza-sentido. Es fuerza por su cualidad intensiva, pero es, al mismo tiempo, sentido, porque discurre en la trastienda de la conciencia humana, y ante ella, con el perfil de lo que no puede dejar de asombrar, de sorprender y, en suma, de despertar la posición extrañante. Rozamos con esto una compleja temática filosófica que conduciría, a nuestro juicio, a un posicionamiento más allá de la separación entre la ontología de la fuerza o intensio (en la que se sitúan Nietzsche, Foucault o Deleuze), por un lado, y la ontología del sentido (de carácter eminentemente fenomenológico, incluyendo a la ontología fundamental de Heidegger), por otro. Una unidad fuerza-sentido es, como hemos dado en llamar, una gesta, fuerza significativa y significación afectante al unísono25. Pero tal temática desborda los márgenes de este trabajo. Lo relevante en el contexto de esta reflexión reside en subrayar que el tejido cultural es un telúrico campo problemático trabado por gestas (cursos, devenires) acontecimentales. Transductivamente, tal problematicidad acontecimental es injertada, en su envés, en el cuerpo sociopolítico. Éste, pues, está impulsado por cuestiones o preguntas formulables germinadas sobre el magma de las preguntas interrogantes de carácter cultural, si lo expresamos, de nuevo, en espíritu merleau-pontyniano. Una praxis socio-política, como forma individuada, se esfuerza en conferirles a estas cuestiones una conformación material, extensa y limitada, es decir, céntrica. Forja una centricidad que, por dar cuerpo a lo problemático, es dinamizada hacia la constitución de mundo.


      24 Hacemos alusión a la distinción merleau-pontyniana entre pregunta interrogante (siempre tácita e informulable) y pregunta formulable. La primera abre el espacio o campo de juego en el que se yergue la segunda. “El reconocimiento expreso de una verdad es bastante más que la simple existencia en nosotros de una idea incontestada, la fe inmediata en lo que presenta: supone interrogación […] una interrogación que ni siquiera precisará formular: formulándola haría de ella una cuestión que, como toda cuestión determinada, envolvería una respuesta. [Esta interrogación es] la opacidad de la existencia […]. No puedo seguir en la evidencia más que reteniendo toda afirmación, más que […] asombrándome ante el mundo y cesando de estar en complicidad con él para poner de manifiesto la oleada de motivaciones que me llevan en él, para despertar y explicitar enteramente mi vida. Cuando quiero pasar de esta interrogación a una afirmación, y a fortiori cuando quiero expresarme, hago cristalizar en un acto de conciencia un conjunto indefinido de motivos, entro en lo implícito, esto es, en lo equívoco y en el juego del mundo” (Merleau- Ponty: 1975, p. 310. “Es, pues, esencial para la cosa y para el mundo el que se presenten como ‘abiertos’, el que nos remitan más allá de sus manifestaciones determinadas, que nos prometan siempre ‘algo más por ver’. Es lo que algunas veces se expresa al decir que la cosa y el mundo son misteriosos. […] Son incluso un misterio absoluto que no comporta ninguna aclaración, no por un defecto provisional de nuestro conocimiento […] Nada hay por ver más allá de nuestros horizontes, sino otros paisajes y otros horizontes […] Comprendemos ahora por qué las cosas, que le deben su sentido, no son significaciones ofrecidas a la inteligencia, sino estructuras opacas […] La cosa y el mundo no existen más que vividos por mí o por sujetos como yo, puesto que son el encadenamiento de nuestras perspectivas; pero trascienden todas las perspectivas, porque este encadenamiento es temporal e inacabado. Me parece que el mundo se vive a sí mismo fuera de mí, como los paisajes ausentes continúan viviéndose más allá del alcance de de mi campo visual […]” (Ibíd., pp. 346-347).

      1. Hemos intentado mostrar que la ontología de la fuerza, haciendo derivar de la inter-afección intensiva al sentido comprensible, incurre en la reducción inversa por la cual la ontología del sentido convierte en derivada a la potencia intensiva de la acción respecto a lo significativo-aprehensible. Los cursos o flujos de un caosmos, en consecuencia, no son sólo fuerzas sino unidades fuerza-sentido (gestas) (Cfr. Sáez Rueda: 2009a, cap. 6, §5; 2012, pp. 7-24).


        El ser civilizacional, en su globalidad, es una auto-génesis creadora que constituye mundo. Pero tal constitución, aunque no pueda desprenderse de cierta indiscernibilidad entre sus dos rostros o caras, permite distinguir y conectar entre sí los dos planos, el ontológico (escorado hacia la esfera de la cultura) y el socio-político (escorado hacia la praxis concreta de la comunidad).


    2. GÉNESIS AUTÓFAGA Y MALESTAR CIVILIZATORIO

Todos esos fenómenos calificados de enfermizos y cuyo agente patógeno hemos hecho residir en la organización del vacío y en la ficcionalización del mundo en cuanto contra-génesis pueden ahora ser iluminados, más en profundidad, como “patologías de civilización” emanadas de una génesis autófaga. Ésta se produce cuando en el entramado cultural penetran fuerzas ciegas, es decir, fuerzas que, separadas de la autoafección colectiva, se hurtan al extrañamiento y actúan como cuasi-leyes ocultas. En la auto-organización caosmótica de las relaciones acontecimentales, la inserción de tales fuerzas ciegas alcanza, en su extremo, un lugar tan eminente, tan prevalente, que vampirizan al resto de cursos rizomáticos y los someten a su servicio. La génesis auto-creadora se vuelve, así, contra sí misma, se convierte en autófaga. Su excentricidad inmanente ya no propulsa un crecimiento en exuberancia; su propulsión, por el contrario, depotencia el movimiento entero, de manera que se produce el aporético fenómeno por el cual la riqueza creativa de la cultura desfallece en el mismo dinamismo por el que se expande. Se trata, dicho de otro modo, de un crecimiento auto-creador en el que la creación es apócrifa, dirigida ya por una nihilista voluntad de nada. Simultáneamente, es evaporada la relación transductiva con la esfera socio-política. En ésta ya no penetran problematizaciones que aguijonean su auto-constitución, sino resoluciones legaliformes, especie de dictámenes ocultos que la gobiernan y que atraen hacia sí mecanismos ciegos propios de su esfera. La figura más general de la autofagia civilizacional, en este sentido, puede ser comprendida como el jánico proceso de una orfandad cultural (su abandono y entrega a un devenir al margen de la voluntad humana) y de una autonomización logística en el plano socio- político (su desarraigo respecto a la problematicidad cultural y su orientación de acuerdo con la lógica del desarrollo de reglamentaciones rígidas, cuyo inexorable rumbo se desprende, también, de la voluntad de los hombres, enajenándolos). Ahora bien, ambos procesos son correlativos y expresan, de modos diferentes, un mismo fenómeno. Y es que la relación entre la cultura y el campo socio-político se ha transformado: dado que las problematizaciones de la primera no penetran ya en el seno de la segunda, la transducción es sustituida por el acoplamiento, es decir, por una reunión de dos dinamismos que, siendo dispares (uno es ontológico, otro fáctico u óntico), son idénticos en su ejecutividad, coherentes entre sí.

La textura jánica de la génesis autófaga hace, de este modo, compatibles procesos enfermizos que, tomados aisladamente, poseen supuestos filosóficos inconmensurables. A continuación, especificamos dos de ellos.

  1. Conversión de lo existente en “existencias” y del producto en “mercancía”. La comprensión técnica del mundo conduce, según Heidegger, a la conversión de todo lo existente en existencias (Bestand), es decir, en fenómenos cuantificables, acumulables y puestos a la disposición del arbitrio humano (Cfr. Heidegger: 2001b, pp.23-25). Sólo una ingenuidad auto-engañada podría negar que esto está ocurriendo en nuestro presente. Todo lo que acoge el ser humano hoy se realiza a expensas del sojuzgamiento de lo acogido a la voluntad de su altivo enseñoreamiento sobre la tierra: la naturaleza, la relación con el otro y hasta gran parte del pensamiento mismo, convertidos en realidades despojadas de su ser intrínseco, clamorosamente demandante desde sí, y transmutadas en proyecciones de la subjetividad divinizada. Semejante propulsor devasta la propia esencia del hombre, que no sería tal si no atiende a la invocación de las cosas mismas. Es, por tanto, una fuerza ciega, librada del concurso del posicionamiento interrogativo y extrañante


    humano. Y esta ciega fuerza congrega en torno a sí a otros cursos del devenir rizomático: los de la génesis de la identidad, de la inter-culturalidad, etc. La génesis autocreadora, pues, se devora a sí misma. Tal fenómeno tiene lugar en la profundidad de la cultura, es acontecimiento invisible, pero simultáneamente, en la esfera del mundo socio-político tiene su réplica en la conversión de todas las producciones humanas en meras mercancías, en un sentido marxista, por mor de la expansión de una organización capitalista que se globaliza y que se asemeja a un Behemoth ubicuo. Por su eficacia, el mundo socio-político es sometido a la autonomización logística, tanto a través de las leyes del mercado como de las de la razón estratégico-instrumental, por lo cual su constitución de mundo es clausurada: abre, sí, transformaciones inusitadas por medio, por ejemplo, de la industria y la tecnología, pero tales transformaciones no llegan a ser realmente diferenciales, sólo repiten monótonamente un Mismo imperturbable.

  2. Negatividad reactiva cultural e “infatuación identitaria” socio-política. El caosmos cultural canaliza una negatividad generadora y productiva. Niega la parálisis de sus dinamismos y los abraza en la alteración. Si hubiera que decirlo con Bataille (y Kojève), tal negatividad podría ser interpretada desde una transformación del momento negativo de la dialéctica hegeliana, es decir, como una “muerte creadora” no orientada a la síntesis: ligada, más bien, al derroche, ése por cuyo concurso es conducido lo idéntico a un sacrificio que lo abre infinitamente a lo otro de sí (Cfr. Bataille: 2005, pp. 11-33; Cfr. García Pérez: 2015, pp.4-19). La “negatividad reactiva” está instalada, por el contrario, en la lógica de la contradicción aversiva: su negación emana solo y exclusivamente del hostil antagonismo respecto a lo otro de sí, sobre el cual es ejercido el sacrificio. Expresado a la nietzscheana, se trata de la cualidad de las fuerzas reactivas, cuya afirmación no surge de su propia pujanza, sino de la oposición a una otreidad, que es llevada, así, a su inversión y sojuzgada en la negación: devenir reactivo del resentimiento (Nietzsche:1992, tratado primero, §10) en el que vibra la voluntad de nada. Pues bien, la negatividad reactiva, que tantos matices posee, amenaza en la actualidad al modo de una fuerza ciega incrustada en la urdimbre cultural. La conversión de lo existente en existencias, a lo cual nos hemos referido, adopta, en su polifacético movimiento, tal rostro y patentiza, así, su entrecruzamiento con este otro curso. La afirmación del hombre en el mundo tiende a convertirse en un auto-aseguramiento a expensas del sacrificio negador de aquello con lo que se relaciona. Es en la medida en que perfila su senda suprimiendo el valor de lo que encuentra a su paso e invirtiéndolo: su sí mismo se constituye por mor del contra-mismo, y ello eminentemente cuando éste es el mundo extraño de la cultura-otra. Es ese, por ejemplo, el significado profundo de lo que hoy se tematiza en la expresión “choque de civilizaciones”, cuyo mentor, H. Huntington nos ofrece convincentes razones según las cuales la identidad, a nivel civilizacional, se constituye en la actualidad sólo mediante la oposición a un enemigo, pues parece que para amar lo propio haya que comenzar odiando lo ajeno26. Esta fuerza ciega de la negatividad reactiva es acontecimental. Insertada en el rizoma cultural, atrae hacia sí al resto de sus cursos, que no por ello dejan, como conjunto rizomático, de expandirse. Crecimiento, pues, que hace decrecer la exuberancia: génesis autófaga. Pero, al unísono, en la otra cara civilizacional y en ajuste acoplante, el mundo socio-político está siendo colonizado por


  1. “No puede haber verdaderos amigos sin verdaderos enemigos. A menos que odiemos lo que no somos, no podemos amar lo que somos. Estas son las viejas verdades que vamos descubriendo de nuevo dolorosamente tras más de un siglo de hipocresía sentimental. (Quienes las niegan niegan a su familia, su herencia, su cultura, su patrimonio y a sí mimos! No se les perdonará fácilmente. La funesta verdad de estas viejas verdades Cañade HuntingtonC no puede ser ignorada por hombres de Estado e investigadores. Para los pueblos que buscan su identidad y reinventan la etnicidad, los enemigos son esenciales, y las enemistades potencialmente más peligrosas se darán a lo largo de las líneas de fractura existentes entre las principales civilizaciones del mundo” (Huntington: 2005, p. 20). “Sabemos quiénes somos sólo cuando sabemos quiénes no somos, y con frecuencia sólo cuando sabemos contra quiénes estamos” (Ibíd., p. 22).


lo que llamaríamos infatuación identitaria. Es una lógica perversa cuyo sentido podríamos extraer de una desgarradora descripción de Hegel en la Fenomenología del espíritu27. En una comunidad regida por reglamentaciones cada vez más abstractas y omnipresentes, desvinculadas de un sentido vivamente orientativo (y la nuestra, la comunidad del presente, lo es, si hay que tomar en serio ese proceso de racionalización y desencantamiento que anunció M. Weber como destino contemporáneo (Cfr. Weber, 1986), el sí mismo singular se enfrenta a las leyes y costumbres éticas “y el individuo es para sí, como este yo, la verdad viva” (Hegel: 1993, p. 212). Enfrenta a la ley externa su ley del corazón, que expresa vocación moral encarnada en la circunstancia. Esto es necesario y posee un sentido revolucionario digno de admiración. Ahora bien, un proceso autodestructivo lo acecha y termina volviéndolo contra él. Al ponerse en práctica, la ley del corazón se encuentra con que el “otro” presenta también la suya. Y cada una, en vez de mediarse y abrirse en escucha, se sitúa frente a la otra considerándose “ley de todos los corazones”. Tal es la infatuación de la conciencia, por la cual el sí mismo lo es ya únicamente por contraposición al otro. Comienza, entonces, una especie de “guerra intestina de todos contra todos” en el espacio público cuya consecuencia es la proliferación de identidades auto-envanecidas, constituidas a través de la mera negación de las otras. La realización del sí mismo ha encontrado en este punto su “inversión”: olvida la lucha por la cosa misma y ahora es des-realización.

De ahí que los demás (sentencia Hegel) no encuentren plasmada en este contenido la ley de su corazón, sino más bien la de otro; y precisamente con arreglo a la ley universal según la cual todos deben encontrar su corazón en lo que es ley, se vuelven contra la realidad efectiva que este individuo propone. “[...] Y así como, primeramente, el individuo abominaba solamente de la ley rígida, ahora encuentra contrarios a sus excelentes intenciones los corazones mismos de los hombres, y abomina de ellos” (Ibíd., p.229).

El resultado es el de una “hostilidad generalizada”. A nuestro juicio, un fenómeno de este tipo está arrasando la convivencia entre los seres humanos. El sentido de nuestras luchas está bajo la amenaza de abandonar los problemas mismos y de entregarse a la discordia de la infatuación identitaria. Hay hoy muchas y buenas razones para oponerse al orden instituido. Ahora bien, la negatividad reactiva que atraviesa a la cultura fuerza, cada vez con mayor intensidad, a que las luchas contra lo perverso instituido cobren ese tinte reactivo al nivel socio-político, con lo cual arriesgan perder su nobleza inicial y envilecerse, volviéndose contra sí. Nos referimos a una praxis crítica que pierde su carácter positivo- creador y se transmuta en pura afirmación identitaria, esa que posee el sentido exclusivo de un ir a la contra por principio. Se trata del surgimiento amenazante de un tipo de crítica socio-política que simplemente se afirma en la vida sin trascenderse a través de su praxis desenmascaradora. Esta figura de ser humano ya no se pone en cuestión a sí misma, no piensa. Genera en sí una autoconfianza ciega e ilimitada, dogmáticamente encerrada en sus estrechos límites. Y entonces se convierte en lo opuesto de la vida (que es afirmación en exuberancia): en una negación viviente. Todo en esta figura es absorbido por el acto de negar. Niega la conformación institucional de la sociedad sólo porque es lo constituido. Y todo lo constituido es cuestionable, sí. Pero ella lo hace por principio. Su agenesia le impide transformar aquello que se le enfrenta, pues simplemente le dice “¡no!”. Y este “¡no!” trabaja en él taimadamente y lo devora. En su fuero interno cree que está cambiando el mundo y, en realidad, lo está justificando tal y como está instituido, pues todo lo constituido (así había comenzado esta figura) es para él una negación de la vida pujante y nada más. Se presenta como un egregio cuestionador de todo y es sólo un ser que todo lo niega. Razón por la cual acaba con frecuencia en un dualismo contradictorio, inventando espacios fuera de ese completo afuera social entero (como si ello fuese posible), espacios donde se refugia hoy el


27 Nos referimos a la figura de la “ley del corazón y el desvarío de la infatuación” (Cfr. Hegel: 1993, pp. 217-224).


anhelo de un reencantamiento del mundo en su deformación (es decir, no en la profundidad del mundo, sino en un fantasmagórico fuera del mundo) y donde crecen imaginarios polarizados por un misticismo mal entendido. Esta figura de la infatuación en la vida destroza a esa forma de vida que es continua auto-transfiguración creadora. Pero quien cae en manos de ella no lo sabe. Y ahí radica también su infatuada nulidad. Esto ocurre también a un nivel supra-individual, en la organización del trabajo y en la estructuración del Estado. Valga, por ejemplo, la universal implantación de esa vida bipolar que, según Weber, promocionando sólo la acción estratégico-instrumental, produce aceleradamente “profesionales sin espíritu” y “gozadores sin corazón” y que, de un modo más general, escinde y desgarra todas las empresas humanas, haciendo pulular un tropel de “nulidades [que] se imaginan haber ascendido a una nueva fase de la humanidad jamás alcanzada anteriormente” (Weber: 1969, p. 260). Valga también como ejemplo ese engañoso reencantamiento que oculta la frialdad de una praxis dirigida a la mera eficacia del rendimiento pragmatista constituyendo identidades infatuadas por efecto de una ilusoria constitución de sí como proyecto de existencia. La lógica de lo eficaz se emparenta aquí con la sociedad del éxito y de la fama inmediata, premiándonos como “operadores” activos, “animadores de equipo”, “catalizadores” o “inspiradores”. La noble efficacitas latina, que significa “virtud”, “energía”, “fuerza”, “poder para obrar”, degenera, así, en un prurito por reducir el devenir de los acaeceres a fenómenos susceptibles de ser entrelazados por una regla fija, coincidente con una relación entre cantidades, es decir, por lo que se llama “función”, otorgándoles, ficcionalmente, el barniz de lo emocional auto-realizador. En el más elevado espacio del Estado, la infatuación identitaria no parece menos evidente. Los seres humanos del presente contemplamos con pesar, efectivamente, que la lógica amigo/enemigo, situada por C. Schmitt en el corazón de la constitución de la soberanía, se estira y acrecienta. Las guerras mundiales del pasado siglo lo testimonian, pero también las más próximas en el tiempo, incluso de manera incruenta.


CONCLUSIONES

El ser es errático en un noble sentido: su tensión céntrico-excéntrica coimplica un habitar en la morada céntrica de un mundo concreto de modo tal que éste sólo es en virtud de la extradición excéntrica que lo acompaña inmanentemente. Tal tensión adopta la forma de una auto-génesis creadora sin cierre, abierta a un infinito aporético, necesario e imposible al unísono. El ser errático entra en crisis cuando la exuberancia en expansión y crecimiento autopoiético que lo impulsa a la continua autotransfiguración se vuelve contra sí misma, dando lugar a una depotenciación como génesis autófaga. Cuando ello ocurre, se transforma en un ser-errabundo, dos de cuyas figuras fundamentales son la administración del vacío y la ficcionalización del mundo. La primera designa un mundo en vacío que necesita del vértigo de acción y movimiento como máscara de su inmovilidad y que coloca al ser humano en un progreso meramente cuantitativo, implicado en el malestar del experimentarse carencialmente bajo el peso de la deuda infinita. La segunda expresa, sin supuestos dualistas, el crecimiento de un imaginario que suplanta al entretejimiento ser-ficción de todo proceso errático por un tipo de ficción depotenciadora. Ambos fenómenos llevan aparejadas dos patologías civilizatorias complementarias: la de una centricidad sin excentricidad, conducente a un cierre identitario expresado, por ejemplo, en el fenómeno la continuidad fatídica, y la de una “excentricidad sin centricidad”, a cuya sombra nacen multitud de procesos de extraversión alienante.

Nuestra civilización occidental experimenta en la actualidad un ocaso, el cual no debe ser considerado como decadencia destinal inexorable, sino como desfallecimiento nihilizador que ofusca pero abre la posibilidad de un renacer. El ser civilizacional coincide con una auto-génesis creadora en la que se imbrican (a través del proceso de individuación desde lo pre-individual) sus dos caras heterogéneas, la de la cultura excéntrica y la de la céntrica esfera socio-política, lo cual implica un posicionamiento más


allá de la escisión entre un pensamiento impolítico de la comunidad y una consideración pragmatista de ésta. Su génesis autófaga arrasa hoy la creadora relación entre ambas dimensiones, destruyendo la transducción individuante y sustituyéndola por el acoplamiento homogeneizador. Pueden, así, ser considerados, desde este diagnóstico bifronte fenómenos enfermizos coherentes entre sí y con supuestos ontológicos heterogéneos, dos ejemplos de los cuales son, en primer lugar, la “conversión cultural de la existencia en existencias y la socio-política producción en mercancía” y, en segundo lugar, la “negatividad reactiva cultural y la infatuación identitaria socio-política”.


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Año 23, n° 80


Esta revista fue editada en formato digital y publicada en febrero de 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela


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