Revista de Ciencias Sociales (RCS)

Vol. XXIX, No. 2, Abril - Junio 2023. pp. 496-508

FCES - LUZ ● ISSN: 1315-9518 ● ISSN-E: 2477-9431

Como citar: Sembler, C. (2023). Vida individual y sufrimiento social. La pregunta sociológica por el suicidio. Revista De Ciencias Sociales, XXIX(2), 496-508.

Vida individual y sufrimiento social. La pregunta sociológica por el suicidio

Sembler, Camilo*

Resumen

Este artículo busca examinar la especificidad de la pregunta sociológica por el suicidio en tanto fenómeno individual que expresa, al mismo tiempo, formas de sufrimiento social. Con este objetivo se caracteriza, en primer lugar, el modo en que —a raíz de la disolución de las solidaridades tradicionales y el surgimiento de la moderna figura del individuo— se transforma la comprensión acerca del sentido de la vida individual y el lugar de la muerte. En segundo lugar, se aborda la especificidad de la pregunta sociológica por el suicidio en este nuevo contexto histórico. A la luz de las reflexiones de Marx (2012); y Durkheim (2018), se caracteriza una interpretación que ve en el suicidio un fenómeno de sufrimiento individual a su vez expresivo de formas de sufrimiento social. La clave de esta interpretación sociológica consistirá entonces no solo en buscar rastrear las causas sociales de los sufrimientos que afectan a los individuos, sino además en diagnosticar a través de la vida individual y sus tensiones el estado de la vida social en su conjunto. La mirada sociológica asume, en definitiva, el suicidio como un lente de observación tanto de la vida individual como colectiva.

Palabras clave: Suicidio; vida individual; sufrimiento social; Marx; Durkheim.

* Doctor en Filosofía. Magíster en Filosofía Política. Sociólogo. Docente del Departamento de Sociología en la Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile, Chile. E-mail: csembler@uahurtado.cl; camilo.sembler@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0003-2102-6966

Recibido: 2022-11-23 · Aceptado: 2023-02-10

Individual life and social suffering. The sociological question of suicide

Abstract

This article examines the sociological question of suicide as both an individual phenomenon and an expression of forms of social suffering. It provides a characterisation of the way in which – as a result of the dissolution of traditional solidarities and the emergence of the modern figure of the individual – understanding of the meaning of individual life and the place of death is transformed. Furthermore, it addresses the nature of the sociological question of suicide in this new historical context. Drawing on reflections by Marx (2012); and Durkheim (2018), the article presents an interpretation of suicide as an expressive phenomenon of individual and, at the same time, social suffering. The key to this sociological interpretation thus involves an attempt not only to trace the social causes of forms of suffering that affect individuals, but also to diagnose in terms of individual life and its inherent frictions the state of social life as a whole. The sociological view ultimately assumes suicide as a lens for observation of both individual and collective life.

Keywords: Suicide; individual life; social suffering; Marx; Durkheim.

Introducción

A Platón se debe una de las primeras consideraciones filosóficas acerca del suicidio. Entre los pasajes de Las Leyes dedicados a precisar las penas relativas a los distintos delitos vinculados con la muerte, se lee a propósito de quienes por iniciativa propia decidan interrumpir “el cumplimiento de su destino”:

Las tumbas para los muertos de esta manera deben ser, en primer lugar, particulares y no compartidas con otro. Además, deben enterrarlos sin fama en los confines de los doce distritos en aquellos lugares que sean baldíos y sin nombre, sin señalar sus tumbas con estelas o nombres. (Platón, 1999, p.168)

Para la mirada contemporánea, este tipo de consideraciones – muy habitual en el mundo antiguo – sin duda despierta la atención no solo por su importante grado de reprobación social, sino además por la ausencia de consideración del suicidio desde el punto de vista de la vida individual (Cholbi, 2011). El suicidio es considerado aquí sobre todo en relación con las obligaciones éticas que se deben cumplir respecto a la vida en común.

Poner fin a la propia vida, dice en tal sentido Aristóteles (1985) en su “Ética”, aun cuando revele cierta debilidad de carácter – “morir por evitar la pobreza, el amor o algo doloroso, no es propio del valiente, sino más bien del cobarde” (p.196)–, no implica tratarse a sí mismo de manera injusta, sino actuar de modo moralmente incorrecta en relación con la vida pública. Cometer un suicidio vale más como atentado contra la comunidad que contra sí mismo. Pues aquel que “voluntariamente, en un arrebato de ira, se mata a sí mismo”, se pregunta Aristóteles, ¿contra quién actúa?:

¿No es verdad que contra la ciudad, y no contra sí mismo? Sufre, en efecto, voluntariamente, pero nadie es objeto de trato injusto voluntariamente. Por eso, también la ciudad lo castiga y se impone cierta pérdida de derechos civiles al que intenta destruirse a sí mismo, como culpable de injusticia contra la ciudad. (Aristóteles, 1985, pp. 264-265)

Resulta sin embargo apresurado concluir desde aquí, sin más, una subordinación absoluta de la vida individual a los deberes públicos, así como una plena sumisión de los intereses personales a los mandatos de la ley. La relación entre vida individual y vida pública manifiesta en el acto de poner fin a la propia vida es, también para la cultura griega, sin duda más compleja. Basta recordar una escena clásica de la filosofía griega: La muerte de Sócrates también por mano propia. Es cierto que su acto personal corresponde, en último término, a la ejecución de un mandato público, mas no por ello se trata de un mero cumplimiento ciego de la ley.

Sócrates intenta no solo por distintas vías, convencer al jurado acerca de la injusticia que supone su veredicto, sino además su obediencia se basa igualmente también en motivos prudenciales, esto es, en una consideración relativa a la búsqueda de propio bien personal. En el Critón –aquel diálogo en que Sócrates expone sus motivos para rechazar el ofrecimiento de sus amigos de escapar y radicarse en el extranjero– se advierte en varios pasajes que el primer dañado con tal huida sería precisamente, a primera vista de manera paradójica, él mismo. En una de las escenas finales, esto se expresa a través del discurso de las “Leyes” cuando se dirigen a Sócrates:

Pero si te escapas, lo harás en forma vergonzosa, devolviendo injusticia por injusticia y mal por mal, violando tus acuerdos y pactos con nosotras, haciéndole un mal a los que menos deberías hacérselo: a ti mismo, a tus amigos, a tu patria y a nosotras. (Platón, 1998, p.63)

En definitiva, en la ejecución del dictamen de muerte de Sócrates por mano propia su interés individual viene a coincidir con el interés público: Obedecer a la ley es obedecer a sí mismo, o como sugiere también Platón, vivir bien es considerado vivir de manera correcta o justa.

Las modernas ciencias sociales, por el contrario, darán cuenta de un proceso de desgarramiento o ruptura entre ambas dimensiones. La vida individual ya no encontrará su pleno sentido en la realización de las virtudes públicas, sino que con la moderna figura de la conciencia subjetiva se abrirá un espacio de interioridad y reflexividad desde el cual la vida en común y la legitimidad de sus obligaciones serán constantemente sometidas a revisión (Taylor, 1989). La sociología encontrará aquí una de sus preguntas fundacionales en torno a la inquietud por la posibilidad de fundar un orden social estable y legítimo entre individuos emancipados de sus solidaridades tradicionales, así como obligaciones consuetudinarias (Habermas, 1993). Una especial atención prestará entonces a comprender los nuevos modos y conflictos a través de los cuales la vida en común se entrelaza con la vida de los individuos.

En este contexto, como se busca argumentar en el presente artículo, la pregunta por el suicidio recibirá una nueva formulación. En el suicidio la sociología verá ya no una vulneración de los deberes públicos, sino una expresión de las ambivalencias y tensiones que caracterizan a los procesos de emancipación de la individualidad en las sociedades modernas. A partir de entonces, por tanto, el suicidio será interrogado también en tanto expresión de una forma de sufrimiento social.

Para examinar la especificidad de esta pregunta sociológica sobre el suicidio, el argumento a continuación se desarrolla en dos momentos principales. En primer lugar, se examina el modo en que —a raíz de la disolución de las solidaridades tradicionales y el surgimiento de la moderna figura del individuo— se transforma la autocomprensión acerca del sentido de la vida individual y el lugar de la muerte. Dicho con una sugerente observación de Phillipe Ariès (2005), el individuo moderno “descubre” en este tránsito también su “propia muerte” (p.61). En segundo lugar, se aborda la especificidad de la pregunta sociológica por el suicidio en este nuevo contexto histórico.

A la luz de las reflexiones de Marx (2012); y, Durkheim (2013), se caracteriza aquí una interpretación que ve en el suicidio un fenómeno de sufrimiento individual expresivo, al mismo tiempo, de formas de sufrimiento social. La clave de esta interpretación sociológica consistirá entonces no solo en buscar rastrear las causas sociales de los sufrimientos que afectan a los individuos, sino además en diagnosticar a través de la vida individual y sus tensiones el estado de la vida social en su conjunto. La mirada sociológica asumirá, en definitiva, el suicidio como un lente de observación tanto de la vida individual como colectiva.

1. La vida individual y la propia muerte

Es bien conocido que los temas fundacionales del pensamiento sociológico expresan preocupaciones surgidas a raíz de los procesos de ruptura del antiguo orden y la pregunta por la posibilidad de una nueva comunidad en un contexto histórico marcado por el industrialismo y una creciente individualización de los vínculos sociales (Nisbet, 2009). Menos frecuente, sin embargo, es la constatación que – también como consecuencia de este tránsito histórico y el surgimiento de la figura del individuo – el lugar y sentido atribuido a la muerte experimentó a su vez una importante metamorfosis. La especificidad de la pregunta sociológica acerca del suicidio debe ser entendida, sin duda, a la luz de este contexto más general.

En efecto, los procesos históricos de modernización social disuelven las estructuras institucionales y constelaciones normativas sobre las cuales descansaba la integración entre vida pública y vida individual en las sociedades tradicionales. Por una parte, tiene lugar un proceso de diferenciación estructural entre una esfera económica regida principalmente según criterios de maximización de ganancias y un aparato político organizado mediante procedimientos administrativos-burocráticos. De esta manera, ya hacia fines del siglo XVIII se consolida, tal como observa Habermas (2008), una ruptura en la filosofía política clásica entre una teoría de la “sociedad burguesa” centrada en el análisis de la economía política y, por otra parte, una teoría del Estado inspirada en el derecho natural moderno.

Junto con ello, a su vez tiene lugar un proceso de racionalización socio-cultural —o “desencantamiento del mundo”, como observó Max Weber—que conduce a una ruptura entre la validez de las normas jurídicas y la afirmación de la moralidad individual. En este ámbito, si las imágenes tradicionales del mundo basadas principalmente en la religión habían otorgado una connotación ética a los órdenes políticos y, con ello, permitido anclar la obediencia a los deberes públicos en las orientaciones valorativas y disposiciones prácticas de los individuos, en las sociedades modernas se asiste —por el contrario— a una disolución del lazo ético entre ambas dimensiones.

La obediencia a los mandatos públicos ya no viene garantizada por la referencia a valores éticos compartidos, lo cual establece las condiciones de base para el surgimiento tanto de la moderna figura de la conciencia moral como del problema de la legitimidad de un orden social postradicional (Habermas, 1993). El pensamiento social moderno ubicará, desde entonces, en el centro de su atención la preocupación por el modo en que, “las instituciones sociales y políticas [pueden expresar] (…) la libertad y el interés del individuo” (Marcuse, 1986, p. 9).

El conjunto de estas transformaciones se asocia, en definitiva, con una metamorfosis en la relación entre las dimensiones públicas y privadas de la vida social, atravesada por el surgimiento de una marcada conciencia acerca de la singularidad de la vida de los individuos. Pues, tal como se puede desprender de las clásicas consideraciones de Arendt (2009), aun cuando la distinción normativa entre esferas “pública” y “privada” no es, en estricto sentido, un producto propio de las sociedades modernas, adquiere en este contexto histórico algunas significaciones específicas de relevancia.

Como recuerda Arendt (2009), en el horizonte de sentido característico de la comprensión griega de la vida colectiva, la vida pública asumía un significado eminentemente político (polis) que la separaba de manera sustantiva de la esfera privada cuyo núcleo se encontraba en la familia y el hogar (oikos). Ambas esferas expresaban no solo dimensiones alternativas, sino que encarnan principios normativos opuestos, pues mientras la organización de la polis era vista como un ámbito de ejercicio de la libertad común entre iguales, la esfera privada venía a representar un espacio natural asociado a las actividades ligadas a las labores indispensables para reproducir materialmente la vida (satisfacción de necesidades).

De esta manera, concluye Arendt (2009), cada ciudadano pertenecía en estricto sentido a dos órdenes de existencia: A la vida pública, donde participaba de aquello que es “común” a todos (koinon); y, por otra, a la vida privada o doméstica, en la cual se apropiaba de lo específicamente “suyo” (ilion).

Ya durante la época medieval, si se atiende ahora las descripciones de Weber (1964), sobre las formas históricas de organización de la autoridad política, la distinción entre vida pública y privada pierde su carácter de marcada oposición normativa característico del modelo clásico vinculado a la polis. En efecto, el precitado autor observa en este contexto histórico una suerte de confusa delimitación o superposición entre las esferas del derecho público y del privado, toda vez que las formas feudales de la autoridad política articulan en su ejercicio tanto dimensiones privadas (tenencia y control de la tierra) como públicas (dominio sobre siervos y vasallos).

Con el advenimiento de la época moderna la distinción entre esferas pública y privada asumirá todavía un nuevo significado. Arendt (2009), identifica aquí como especialmente relevante el surgimiento de una esfera de lo “social” caracterizada por una hibridación entre lo público y lo privado: Se trata de un ámbito específico de la vida social en que el intercambio mercantil de intereses privados adquiere significado y relevancia pública. El ámbito de lo “privado” resulta así ahora desprovisto de su connotación negativa, al tiempo que la esfera de lo público-político queda asociada con la existencia de un aparado institucional-administrativo encargado de garantizar la seguridad y convivencia de los intereses particulares a través de mandatos y normas jurídicas.

Junto con ello, como consecuencia del desplazamiento de la organización formal del trabajo desde la esfera clásica del oikos hacia el mercado capitalista, la esfera privada se desdobla a su vez permitiendo en su seno el surgimiento de una esfera de la “intimidad” o lo “íntimo” (Arendt, 2009). Es en este terreno de la vida privada donde se despliega con particular fuerza la singularidad moral de la figura moderna del individuo, afirmando su autonomía tanto frente a los mandatos públicos como a las leyes del mercado (Castan, 2001). Será entonces, en definitiva, en este contexto que el significado de la vida individual y el lugar social de la muerte —y, con ello, el problema del suicidio— adquieren una nueva connotación.

En efecto, si se atiende a la historia de la muerte elaborada por Ariès (2005), es posible rastrear algunos de los principales cambios culturales y sociales que subyacen a este desplazamiento. Hasta bien entrada la Edad Media, sostiene el autor, era posible reconocer aún con claridad una actitud cultural más bien marcada por la familiaridad ante el fenómeno de la muerte (“muerte domesticada”). A su juicio, ella se asentaba sobre todo en una “concepción colectiva del destino” que formaba parte de la socialización más temprana de los individuos.

Los tiempos modernos, por el contrario, marcan el surgimiento de una “preocupación por la singularidad de cada individuo” (Ariès, 2005, p.44). Es aquí donde se encuentra la clave para comprender el hecho que, desde entonces, la muerte sea provista con un intenso sentido personal y dramático: El individuo moderno “ha descubierto la propia muerte” (p.61). De manera similar, también Weber (1979) identifica una creciente preocupación por la propia muerte y su sentido como una de las consecuencias de la progresiva racionalización del mundo moderno, tal como escribe a propósito de la obra de Tolstoi:

Su meditación se va centrando cada vez más en una sola cuestión, la de si la muerte constituye o no un fenómeno con sentido. Su respuesta es que para el hombre culto la muerte no tiene sentido. La vida individual civilizada, instalada en el «progreso», en lo infinito, es incapaz, según su propio sentido, de término alguno. Siempre hay un progreso más allá de lo ya conseguido, y ningún mortal puede llegar a las cimas situadas en el infinito. (pp.200-201)

Este proceso de privatización caracteriza, en suma, la experiencia moderna de la muerte. Su progresivo desarrollo, destaca Ariès (2005), estaría también detrás del desplazamiento que experimenta el fenómeno de la muerte respecto a la atención pública en las sociedades modernas. Mientras las sociedades tradicionales vivían el fenómeno de la muerte en estrecha relación con los deberes públicos y los rituales comunitarios, en éstos días su existencia representa más bien un tabú frente a la mirada pública (la “muerte vedada”). Semejante transformación sería posible de constatar, entre otros aspectos, en el “desplazamiento del lugar de la muerte. Ya no se muere en casa, entre los deudos: se muere en el hospital y solo” (p.84).

Una tendencia bastante similar puede extraerse a propósito de las consideraciones de Elias (1989), sobre la progresiva “soledad de los moribundos” en el mundo moderno. Según su visión, el desplazamiento de la muerte como un tema de la escena pública debe entenderse como resultado de aquel “poderoso impulso individualizado que se inicia en el Renacimiento y continúa hasta nuestros días” (p.74). Aun cuando no cree –a diferencia de Ariès (2005)– que el principal cambio cultural experimentado por la muerte en el mundo moderno pueda ser descrito en comparación con una supuesta imagen “domesticada” en las sociedades tradicionales (una serie de testimonios culturales expresarían, según Elias (1989), más bien evidentes sentimientos de horror y miedo), comparte el diagnóstico de su desplazamiento en tanto asunto público y su progresiva individualización.

Su antiguo carácter menos dramático se habría derivado precisamente de su inscripción en el contexto de la vida en común: “Lo que en el pasado resultaba a veces reconfortante y servía de ayuda era la presencia de otras personas a la hora de la muerte” (Elias, 1989, p.23). La individualización de la muerte se expresaría entonces, entre otros aspectos, en la creciente distancia que comienza a separar desde entonces a los vivos del fenómeno de la muerte y, por consiguiente, también a la sociedad en su conjunto respecto a los cuerpos de los moribundos.

Esta privatización, como se señaló, debiese ser leída según Elias (1989), como parte constitutiva de lo que entiende como el “proceso de civilización”: La progresiva regulación social de “todos los aspectos elementales, animales, de la vida humana, que casi sin excepción traen peligros para la vida en común y para la vida del individuo” (p.19). Así, junto con el surgimiento de sentimientos de vergüenza en relación con distintas expresiones de la vida humana (por ejemplo, aquellas asociadas al cuerpo y sus necesidades), se asiste entonces a una exclusión de la muerte de la escena pública: “También la muerte, en cuanto proceso y en cuanto pensamiento, se va escondiendo, cada vez más, con el empuje civilizador, detrás de las bambalinas de la vida social” (p.20).

Esta transformación, al igual que el conjunto del proceso de civilización según Elias (1989), genera sin embargo consecuencias ambivalentes. En primer lugar, un resultado evidente del establecimiento de reglas de convivencia – en especial sobre aquellos aspectos potencialmente disruptivos de la vida humana – es el logro de una mayor seguridad y previsibilidad tanto en la vida común como individual. A su vez, no obstante, este proceso conlleva también –de manera paradójica– un efecto de desestructuración que hace surgir nuevos riesgos para la vida de los individuos. Pues una vez se ha debilitado el sentido de los ritos comunes y las rutinas tradicionales frente a la muerte, la “responsabilidad de encontrar la palabra y el gesto adecuados vuelve a recaer (…) en el individuo” (p.38).

Es precisamente esta progresiva “retirada de los vivientes” respecto al fenómeno de la muerte, según Elias (1989), lo explicaría por último su ingreso en el campo del lenguaje y las prácticas formalizadas de los especialistas científicos, tal como se verificaría en el surgimiento de las formas modernas de gestionar los cadáveres y las sepulturas. La muerte privatizada ingresa entonces al terreno de la observación científica.

2. El suicidio como sufrimiento social

Es con los denominados “alienistas” durante el siglo XVIII y XIX que esta individualización y cientifización de la experiencia de la muerte se expresa también en la pregunta por el suicidio: Su pérdida de connotación religiosa (y su progresiva despenalización) va acompañada de una creciente inquietud por encontrar sus causas últimas en patologías que afectan la vida de los individuos (Barbagli, 2015; Fabregat, 2018). Esta incorporación en el terreno científico adquirirá contornos distintivos en el ámbito de las ciencias sociales, pues en este caso se planteará la pregunta si el suicidio puede ser entendido también como una forma de sufrimiento individual cuyas raíces se encuentran en determinadas condiciones de las estructuras sociales.

En efecto, las modernas ciencias sociales prestarán especial atención a comprender los nuevos modos en que la vida en común se entrelaza con la vida de los individuos. La figura del individuo adquiere aquí –con el tránsito a las sociedades modernas– un carácter esencialmente controvertido y ambivalente. Por una parte, se advertirá en su existencia un claro signo de la disolución de los órdenes tradicionales basados en la adscripción y la herencia, así como la emergencia en su reemplazo de nuevas formas del lazo social que afirman la centralidad del reconocimiento de la voluntad de cada individuo.

El paso de la “comunidad” (Gemeinschaft) a la “sociedad” (Gesellschaft), en el sentido clásico atribuido a esta distinción por Tönnies (1979), se corresponde así con el surgimiento de la moderna figura del individuo. Al mismo tiempo, sin embargo, será esta misma centralidad del individuo la que amenaza convertirse en el principal riesgo para la convivencia social, toda vez que su singularidad parece también afirmarse de espaldas a la vida en común (Martuccelli y De Singly, 2012). La subjetividad emancipada se experimenta, en suma, como el principio de superioridad y a la vez como el núcleo de la tendencia a la crisis de la sociedad moderna (Habermas, 1993).

Fue Hegel, muy probablemente, uno de los primeros en advertir con especial profundidad tanto las potencialidades y riesgos asociados a esta afirmación de la subjetividad individual. Su Filosofía del Derecho, por ejemplo, puede también ser interpretada como un diagnóstico acerca de las ambivalencias que caracterizan a la subjetividad emancipada (Hegel, 1970). Por una parte, las instituciones del mundo moderno –la familia nuclear, la sociedad civil y el Estado – inauguran nuevos ámbitos de manifestación de la libertad subjetiva que expresan una progresiva capacidad de autodeterminación de la razón humana.

A su vez, sin embargo, esta misma afirmación amenaza con liquidar los lazos éticos que representan, en último término, las condiciones institucionales necesarias para una realización plena de la autonomía individual. Sin instituciones expresivas de principios éticos compartidos, en suma, la voluntad subjetiva experimenta una carencia de determinaciones que conducen a la vivencia de distintas formas de padecimiento o sufrimiento (Honneth, 2001; Camargo, Castañeda y Segura, 2020).

A la luz de este tipo de tensiones, las ciencias sociales se preguntarán entonces si los sufrimientos individuales pueden ser también entendidos como sufrimientos sociales (Wilkinson, 2005). La vida social moderna abriría, en rigor, un conjunto de opciones para el libre desarrollo de los individuos, al mismo tiempo que los somete a nuevas exigencias y modos de relacionarse que constituyen la causa de distintos trastornos o padecimientos que afectan a su vida individual. Con especial precisión, un agudo observador como Simmel (1995), pudo identificar en el flujo constante y vertiginoso propio de las grandes ciudades modernas las raíces de aquello que propuso entender como el “acrecentamiento de la vida nerviosa”. Y mucho antes de El malestar en la cultura, Freud (1999) advirtió igualmente la relación entre algunos rasgos centrales de la cultura moderna y ciertas afecciones de la vida subjetiva:

La experiencia enseña que para la mayoría de los individuos existe una frontera, más allá de la cual su constitución no puede seguir las exigencias culturales. Todos aquellos que quieren ser más nobles que lo que su constitución les permite, sucumben a la neurosis. (p.154)

Ahora bien, esta preocupación de Freud (1999) en torno a la especificidad de la “nerviosidad moderna” es también relevante para entender otro aspecto decisivo de la flamante pregunta por los sufrimientos individuales en tanto sufrimientos sociales. En rigor, ya para su perspectiva se trata no solo de rastrear aquellos factores culturales que generan daños individuales, sino también de examinar cómo estos últimos a su vez amenazan o socavan la vida colectiva:

Es posible suponer que bajo el dominio de una moral sexual cultural los individuos pueden quedar expuestos a ciertos daños en su salud y energía vital, y que este daño, infligido a los individuos por los sacrificios que les son impuestos, alcanza tan alto grado que llega también a constituir por último un peligro para los objetivos de la cultura. (Freud, 1999, pp.143-144)

Este será, precisamente, el modo característico en que se planteará la pregunta por fenómeno del suicidio en tanto sufrimiento social. No solo se buscará entender sus posibles causas sociales, sino además el suicidio será asumido como un lente de acercamiento especialmente sensible para observar el estado del vínculo social en su conjunto. Preguntarse por el suicidio será así observar, al mismo tiempo, la vida individual y la vida en común.

Sin duda, es Durkheim (2013) quien formula este punto de vista con particular exactitud. Su descripción de las tasas anuales de suicidio como “estadísticas morales” se sostiene, pues, en el supuesto que el conjunto de las actividades individuales que dan forma a la vida humana –incluida la decisión de poner fin a la propia vida– comportan siempre un significado colectivo: “Son la sociedad misma, encarnada e individualizada en cada uno de nosotros” (p.181).

Ahora bien, no es solo en Durkheim (2013) donde es posible encontrar este punto de vista. En un texto de juventud relativamente desconocido, Peuchet: Vom Selbstmord (Peuchet: sobre el suicidio), también Marx (2012) asume una posición similar al momento de plantear la pregunta acerca de la relación entre sociedad y suicidio. A partir de los expedientes de casos de suicidios de un archivista de la policía francesa, Jacques Peuchet, el joven Marx lleva a cabo una traducción de dichos registros que va acompañando con algunas reflexiones propias. Ya desde el inicio del manuscrito se deja advertir con claridad la forma en que Marx busca aproximarse al suicidio en tanto fenómeno social.

Destaca así que la crítica francesa de la sociedad, expresada en los registros de Peuchet, ha sido particularmente fructífera en lograr dar cuenta de “lo contradictorio y anti-natural de la vida moderna [a partir de someter a examen a] (…) los circuitos y figuras del intercambio cotidiano de hoy” (Marx, 2012, p.63). El tratamiento del suicidio puede así ser considerado como parte de una “crítica de las relaciones de propiedad, de las relaciones familiares, de las demás relaciones privadas, en una palabra: la crítica de la vida privada” (p. 64).

Más adelante, Marx (2012) rescata otra consideración de Peuchet que no solo adelanta la constatación de la regularidad social del fenómeno del suicidio que años más tarde observará Durkheim (2013), sino que además viene a destacar su relación con la vida colectiva en general: “La cifra anual de suicidios, en cierto sentido normal y periódica entre nosotros, no es sino un síntoma de la organización defectuosa de la sociedad moderna” (Marx, 2012, p.66). Desde aquí se deriva entonces que, desde el punto de vista de Marx, la pregunta por el suicidio en tanto fenómeno individual debe abordar al mismo tiempo la pregunta por la naturaleza de la sociedad: “El suicidio no es algo antinatural en lo más mínimo: día a día podemos atestiguarlo. Lo que es contrario a la naturaleza no ocurre. Por el contrario, es natural a nuestra sociedad el dar a luz a muchos suicidas” (p.68).

No es extraño, finalmente, que este punto de vista que subraya el carácter social de los sufrimientos individuales sea reforzado también enseguida con una referencia al pensamiento de Rousseau, otra figura clave para entender las ambivalencias del deseo de individualización en la vida moderna (Neuhouser, 2008). Anota Marx (2012), a partir del archivo de Peuchet:

¿Qué clase de sociedad es ésta, en la que se encuentra en el seno de varios millones de almas, la más profunda soledad; en la que uno puede tener el deseo inexorable de matarse sin que ninguno de nosotros pueda presentirlo? Esta sociedad no es una sociedad; como dice Rousseau, es un desierto, poblado por fieras salvajes. (pp.70 -71)

Marx (2012), anota así lo que considera la principal lección a extraer de los registros de Peuchet sobre el suicidio: “Descubrí que, fuera de una reforma total del orden social actual, todos los intentos de cambio serían inútiles” (p.71). Especialmente importante, además, resulta el hecho de que en estas notas Marx está lejos de considerar la dimensión social del suicidio simplemente en relación con la influencia que ejercen los factores económicos. Si bien es cierto, advierte, que su presencia parece agudizarse “en momentos de desempleo industrial y cuando sobrevienen las bancarrotas en serie” (Marx, 2012, p.66), su existencia tiene lugar en las distintas clases sociales, lo cual vuelve a plantear la necesidad de interrogar a la vida social en su conjunto. El suicidio, en este sentido:

Puede mostrarnos hasta qué punto la pretensión de los ciudadanos filántropos se basa en la idea de que solo basta con darle a los proletarios un poco de pan y un poco de educación. Como si los únicos en soportar las condiciones actuales fueran los trabajadores, como si en lo que respecta al resto de la sociedad, el mundo existente fuera el mejor de los mundos posibles. (Marx, 2012, p.64)

Si bien estas reflexiones de Marx –en su mayoría, traducción del archivo de Peuchet – anuncian la especificidad de la pregunta sociológica por el suicidio, es ciertamente Durkheim quien se encargó de llevar a una elaboración más precisa las tensiones del individualismo moderno en este ámbito. Como es sabido, su idea central acerca de los elementos sociales del suicidio se basa en una descripción de los cambios acaecidos en la “constitución moral” de las sociedades como consecuencia de la progresiva expansión de un “sentimiento de autonomía individual”. Es a partir de esta figura del individuo donde Durkheim (2013) ubica de manera explícita las posibilidades y riesgos, que caracterizan tanto a la vida individual como colectiva en las sociedades modernas (Tomasi, 2000).

En efecto, por una parte, Durkheim (2013) relaciona el surgimiento del individualismo moderno con la idea de la “dignidad de la persona” considerada como “fin supremo de toda conducta”, la cual estaría en la base de una nueva sensibilidad moral frente al sufrimiento propio y de otros: “El culto al individuo hace que este sufra por todo lo que pueda perjudicarlo, también en el caso de sus semejantes. Una mayor simpatía hacia los sufrimientos humanos sucede a la abnegación fanática de los tiempos primitivos” (p.205).

Al mismo tiempo, sin embargo, este impulso individualizador que atraviesa a las sociedades modernas es descrito como ambivalente en sus efectos últimos, pues amenaza de manera constante con socavar los cimientos morales que hacen posible la integración social: “El individualismo no es necesariamente egoísmo, pero se le parece; no se puede estimular uno sin extender el otro” (Durkheim, 2013, p.315).

Desde este ángulo, en definitiva, el suicidio se evidencia para Durkheim como expresión de una forma de sufrimiento social en la medida que sus manifestaciones patológicas (esto es, principalmente sus formas “egoístas” y “anómicas”) hacen visible la desintegración moral que acompaña a los procesos de modernización social. Ahora bien, este estado de desintegración —que conduce tanto a una “individuación desmesurada” (egoísmo) como a la “desorganización” de la actividad social (anomia)— no es visto por Durkheim (2013) como el resultado inevitable de la modernización de la vida en común, sino que responden a tendencias históricas de debilitamiento de la integración moral producto de la lógica particular que ha asumido el progreso social hasta ahora (Ramp, 2000).

Para Durkheim (2013), en este sentido, el “estado de crisis y perturbación” que se hace visible a través del suicidio, viene a expresar el hecho de que el progreso “ha podido desarraigar las instituciones del pasado sin reemplazarlas por otras” (p.319). Al igual que Hegel (1970), también Durkheim (2013), identifica entonces la causa última de las afecciones de la subjetividad moderna en la carencia de soportes éticos que reemplacen a las fuentes tradicionales de solidaridad social diluidas como consecuencia del proceso de modernización.

Ahora bien, es necesario observar con atención en qué sentido desde Durkheim (2013) los sufrimientos de la vida individual pueden ser entendidos como sociales. Tal como se observa en las notas de Marx (2012), es evidente -en primer lugar- que para Durkheim (2013) el componente social del suicidio no puede ser reducido a simples factores económicos u otro tipo de causas meramente “objetivas”:

Si la gente se mata hoy más en que en otros tiempos no es porque precisemos de esfuerzos más dolorosos, ni porque nuestras necesidades legítimas estén menos satisfechas; es que ya no sabemos qué necesidades son legítimas y no percibimos el sentido de nuestros esfuerzos. (p.333)

Este profundo estado de desorientación –de “miseria moral”, dice Durkheim– tampoco puede ser entendido como un simple elemento derivado causalmente del contexto social sobre el cual se desenvuelve la vida de los individuos. La relación que advierte Durkheim (2013) entre sufrimiento individual y vida social da cuenta de una interpenetración mucho más compleja y profunda: “Los individuos participan demasiado estrechamente en su vida [de la sociedad] como para que esté enferma sin que ellos se vean afectados por la dolencia. Su sufrimiento es el sufrimiento de ellos; todo mal se transmite a sus partes” (p.183).

Una clave especialmente relevante de interpretación del sufrimiento individual en tanto sufrimiento social se encuentra, entonces, en el particular ángulo desde el cual Durkheim (2013) considera que la vida de los individuos se entrelaza con la vida colectiva. Que la sociedad deba ser entendida como un “poder regulador” supone, en su perspectiva, que la vida en común no puede ser tratada como un simple contexto para el desarrollo de la vida de cada uno, pues su influencia formativa alcanza más bien el carácter de una fuente moral de constitución de la individualidad misma. No hay vida individual, en suma, sin vida en común: “Por individualizados que estemos, siempre queda algo de colectivo” (p.183).

Este significado social de la vida individual queda especialmente refrendado en los pasajes de El suicidio donde Durkheim (2013) compara las formas humanas de vida con aquellas propias del mundo animal. En un primer sentido, señala, la vida humana se distancia de la existencia animal por el hecho básico de la conciencia: “Es el despertar de la conciencia el que ha roto el estado de equilibrio en que dormitaba el animal” (p.216). Desde aquí surge una “vida supra-física” constituida por “ideas, sentimientos y prácticas que no tienen relación con las necesidades orgánicas” (p.181), sino que su origen ha de rastrearse directamente en relación con el “medio social”.

En un segundo sentido, sin embargo, esta dimensión social y moral que distancia de la mera naturaleza también se repliega y ejerce su influencia sobre esta última. No es solo que la vida humana conozca además otro tipo de necesidades más allá de las biológicas, sino que las mismas necesidades físicas o biológicas se encuentran ya socialmente —esto es, moralmente— formadas: Su satisfacción orgánica –subraya Durkheim (2013)– se encuentra siempre abierta a “la libre combinación del deseo” (p.214).

En un sentido que en parte recuerda nuevamente a Hegel (1970) y su noción de una “segunda naturaleza” propia de las formas humanas de vida, Durkheim (2013), puede concluir entonces que en la vida de los individuos se entremezclan y compenetran dos dimensiones: A su existencia física “se superpone” siempre su existencia social. El suicidio, por tanto, es un fenómeno individual también sujeto de manera estrecha a las variaciones sociales y morales que son parte constitutiva de la vida de los individuos.

En definitiva, tanto desde Marx (2012) como desde Durkheim (2013), se encuentran claves que permiten leer el suicidio en tanto sufrimiento individual expresivo a su vez de formas de sufrimiento social. Para ambos no solo se trata de rastrear las causas sociales de los sufrimientos que afectan a los individuos, sino además de observar a través de la vida individual el estado de la vida social en su conjunto. Todo ello parece estar detrás de los nuevos conflictos, malestares y afecciones que experimentan los individuos en su vida cotidiana (Ehrenberg, 2000; Martuccelli, 2007; Illouz, 2010).

Conclusiones

El fenómeno del suicidio ha atraído desde siempre la atención de las distintas sociedades y culturas. Para la mirada clásica, tal como aquella que se puede encontrar en Platón o Aristóteles, el suicidio era considerado sobre todo como una infracción de los valores que dan forma a la vida en común. Las ciencias sociales, en especial la sociología, volcarán por el contrario su mirada hacia explorar la forma en que la disolución de las solidaridades tradicionales y el surgimiento de la sociedad moderna influyen sobre la existencia y variaciones del suicidio en tanto fenómeno social. Poner fin a la propia vida será considerado, desde entonces, como un objeto posible de ser explorado, así como analizado de manera científica a propósito de su relación con distintos condicionamientos sociales.

En este contexto, una especial atención prestará la sociología a las ambivalencias que caracterizan a la individualidad moderna, así como a los nuevos modos y conflictos a través de los cuales la vida en común se entrelaza con la vida de los individuos. En rigor, como se argumentó, la preocupación moderna por el suicidio debe ser entendida en el contexto más amplio de una transformación histórica en el significado que recibe la vida individual y, con ello, del lugar y sentido que se asigna a la muerte tanto en la existencia personal como colectiva. La especificidad de la pregunta sociológica se ubica en intentar comprender el suicidio como una forma de sufrimiento individual expresiva, al mismo tiempo, de formas de sufrimiento social.

Este modo de reflexión ya se anuncia en la “crítica de la vida privada” que Marx cree encontrar en los registros históricos de Peuchet, pero sin duda encuentra su expresión más acabada en la sociología de Durkheim. Marx encuentra en el suicidio un síntoma de la dureza de las condiciones de vida en las sociedades capitalistas, aún más allá de la influencia específica de los factores económicos sobre las clases trabajadoras. La expansión del fenómeno del suicidio en las distintas clases abre más bien la pregunta, sugiere el joven Marx, por la urgente necesidad de una transformación total del orden social. Durkheim, por su parte, encuentra una clave de interpretación sociológica del suicidio en la falta de mecanismos de integración moral que sean capaces de reemplazar las fuentes de solidaridad diluidas como consecuencia de los procesos de modernización.

De manera muy clara, es en las ambivalencias del individualismo moderno donde Durkheim ubica las raíces sociológicas del fenómeno del suicidio. A pesar de estas diferencias, tanto en Marx como en Durkheim es posible a fin de cuentas encontrar con absoluta claridad retratada la especificidad de la mirada sociológica: Para ambos el suicidio ofrece un lente de observación especialmente sensible de las tensiones que atraviesen tanto la vida individual como colectiva de su tiempo.

A pesar de la distancia, esta mirada se muestra hasta estos días especialmente vigente. De hecho, al igual como observaron en su momento los clásicos de la sociología, las sociedades contemporáneas han experimentado durante las últimas décadas un vertiginoso proceso de disolución de una serie de soportes institucionales y lazos de pertenencia, al mismo tiempo que una igualmente acelerada expansión de las expectativas y horizontes de afirmación de la autonomía individual. En este escenario la pregunta sociológica por el suicidio parece, una vez más, renovar su actualidad.

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