Revista Gaceta Laboral
Vol. 23, No. 2 (2017): 103 - 131
Universidad del Zulia (LUZ). ISSN 1315-8597

Precariedad laboral y construcción de identidad de los jóvenes en México

Dídimo Castillo Fernández
Sociólogo. Profesor-Investigador de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Universidad Autónoma del Estado de México.
E-mail: didimo99@prodigy.net.mx

Jorge G. Arzate Salgado
Sociólogo. Profesor-Investigador de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Universidad Autónoma del Estado de México.
E-mail: arzatesalgado2@gmail.com

María Guadalupe Nieto Díaz
Socióloga. Docente
Colegio de Bachilleres del Estado de México, COBAEM.
E-mail: sociomate19@hotmail.com

Resumen

Los jóvenes son el segmento sociolaboral más afectado por el desempleo y la precariedad laboral, con impactos diferenciados en relación con sus características sociodemográficas y de capital humano, así como con las particularidades del mercado de trabajo en los distintos sectores socioeconómicos en los que se incorporan laboralmente. El presente artículo parte del supuesto central de que con el actual modelo sociolaboral neoliberal basado en trabajo flexible, precario, inestable e inseguro, y temporal, se ha generado una nueva cultura laboral y, con ella, se han modificado los mecanismos y fuentes tradicionales en torno a los cuales se producen y recrean nuevas identidades laborales, personales y sociales. A partir de dicho supuesto, se analizan los procesos de construcción de las identidades laborales de los jóvenes trabajadores asalariados que enfrentan condiciones de precariedad laboral en México. El estudio se apoya en una metodología de tipo cualitativa a partir del análisis de un estudio de caso de una muestra no probabilística de jóvenes procedentes de la región central de México. Concluye que si bien el carácter generalmente inestable y transitorio de los puestos de trabajo perturba sus proyectos de desarrollo personal, familiar y social para ellos y su entorno cercano, los jóvenes aún le otorgan valor, sentido e importancia al trabajo a través de sus experiencias laborales y personales que adquieren a partir del proceso de socialización en el trabajo mismo.

Palabras clave: Jóvenes; precariedad laboral; desaliento laboral; crisis de identidad.

Labor Precariousness and Identity Construction In Mexican Youth

Abstract

Youth are the most affected socio-labor segment by unemployment and labor precariousness, with different impacts according to their sociodemographic and human capital characteristics as well as the particularities of the labor market in the different socio-economic sectors in which they are incorporated. This paper assumes that, within the current neoliberal socio-labor model based on flexible, precarious, unstable and unassured work, a new labor culture has emerged, modifying the traditional sources and mechanisms towards labor, personal and social identities are produced and recreated. Based on this assumption, the paper analyzes the processes of labor identity construction of the young salaried workers that face precarious labor conditions in Mexico. The study is based on a qualitative methodology based on the analysis of a case or sample of young people from the central region of Mexico. It concludes that although the generally unstable and transitory nature of the jobs disrupts the personal, family and social development projects of young people and their immediate surroundings, they still give value, meaning and importance to work through their work experiences and personalities that they acquire in the process of socialization at work itself.

Key words:Youth; labor precariousness; labor discouragement; identity crisis.

Recibido: 24-05-2017 . Aceptado: 18-07-2017

Introducción

Los jóvenes conforman un grupo social altamente vulnerable, expuesto en muchos sentidos a las contingencias generadas por las transformaciones económicas, sociales y culturales. Viven en una sociedad diametralmente diferente a la de sus antecesores, con las ventajas que implican las posibilidades de acceso a estructuras de oportunidades más amplias; pero a la vez, en circunstancias de mayor competencia y más expuestos a los riesgos de exclusión social. Su inserción en el mercado de trabajo es una problemática creciente sobre la que inciden el desempeño de la economía, en lo que corresponde a la capacidad de generación de empleos y a la calidad de los mismos, sumado a la dinámica demográfica, dados el desplazamiento en la estructura de edades y el incremento relativo de la población en edad de trabajar.

El modelo laboral vigente en México introdujo cambios importantes en las formas de organización y gestión del trabajo. Las nuevas relaciones laborales implican estructuras ocupacionales muy distintas a las que caracterizaron al modelo de Estado de bienestar previo. La flexibilización laboral modificó las formas tradicionales de contratación y uso de la fuerza de trabajo, sustituyendo el empleo permanente “normal” por otras formas atípicas de ocupación, entre las que destacan el empleo por contratación temporal y el trabajo a tiempo parcial, así como la promoción del autoempleo. La nueva organización del trabajo modificó no sólo el ámbito de lo laboral, sino también trastocó otras esferas de la vida social, y llevó a crear nuevos estilos de vida que modificaron los marcos de referencia en los procesos de construcción de las identidades personales y sociales. En este escenario, particularmente los jóvenes buscan otros espacios y referentes de sentido, ya no los tradicionales —la familia, la escuela, el deporte, el trabajo—, por lo que se podría hablar de un nuevo entorno de referencia identitario, con nuevas formas de consumos sociales y culturales, individuales y colectivos, derivados del “no trabajo” o de las condiciones de inseguridad laboral que enfrentan1. El contexto de desempleo, precariedad y exclusión laboral casi “rutinizada” determina en los jóvenes nuevas trayectorias vitales2 (Weber, 1984; Bauman, 2003; Bourdieu, 1990; Wortman, 2001; Fitoussi y Rosanvallon, 1997; Dubet y Martuccelli, 2000).

Este artículo parte del supuesto central de que el actual modelo sociolaboral neoliberal basado en el trabajo flexible, precario, inestable e inseguro, ha generado una nueva cultura laboral y, con ella, se han modificado los mecanismos y fuentes tradicionales en torno a los cuales se producen y recrean nuevas identidades personales, laborales y sociales en grupos etarios específicos como el de los jóvenes excluidos del mercado de trabajo (Castillo, 2017). Esta investigación intenta responder en qué medida la precariedad laboral impacta en los procesos de consolidación, modificación y crisis de las identidades laborales, personales y sociales de los jóvenes trabajadores mexicanos, y cómo y en torno a qué dicho grupo construye sus nuevas identidades. Si asumimos -como en efecto lo hacemos-, que el trabajo ha perdido centralidad como elemento constituyente identitario, la pregunta que inevitablemente toca enfrentar: ¿sobre qué aspectos entonces se fundan las identidades de los jóvenes hoy?3 (Wortman, 2001; Bauman, 2003; Dubet y Martuccelli, 2000).

A falta de información cuantitativa o bases de datos que contemplaran las variables consideradas y permitieran establecer relaciones empíricas entre ellas, se realizó el estudio siguiendo estrategias de metodología cualitativa, a partir de un estudio de caso construido sobre una muestra no probabilística de jóvenes -de entre 14 y 29 años- desempleados, empleados “regulares” y precarios de la región centro de México -Estados de México, Ciudad de México, Puebla y Tlaxcala-; apoyado en entrevistas estructuradas y semi estructuradas en función de los objetivos y presupuestos teóricos del trabajo. El artículo se estructura en tres apartados: el primero, que plantea la problemática del empleo y la precariedad laboral de los jóvenes en el contexto del modelo económico neoliberal flexibilizador; el segundo, que analiza los procesos de construcción de identidad de los jóvenes en el marco de inserciones laborales precarias; y, el tercero que plantea, apoyado en evidencias empíricas, el entorno de crisis identitaria y la emergencia de nuevas formas de identidades fragmentadas en México.

1. Jóvenes, trabajo y precariedad

La “juventud”, como concepto, hace referencia a una de las etapas biológicas y transitorias de la vida humana definible como un periodo temprano de ella, que deja atrás la niñez y la adolescencia para entrar a una nueva etapa más avanzada y compleja, caracterizada por la conclusión de la actividad escolar, la incorporación al mercado de trabajo y la conformación de un núcleo familiar. En esta etapa se aspira a instaurar un plan o proyecto de vida, que exige tener claro el rol que se desea asumir en relación con los distintos miembros de la sociedad. Así, se comienzan a definir por sí mismos los proyectos de vida en relación con el contexto y las estructuras de oportunidades que ofrece la sociedad, como las experiencias, los conocimientos alcanzados, las habilidades e intereses personales.

Con el concepto de joven es preciso reconocer una categoría socialmente construida (Lenoir, 1993; Bourdieu, 1990): la “juventud”, originada a partir de los procesos de socialización, principalmente a través de instituciones como la familia, el Estado, la religión, la escuela, el trabajo, etc. En la cotidianidad, en los medios de comunicación y desde las diferentes esferas sociales, se construye una imagen predeterminada de “la juventud”, vinculada con la apariencia física, la forma de vestir, pensar, actuar, estilos de consumo, etc. No obstante, esa imagen no necesariamente permite conocer los roles que los jóvenes desempeñan en relación con su contexto, sus demandas y necesidades. En su construcción, se requiere conocer y reconocer las necesidades sociales “concretas” de este segmento poblacional teniendo en cuenta, además, que se trata de un grupo socialmente heterogéneo, cambiante y altamente vulnerable. Desde el punto de vista de Remi Lenoir (1993: 65),

“no se puede tratar ‘la edad’ de los individuos como una propiedad independiente del contexto en el que adquiere sentido, y esto tanto más cuanto que la fijación de una edad es producto de una lucha que enfrenta a las diferentes generaciones”.

La categoría de “joven” o “juventud” hace referencia a otro en un mismo u otro contexto determinado. De allí que sea arbitraria y resultado de las luchas generacionales entre los que llegan y pretenden ocupar un espacio en la sociedad y los que pretenden mantenerse y no ser desplazados. Según Pierre Bourdieu (1990: 164 y 171):

“Siempre se es joven o viejo para alguien […] la juventud y la vejez no están dadas, sino que se construyen socialmente en la lucha entre jóvenes y viejos. [Por lo que] cada campo [como toda sociedad] tiene sus leyes específicas de envejecimiento. Los jóvenes se definen como los que tienen porvenir, los que definen el porvenir”.

El criterio del número de años de la población joven, la edad, es uno de los componentes más utilizados en la construcción de dicha categoría4. No obstante, congruente con lo indicado, el “ser joven” entraña otras connotaciones que “la edad” no refleja, referentes a las inquietudes, retos, conductas, formas de pensar y roles que desempeña el individuo dentro de la sociedad5. En cuanto a la inserción al mercado laboral, cabe señalar que ésta aumenta a medida que incrementa la edad de las personas; aunque también, a mayor edad, la participación suele ser más restringida y acotada por las posibilidades de inserción que ofrezca el mercado laboral. A menor edad, la realidad laboral es muy incierta, con empleos interrumpidos y discontinuos, y, generalmente, más precarios6.

Desde hace algunos años, demógrafos, economistas, entre otros especialistas (Saad, Miller, Martínez y Holz, 2008; Pinto Aguirre, 2015; Castillo y Vela, 2005), han planteado la existencia del llamado “bono demográfico”, que no es otra cosa que la población en edad productiva, que demanda al sistema económico suficientes puestos de trabajo para cubrir la oferta; exigencia en gran medida insatisfecha, debido a los desequilibrios entre la oferta laboral excedida y las posibilidades de generación de empleos del mercado, que en el contexto del modelo neoliberal asume como parte de las estrategias de acumulación el despido y la reducción de puestos de trabajo así como la desregulación y precarización de los empleos ofrecidos. Valle (2006) argumenta que en los últimos años el modelo capitalista en la región y el mundo no ha podido emplear a la fuerza de trabajo disponible y que el consecuente desempleo afecta principalmente a los jóvenes.

En suma, México, como los demás países de América Latina que acogieron el modelo económico neoliberal, enfrenta un creciente deterioro de las condiciones del mercado de trabajo y con ello de las condiciones de bienestar de los trabajadores, debido a las dificultades del modelo para generar el volumen de empleos formales y de calidad requerida para absorber la creciente fuerza de trabajo. Si bien el “bono” demográfico se sustenta, en gran medida, en el desacople entre oferta y demanda de trabajo producto de las condiciones demográficas y circunstancias económicas y sociales, esto implica que dicho “bono” sólo tendrá un efecto positivo si las condiciones económicas y de políticas económicas y sociales proporcionaran a los trabajadores una inserción productiva suficiente y de calidad en el mercado de trabajo. En este entorno, los jóvenes han tenido que buscar otras alternativas de inserción laboral, como el trabajo autónomo y el ambulante, situación que en muchos casos los ha llevado a adaptarse e incluso naturalizar el hecho de acceder al mercado de trabajo en condiciones de contratación precarias, dado el desaliento generado, salir del mercado de trabajo y solventar sus “frustraciones” en el entorno familiar troncal o recurrir a otras fuentes -incluso los márgenes de la ilegalidad-, para obtener ingresos mínimos para la subsistencia (Oliveira, 2006).

El escenario y destino laboral más común y creciente de los nuevos trabajadores que aspiran a ingresar al mercado de trabajo es el de la precariedad u ocupaciones al margen de la normatividad laboral, que exponen a los trabajadores a una mayor desprotección de los derechos laborales, la seguridad social y tutela sindical, contrastes salariales, fácil rotación, pero falta de movilidad ascendente en los puestos de trabajo, excesiva duración de la jornada laboral, contratos temporales, una mayor probabilidad de sufrir accidentes en los trabajos, entre otras situaciones de indefensión laboral. Estos indicadores de la precariedad influyen negativamente en la calidad de vida de los trabajadores, fenómeno que no sólo implica inestabilidad y desprotección laboral -lo que no es menor-, sino que además repercute en las condiciones sociales y la posición que ocupa el trabajador tanto en el mercado laboral como en la estructura social (Salvia y Tissera, 2011; Castillo, 2009; Lope, Gilbert y Ortiz de Villacian, 2002; Baca, Castillo, Vélez y Arzate, 2011).

Desde otra lógica, en relación con el modelo económico durante el periodo de hegemonía del Estado benefactor -caracterizado por el predominio del modelo “fordista” de producción-, el mercado laboral ofrecía seguridad en el empleo, periodos largos y estables de contratación, jornadas completas y adecuadas e ingresos suficientes para garantizar la satisfacción de necesidades básicas y una mejor calidad de vida; es decir, ofrecía mayores garantías y prestaciones laborales, acordes al modelo de regulación social y laboral vigente en las décadas de 1950 y 1960 7. Eso cambió diametral y profundamente para muchos países de América Latina y, en particular, en México -al ser uno de los países, quizá junto con Chile, Panamá y Costa Rica- que más temprana y ortodoxamente se subordinó al modelo económico neoliberal, por lo que las características del empleo generado en estas economías no son exactamente iguales (Bizberg, 2015). La precarización del trabajo es resultado de las nuevas transformaciones en la producción que buscan maximizar las ganancias capitalistas a costa de reducir los salarios de la mano de obra, conjugadas con una mayor incorporación de tecnología en los procesos productivos, relegando a muchos trabajadores a aceptar condiciones de baja calidad en las ocupaciones laborales con tal de acceder a un puesto de trabajo que garantice, al menos, un ingreso.

Al respecto, Castillo (2009: 72) señala que la precarización:

“[…] refiere a una cualidad del trabajo en la sociedad actual. La mala calidad del trabajo, relativa a ocupaciones con salarios por debajo de lo mínimo legal, a empleos temporarios e inestables y a la ausencia de beneficios laborales, no es nueva, pero su marcada incidencia es propia de las etapas de reestructuración y flexibilización generadas en torno a la globalización y al modelo laboral neoliberal dominante”.

La precariedad incluye diversas formas de empleos no estándar o desprotegidos respecto a los niveles de salario, extensión de las jornadas, estabilidad en el puesto, seguridad y protección laboral, así como derechos de asociación. La precariedad -tal como se asume en este estudio- es la forma típica de explotación del trabajo en la era de la globalización y el aumento de la competencia económica internacional, adoptando como estrategia la reducción de los costos de la fuerza de trabajo para lograr maximizar las ganancias capitalistas. La precariedad laboral describe stricto sensu el carácter flexible, desprotegido e inseguro que asume el trabajo en el marco del desarrollo de las economías de corte neoliberal (Castillo, 2009; Castillo y Sotelo, 2013). En términos generales, se la define en relación con la carencia o falta de garantías sociales y laborales en la contratación de trabajadores.

El trabajo precario implica diversas modalidades de trabajo atípicas, en relación con la carencia de seguridad y protección social, e irregulares, en cuanto a las formas de contratación y uso de la fuerza de trabajo. El concepto guarda semejanzas con el de trabajo informal, en el sentido de que apunta a tipos de trabajo inestables y legalmente desprotegidos (Cartaya, 1987; Portes y Benton, 2010). No obstante, la precariedad del trabajo no refiere a un estrato o sector de la actividad económica, limitada a una situación de trabajo autónomo, no asalariado, sino que está en función de las relaciones, formas o tipos de vinculación laboral -y no de un sector adscrito- entre los trabajadores públicos y privados, y los demás agentes de la producción y el mercado.

En términos operativos, la precariedad del trabajo implica por lo menos tres dimensiones que la distinguen claramente del trabajo regulado, a tiempo completo y permanente: la primera, referida a los ingresos, conformada por diversas ocupaciones con salarios inferiores al mínimo legal establecido; la segunda, concerniente a la estabilidad y duración de las ocupaciones, integrada por el trabajo temporal u ocasional y el trabajo por horas o de tiempo parcial, entre otras características; y la tercera, que refiere a las ocupaciones desprovistas de las protecciones que suelen atarse a la relación de empleo, tales como la seguridad social y médica, entre otras prestaciones laborales (Castillo, 2009; Mora, 2009). Una definición restrictiva, como la que se suele adoptar en Estados Unidos, incluiría sólo al trabajo temporal y al de tiempo parcial (Vosko, Zukewich y Cranford, 2003).

No obstante lo anterior, la precariedad laboral hace referencia a una relación entre el mundo laboral y el social, que trasciende una cuestión meramente contractual, dado que no es el contrato el principal elemento definitorio del concepto; la precariedad esconde más bien relaciones de poder y dominio del capital sobre la fuerza de trabajo, con lo que se aumenta la explotación y el sufrimiento, se deteriora la salud y, todo ello, repercute sobre la calidad de vida de los trabajadores (Comisión Confederal Contra la Precariedad, 2004). Cuando no se respetan los acuerdos pactados por el colectivo -empleador y empleado- que garantizan las condiciones laborales óptimas por parte de las empresas industriales, el establecimiento comercial o de servicios, o cualquier lugar de trabajo, se contribuye a que los trabajadores busquen con mayor rapidez un nuevo empleo que ofrezca mayor estabilidad y asegure un proyecto de vida más duradero. Las malas condiciones laborales los llevan a recurrir a nuevas estrategias laborales o extra laborales, incluso extralegales, como mecanismos de sobrevivencia individual y familiar.

Con la pérdida de importancia de la industria, característica de la nueva dinámica de la economía global, se deterioraron progresivamente las condiciones de empleo particulares del modelo industrial-salarial (Castel, 2008). Y precisamente son los jóvenes los que enfrentan las consecuencias de la reducción del sector industrial (Diez de Medina, 2001). En gran parte de los países, el empleo juvenil aumentó, especialmente, en las ramas económicas de servicios modernos y comercio al por mayor y menor. En este entorno algunos construyen expectativas de empleos de “cuello blanco”, acorde a la disminución relativa de las labores en la agricultura, la industria y la construcción, aunque no siempre sea posible acceder a ellos. De allí que, por el contrario, sea necesario considerar una modalidad de trabajo asalariado cada vez más precarizado, al que mayoritariamente acceden los jóvenes. La flexibilidad en la producción modificó las relaciones entre los trabajadores y empleadores. Como señalan Baca, Castillo, Velez y Arzate (2011), el mercado de trabajo reproduce y transmite los impactos externos de la economía y de la reestructuración económica a los trabajadores. Así, con las transformaciones en la relación capital-trabajo, la mano de obra tendió a ajustarse a las exigencias empresariales a través de la flexibilización, desregulación y precarización de las relaciones laborales.

La organización del trabajo ya no necesariamente exhibe las características del modelo laboral tradicional, con la presencia física del trabajador en los puestos (Castillo y Sotelo, 2013), un lugar fijo de trabajo y jornadas continuas, a diferencia de lo que demandaba el sector industrial y manufacturero durante el modelo de industrialización por sustitución de importaciones (Federici, 2010). La flexibilización, y con ella la precarización, cambió totalmente la naturaleza en las relaciones laborales, entre los trabajadores y las empresas, debilitándolas y haciendo más vulnerable al trabajador. En el nuevo entorno, estas buscan fundamentalmente mejorar la productividad a costa de la calidad en las ocupaciones y la reducción de los salarios para todos los trabajadores o potenciales trabajadores en edad de trabajar. Bajo estas nuevas lógicas de reproducción de la fuerza de trabajo, se traslada el riesgo económico que debieran asumir los empresarios a los trabajadores, vulnerando los derechos ciudadanos y laborales8  (Ferreira, 2006; Beck, 2000).

El perfil del puesto de trabajo se transformó y convirtió en precario, reconvirtiendo de la misma manera el perfil “idóneo” de los trabajadores para colocarlos en una situación de doble riesgo y vulnerabilidad: ante ellos mismos, en situaciones de permanente competencia, y ante el capital, que opera en condiciones de mayor libertad y desventaja sociolaboral para los trabajadores. En cierto modo, es necesario pensar en la precariedad como una condición que refleja indeterminación, desorientación y pérdida en la continuidad de los trabajos, así como transformadora del modo de vivir de los trabajadores, predisponiendo su futuro en una situación difícil e incierta (Comisión Confederal Contra la Precariedad, 2004). La nueva realidad laboral es la inestabilidad permanente y discontinuidad en las trayectorias ocupacionales y de vida de los trabajadores, particularmente jóvenes; lo que según Zubiri Rey (2008: 3-4):

“[…] impone una creciente transitoriedad en las relaciones que se establecen con el trabajo y la percepción de renta. [Resultando] cada vez más frecuentes y diversificadas las transiciones entre diversas ocupaciones y formas de contratación laboral, así como la movilidad viciada (sic) (y muchas veces desprotegida) entre situaciones de empleo, paro, formación e inactividad”.

El modelo laboral emergente y flexible exige de fuerza de trabajo con un cierto nivel de calificación para garantizar y mantener su empleabilidad; aunque ésta es cada más insuficiente y superflua (Castillo, 2017), en particular entre los jóvenes que acceden o aspiran ingresar al mercado laboral. Ciertamente, la economía está cada vez más concentrada en el conocimiento, lo que conlleva a que las condiciones y relaciones productivas se tornen cada vez más flexibles, llevando a los trabajadores asalariados a situaciones de mayor desigualdad e incertidumbre laboral (Salvia y Tissera, 2011). El capitalismo necesita cada vez menos de la participación del trabajo material, vivo -trabajo humano- en los procesos productivos, y cada vez más, recurre y se basa en la utilización de la tecnología y conocimiento, elementos que se han convertido en el motor principal de la acumulación capitalista, que poco a poco sustituye a la fuerza de trabajo y obliga a una porción importante de ella a emplearse en actividades temporales, con jornadas parciales, en condiciones de subutilización o, peor aún, las relega al desempleo9 (Ferreira, 2006; Federici, 2010).

Las exigencias empresariales por incrementar la productividad y la resistencia que pone el trabajador ante estas, crean conflictos que se refuerzan con la incorporación de tecnologías en la producción, y la presión sobre la fuerza trabajadora con advertencias de ser remplazada por mano de obra desocupada, lo cual exige al trabajador una mayor inversión -física, intelectual o de tiempo- en la actividad productiva desarrollada (Dubet y Martuccelli, 2000).

Al respecto, Martinelli y Schoenberger (citados por Ferreira, 2006: 8), afirman que:

“[…] la precariedad laboral se une a la apología de la mentalidad empresarial para favorecer cierta forma de auto explotación laboral; esto mediante la persuasión de los trabajadores a pensarse como ‘inde- pendientes’ y comprometidos individualmente con el progreso de la empresa como contrapartida a su implicación, aunque sólo sea porque no existe alternativa”.

Ante las condiciones laborales dadas, la búsqueda de trabajo particularmente por los jóvenes que aspiran a su primer empleo, está condicionada por las habilidades, capacidades y características que cada individuo posee para ubicarse en uno u otro puesto de trabajo; pero al hacer esa búsqueda se enfrenta a una realidad adversa: los trabajos que encuentra generalmente no contribuyen a forjar un desarrollo personal, profesional o laboral y no corresponden con el nivel de formación educativa alcanzada. Lo paradójico es la pérdida de importancia que, coincidentemente, representa el capital humano y, en particular, la educación o formación educativa en las posibilidades de insertarse en el mercado laboral en las condiciones deseadas.

En un artículo reciente, Castillo (2017: 78) muestra que:

“En México, particularmente, los trabajadores jóvenes sin titulación suelen insertarse más fácil y rápidamente al mercado de trabajo, que quienes cuentan con niveles de educación media superior o superior, pero no siempre lo hacen en las condiciones y circunstancias laborales deseadas. La educación no es, o lo es cada vez menos, una herramienta o recurso suficiente para abatir el desempleo”.

Los impactos de la precariedad no sólo perjudican a los trabajos en sí mismos, al desregular la seguridad e instaurar regímenes de inestabilidad laboral, sino además, afectan la vida y la dignidad humana de los trabajadores, los erosiona psicológicamente, los enajena para ser más productivos y menos solidarios con sus propio compañeros en el desarrollo de los procesos productivos, y los coloca en una situación de vulnerabilidad y exclusión social ante los demás.

2. La “centralidad” del trabajo y las nuevas formas de identidades fragmentadas y precarias

Existe una variedad de definiciones sobre la identidad, muchas de ellas relacionadas con la autoidentificación, el reconocimiento propio ante los demás y por los demás, así como conjuntos de cualidades -responsables, cooperativos, eficientes, etc.-. Autores como Álvarez (2001); Mórtola (2006); Sánchez (2001); Garabito (2010); Dubet y Martuccelli (2000), entre otros, coinciden en conceptualizar las identidades a partir de la relación de permanencia, semejanzas y diferencias que se dan en un proceso específico de socialización. Su construcción surge a través de las diferentes experiencias -biográficas o laborales- que se adquieren a lo largo de la vida de las personas y en los distintos planos sociales, cargados de múltiples sentidos que influyen en la concepción y estilos de vida de los sujetos.

El concepto de identidad asumido en este artículo plantea la identificación de las dimensiones, variables e indicadores que nos permiten describir el fenómeno de las identidades, particularmente las laborales, personales y sociales en los jóvenes trabajadores o potenciales trabajadores. Este concepto hace referencia, por lo menos, a tres factores importantes: el primero, está relacionado con el reconocimiento del individuo como tal; el segundo, establece la relación del individuo con los otros -a través del proceso de socialización-; y el tercero, se refiere a la semejanza que se da entre ellos. En cuanto al primer factor, el reconocimiento propio y por los otros está determinado, por un lado, por la convivencia y la idea e imagen que tienen las personas de los otros, ya que se generaliza a los demás en cuanto que se es diferente a ellos; y, por otro lado, el reconocimiento se debe a la semejanza que existe entre el colectivo al compartir una misma imagen o idea (Simmel, 1986).

“Dado que toda identidad requiere la sanción del reconocimiento para que exista social y públicamente, esta no podría ser nunca una esencia, un atributo o una propiedad intrínseca del sujeto, sino que, por el contrario, es el resultado de un proceso intersubjetivo y relacional (Bulloni, Frassa y Muñiz, 2008: 6)”.

Las formas de socialización también se deben considerar a partir del tiempo, espacio y dependiendo de los grupos sociales en los que se genera. Álvarez (2001) plantea que las identidades de los jóvenes responden a un tiempo y espacio determinado, y la convivencia del individuo con otros grupos sociales, en entornos como la familia, trabajo, escuela, etc., permiten ir construyendo las identidades a partir de diferentes identificaciones que el sujeto realiza en la interacción con los otros, y que son significativas en su contexto. En la construcción de identidad, además, hay una cualidad de semejanza que refiere a que los individuos comparten actividades, un mismo grupo y espacio, y quizás los mismos significados, aunque cada uno los aprehende o los internaliza de distinta manera. Comparten un mundo en particular con intereses comunes, por ejemplo, el mundo del trabajo.

“[…] la identidad se conceptúa como una relación tautológica donde el yo, o el ser, se reconoce en su yo, o en su ser mismo. Así el principio lógico de identidad establece una relación de igualdad y de semejanza; la identidad es, por tanto, aquello que hace a un individuo o grupo ser sí mismo (Sánchez, 2001: 140)”.

La construcción de la identidad presenta dos ejes: el individual y el colectivo. El primero plantea lo que somos o queremos ser, por lo que las preguntas como ¿quién soy?, ¿qué quiero ser?, son planteadas muy a menudo en este tipo o nivel de construcción identitaria. El segundo se crea a partir de la definición y el reconocimiento que hacen los demás de los otros, es decir, ¿cómo me ven los otros? Garabito (2010) señala que se trata de una dualidad identitaria, esto es, “identidades por sí” e “identidades por los otros”. Dubet y Martuccelli (2000: 271) consideran que en una amplia medida, el individuo es una “abstracción” ya que no hay “yo sin Nosotros”, “no hay -así- identidad individual sin identidad colectiva”, al estar íntimamente relacionadas la una con la otra. En el proceso identitario se discute lo individual y social, ya que ambos elementos participan en su conformación, cada uno de ellos en diferentes momentos y desde sus propios modos de ejecución; es decir, lo psicológico y lo social (Sánchez, 2001).

La cultura juega un papel muy importante en las identidades de todo tipo, ya que a partir de ella existen rasgos materiales, instituciones, creencias, valores y símbolos, que la particularizan; es decir, elementos culturales que caracterizan a los grupos sociales, que desde luego, les otorgan un sentido y un significado a sus acciones y una comprensión de su contexto; de igual manera que conforman una “matriz cultural” que permite a los grupos distinguirse y diferenciarse de otros (Sánchez, 2001). Álvarez (2001) señala que la identidad está relacionada con nuestra historia de vida, que es influida por un concepto de “mundo” con el que se tiene contacto y que predomina en sus interacciones cotidianas, por lo que existe un necesario cruce entre lo individual-grupal- societal en las historias personales y sociales. En este sentido, las crisis de identidades imponen la existencia de nuevas articulaciones entre los individuos y la sociedad, en circunstancias en las que las identidades colectivas y los valores comunes ya no garantizan continuidad e integración (Dubet y Martuccelli, 2000). Ellas se diferencian de otros momentos en los que la identidad permanece ligada a la idea de permanencia, duración y diferenciación pero, al mismo tiempo, de integración y ubicación en un contexto específico con un consumo y reproducción particular de valores (Sánchez, 2001).

La identidad laboral se define como la idea del “yo” y un nosotros que se construye en espacios laborales particulares (Mórtola, 2006); al ser el resultado a la vez estable y transitorio, individual y colectivo, biográfico y estructural dado por los distintos momentos de socialización generados en y por el trabajo (Bulloni y Frassa, 2008); al tiempo que, expresa un sentimiento de autoidentificación y de permanencia con el lugar de trabajo y una importante conexión o articulación entre los trabajadores. Se les denominan “identidades laborales” porque se crean en un proceso de interacción y socialización entre los trabajadores, entre ellos y los demás integrantes de un espacio laboral específico. Cuando se aborda este tipo de identidades se debe hacer referencia a dos conceptos o componentes importantes: el primero, que está relacionado con la identidad como tal y el segundo, con el trabajo, la actividad en sí, el cual representa un “espacio social” determinado por relaciones sociales muy particulares, así como un espacio de socialización, productor y portador de significados en la construcción de las identidades de carácter personal o colectivo relacionadas con el ámbito laboral.

La centralidad del trabajo, a pesar de los cambios experimentados, no se define sólo por la capacidad que tiene dicha actividad como única fuente generadora de valor y riqueza social (Sotelo, 1999; Antunes, 2000). El trabajo, y particularmente el trabajo remunerado, es también el medio fundamental a través del cual el individuo es reconocido e incluido en la sociedad, con el que adquiere una relativa autonomía y establece las bases objetivas y subjetivas para su existencia y realización personal. El trabajo, además de ser esencial como medio que asegura la existencia y subsistencia, es fuente de significados e identidad social. Sobre ello, Ulrich Beck (2000: 21), sostiene que el individuo “logra su identidad y personalidad sólo en y a través del trabajo”. Normalmente no la adquiere en otra instancia, sino en la esfera de la producción y consumo, en la que produce y reproduce su ser biológico, social y espiritual, por lo que el propio ciudadano, en tanto que sujeto social, no se concibe sino en relación con su entorno laboral, como un ciudadano-trabajador.

El trabajo es una práctica social que se realiza en interacciones con otros. Se refiere a prácticas relacionadas con maneras de saber-hacer las cosas y con estrategias de interacción social por lo que, más allá de ser una actividad estrictamente económica, es un espacio social específico, en donde se promueven las relaciones sociales entre trabajadores y medios de producción, por lo que tiene que ser visto de manera integral, también como un deber moral y social, y no sólo como un medio de vida para los trabajadores (Machado y Lemes, 2010). Es preciso, en este sentido, ver en el trabajo una fuente portadora de significados, con un valor para el individuo en la conformación simbólica de su vida. En este sentido, el trabajo ocupa un lugar esencial en la vida de las personas, al formar parte de la construcción de identidades, que tienen conexión directa con los valores sociales y con otro tipo de valores; dado que a partir de éste, particularmente los jóvenes, buscan crear personalidades consolidadas10 .

El trabajo posee un universo simbólico con significados propios que lo identifican, lo marcan y diferencian de otros espacios y actividades. No obstante, las nuevas trasformaciones en la producción y en el trabajo han hecho que éste se distinga de los anteriores, principalmente, en las últimas tres décadas. Los trabajadores y el trabajo ya no son lo que tradicionalmente se conocía, dada la hegemonía del trabajo flexible, desregulado, precario, inestable e inseguro, indefinido y temporal, características que han originado una nueva cultura laboral y una dinámica sui generis en el mundo laboral; los trabajadores, por su parte, están más calificados, poseen nuevas habilidades y capacidades relacionadas con la ciencia y la tecnología, cualidades que marcan de forma distinta los procesos de construcción identitaria.

La calidad de las ocupaciones implica, por lo menos, dos distinciones interrelacionadas: por un lado, la que está vinculada con la calidad del puesto de trabajo y, por el otro, la asociada con las particularidades de la fuerza de trabajo (Marcos y Goñi, 2003; Castillo, 2009). La calidad del empleo no deriva así exclusivamente de las condiciones del puesto en determinados ámbitos de los sectores productivos, sino que guarda relación con las características de los trabajadores o, a la inversa, trabajadores con iguales características sociodemográficas y de capital humano podrían enfrentar situaciones disímiles en cuanto a las condiciones que ofrece el puesto de trabajo. La calidad del trabajo no sólo se define a partir de los niveles de productividad e ingresos, sino que abarca una gama amplia de otros aspectos referidos a las condiciones laborales de los trabajadores, en particular en cuanto al tipo de contrato, la duración de la jornada, la protección social de los trabajadores y el ejercicio de los derechos laborales y políticos.

En este marco, cabría sostener que el trabajo y el cambio en éste tienen un impacto diferenciado en la vida de los individuos, dado que éstos articulan su propia vida social en relación con el trabajo (Sánchez, 2004: 16), lo que impacta en la realización del individuo como persona y como portador de conductas sociales que lo “normalizan”. El trabajo es un espacio común compartido entre quienes se desenvuelven en él, pero existen posiciones iguales o diferentes en un mismo espacio social (Sánchez, 2001). Las identidades laborales se configuran como un repertorio que involucra las ocupaciones desempeñadas, el status que se tiene dentro de las ocupaciones y el que se puede adquirir, a partir de las trayectorias laborales ya sean positivas -ascendentes- o negativas -des- cendentes o de degradación-, así como la valorización del trabajo y, particularmente, por las condiciones laborales, las cuales impactan en la construcción y consolidación de las identidades. Si bien, el trabajo sigue jugando un papel muy relevante en la vida de los trabajadores, ya que de él se desprenden y obtienen elementos tanto para la sobrevivencia económica personal como familiar; su función ha cambiado notablemente. El trabajo no solo interviene en la realización de un objeto o servicio como tal o como productor de una determinada mercancía; en él, el sujeto interviene en la aprehensión de conductas que se verán reflejadas en los individuos y en la propia sociedad.

Las ideas usuales del trabajo y su importancia en nuestra vida varían día a día en función de nuestras experiencias, expectativas e imagen que construimos de nosotros mismos. De allí que la riqueza simbólica del trabajo sea construida desde el sujeto mismo, en tanto que de él surge un caudal de significados que dan cuenta del impacto de las transformaciones y sus estrategias para afrontarlas (Garabito, 2010). Como lo demuestra Dubet y Martuccelli (2000), la significación subjetiva del trabajo difiere según la posición del individuo, en lo alto o en lo bajo de la jerarquía profesional. Es arriba de ésta que se colocan en primer lugar las dimensiones expresivas, mientras que las categorías sociales que se encuentran en el nivel más bajo de la jerarquía tienen tendencia a acentuar las dimensiones instrumentales. No obstante, actualmente existe una desvalorización del trabajo; es decir, ha adquirido otro “valor”, otra importancia para las nuevas generaciones de trabajadores.

El trabajo, por definición, muestra en esencia dos modalidades importantes: la primera, que define el valor extrínseco, representado por el ingreso que obtiene la persona de dicha actividad económico-laboral; y la segunda, que remite al significado del trabajo en cuanto a valor intrínseco, el cual involucra la realización del individuo y el valor “subjetivo” que otorga la persona al trabajo en sí mismo (Sánchez, 2004). Ambas trastocadas con el modelo laboral neoliberal vigente. El trabajo va más allá de la compensación económica que ofrece, éste ha sido y será por mucho tiempo el modelador de la personalidad y de la conducta, además de definir la identidad. El vínculo social con otros trabajadores otorga, además, otros tipos de compensaciones extraeconómicas, ligadas al desarrollo de la persona, los valores y expectativas a futuro. En las sociedades modernas, el trabajo define la organización del tiempo y las formas de integración social. No obstante, la ausencia de trabajo, así como su flexibilidad, y consiguiente precarización, parecieran generar una nueva ética, visible en mayor medida en los jóvenes (Wortman, 2001: 27; Castillo, 2017), entre quienes se produce una mayor rotación en los puestos de trabajo, en parte, también porque existe una mayor propensión de dicho grupo a experimentar más frecuentemente procesos de búsqueda del empleo hasta encontrar mejores opciones para su desarrollo económico, laboral y personal.

Las nuevas condiciones laborales han llegado a trastocar una parte significativa en los patrones tradicionales de las conductas de los jóvenes y de las relaciones sociales ante el trabajo. Como señala la Comisión Confederal Contra la Precariedad (2004: 4) “la misma incertidumbre sobre el futuro, no sólo el laboral, sino el social del individuo, aumenta conforme se amplían las dificultades para conformar y afianzar identidades individuales y colectivas en torno al trabajo”. Ese “llegar o no llegar a ser” al que hace referencia Nauhardt (1997) está relacionado con lo que Bourdieu (1990) ha señalado como “el porvenir”, al indicar que son los jóvenes quienes tienen que establecer la conquista del futuro en beneficio de ellos mismos y de la propia sociedad. El porvenir de hoy se encuentra vinculado con los discursos hechos por la sociedad y, principalmente, por los medios de comunicación, así como por las distintas instituciones, como la escuela, la familia, etc. Ejemplo de ello es la conocida frase “los jóvenes son el mañana”, que hace referencia a que son ellos quienes tienen la posibilidad de establecer un mejor futuro para ellos, para la sociedad y para generaciones futuras, así como a que ayuden a darle un buen cause a diversas problemáticas que se generan alrededor de las distintas esferas sociales y les garantice un mejor nivel de vida. En este entorno, los jóvenes, al ser un importante grupo poblacional, podrían fungir como promotores de iniciativas y provisores autónomos de oportunidades y, en el mismo sentido, impulsores del desarrollo social y no sólo un grupo que demanda atención:

“La juventud […] no se debe de ver solamente como una población necesitada de intervención o preparación, sino como un colectivo de sujetos provistos de oportunidades y medios para actuar, decidir ante las dificultades y los retos que la sociedad le presenta (Fandiño, 2011: 10)”.

No obstante, las restricciones de acceso a trabajos decentes coloca a los jóvenes en una situación de doble vulnerabilidad y exclusión social (Conapo, 2010). Su participación en el mundo laboral no puede desligarse de las nuevas condiciones impuestas por el modelo económico que favorece sólo a unas regiones, actividades económicas y a ciertos grupos poblacionales. La población joven se enfrenta a vivir en un mundo con cada vez menos empleos de calidad, inciertos, altamente flexibles y “rotantes”, de corta duración e indefinidos en cuanto a lugar y jornada, pero con mayores oportunidades de establecer relaciones con otros espacios inmediatos y distantes, en un mundo globalizado y dominado por las comunicaciones. En este sentido, en particular los jóvenes que acceden por primera vez al mercado de trabajo están en una constante realización de actividades en los diferentes planos laborales y sociales.

3. La inserción laboral precaria y la crisis de identidad de los jóvenes en México

En México el segmento de población joven, con edades de entre 14 y 29 años, representa 25.7 por ciento, una cuarta parte de la población total (Encuesta Intercensal, inegi, 2015); por su mayor vulnerabilidad demográfica y social, enfrenta mayores riesgos de terminar relegada a inserciones informales -autónomas e independientes- o asalariadas, inestables y precarias11  (Castillo, 2017). Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (enoe), (INEGI, 2005 y 2015), la tasa de desempleo de los jóvenes creció de 5.4 a 7.1 por ciento, entre 2005 y 2015; la tasa de ocupación bajó ligeramente, de 48.6 a 47.7, y la precariedad general de los trabajadores asalariados -medida a partir de la proporción de ocupados con menos de un salario mínimo, con jornadas laborales menores o superiores a la normalidad laboral, falta de acceso a servicios de salud, carentes de prestaciones laborales y sin contrato o con temporal-, aun cuando bajó ligeramente, al pasar de 79.5 a 78.9 por ciento, mantuvo niveles excesivamente altos que muestran la limitaciones “endémicas” del mercado de trabajo formal, a pesar de la reforma laboral flexibilizadora aprobada en 2012. El desempleo, la informalidad y el desaliento laboral -que pasó de una tasa de 13.2 a 15.2 por ciento en el periodo considerado-, se presentan como única alternativa para los jóvenes, que no pueden realizar sus aspiraciones ocupacionales aún con niveles medios o altos de escolaridad12 .

Datos de la Encuesta Nacional de Juventud (ENJ) (IMJ, 2005), son indicativos de la importancia y significado que los jóvenes en México otorgan al trabajo, al considerar en la jerarquía de utilidades al ingreso con 80.7 por ciento, la posibilidad de ser independientes, 32.5 por ciento y ayuda familiar con 29.9 por ciento. En otro ámbito, los aspectos que más ponderan los jóvenes de su trabajo, según dicha encuesta, son la adquisición de experiencia y el ambiente de trabajo. La inserción de los jóvenes en actividades precarias depende en gran medida de sus intereses y necesidades; ello determina las razones por las que aceptan trabajos de baja o nula calidad, en función de aspectos como la insatisfacción de las necesidades básicas, obligaciones como jefes de familia o simplemente por elección propia, etc.; en este sentido, los motivos que los llevan a aceptar e insertarse en ciertos trabajos son diferentes para cada individuo, dependiendo de sus circunstancias particulares.

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Fuente: Elaboración propia con datos de la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, México, 2005- 2015, INEGI.

En cuanto al significado y los aspectos más importantes del trabajo para los jóvenes asalariados en México -a partir de los testimonios de los jóvenes considerados en el estudio, en función de sus experiencias, motivos, intereses y el valor que otorgan al trabajo en sí mismo, así como de sus trayectorias laborales y expectativas de vida personal y laboral-, se observa que el trabajo conlleva una diversidad de situaciones y representaciones con importancias diferenciadas13. Los jóvenes otorgan un significado particular al trabajo al estar inmersos en las nuevas modalidades de empleo precario, caracterizado por cargas excesivas de trabajo, ausencias de contratos, malos ingresos, conflictos e insatisfacciones laborales, etcétera.

Ante la pregunta “¿Qué significa para ti trabajar?”, los entrevistados respondieron lo siguiente:

El valor del trabajo depende de cada individuo al conceptualizarlo y entenderlo de distinta manera: para algunos visto como una necesidad, una obligación, un pasatiempo, algo que les gusta o les disgusta, etc.; pero tan cotidiano y rutinario que en ocasiones pierden la noción de la importancia que tiene para ellos el trabajar. El trabajo sigue jugando un papel muy relevante en la vida de los trabajadores, de él se desprenden y se obtienen elementos tanto para la sobrevivencia económica como para la aportación familiar. El trabajo influye en la realización del objeto como tal o como productor de una mercancía y en el sujeto contribuye a la aprehensión de conductas que se verán reflejadas en lo individual y social (Baca, Castillo, Vélez y Arzate, 2011). Con la nueva organización en la producción surge una nueva modalidad de trabajo flexible y precaria. La inserción de los jóvenes a dichas labores precarias depende en gran medida de sus necesidades e intereses, como la insatisfacción de las necesidades básicas, obligaciones como jefes de familia o simplemente por elección propia, etc.

Al respecto, una de jóvenes entrevistadas comenta lo siguiente:

Los jóvenes entrevistados expresan que los ingresos que obtienen por su trabajo son el principal motivo para trabajar, aunque aseguran que existen otros factores igualmente o más importantes en la duración en sus puestos laborales. A pesar de que a algunos no les parezcan trabajos bien remunerados, coinciden en que les gusta desempeñarlos. La información revelada indica que la inclinación a trabajar se vincula con las preferencias personales o con el acervo de conocimiento; otros opinan que se mantienen en sus ocupaciones porque aprenden y logran aplicar conocimientos adquiridos, factores que influyen en la percepción positiva del trabajo. Asimismo, algunos expresan que en sus planes no está quedarse por mucho tiempo en sus trabajos, sólo los ven como transitorios, hasta concluir sus estudios o su actual contrato laboral e ir en busca de otros que se vinculen con sus formaciones académicas y laborales.

Otros señalan que les gusta su trabajo porque tienen contacto con los clientes que llegan a comprar en ese lugar, lo que corrobora el argumento de que el empleo es un integrador y un formador de vínculos sociales. Bajo estos conceptos y mecanismos, la ocupación laboral genera una socialización primaria que conlleva intercambios de solidaridad, amistades, cooperaciones, etc., con otros grupos de personas o de empleados en el lugar de trabajo. Existen diversos motivos que influyen en los trabajadores para que se mantengan en sus ocupaciones, algunos son el gusto por la realización de las actividades, el aprendizaje, la aplicación de conocimientos o por adquirir más experiencia -la cual les ha de servir en el futuro y ante los demás, dados los entornos de competencia e individualización a los que deberán afrontarse, pero también les permitirá acceder a ciertos puestos y adquirir cierto nivel social y económico-.

Los jóvenes crean expectativas relacionadas con los empleos que desean encontrar. Cada individuo anhela “hallar algo bueno” a través de su ocupación, desde un buen sueldo hasta un buen ambiente; aunque, al salir al mundo laboral las expectativas, “[…] se van a modificar por la experiencia de la realidad laboral, por la experiencia directa de lo que es y de lo que valen determinados aspectos del trabajo” (Gracia y Martín, 2001: 203); una cosa es lo que desean encontrar y otra, la realidad laboral a la que se enfrentan.

El trabajo sigue siendo fuente de expectativas, en el que aprenden y fijan sus proyectos laborales futuros:

Los entrevistados esperan obtener de su trabajo experiencia, conocimiento, progreso profesional y personal, un buen ingreso a través del cual buscan mayor autonomía. Para ellos es importante la realización personal y económica. Fernando opina que “el ganar bien” significa “no tener que depender de alguien”, la autonomía económica lleva consigo dejar de rendir cuentas a los padres, principalmente, cuando aún se vive con ellos.

Los jóvenes entrevistados afirman que les gustaría modificar de sus ocupaciones aquellos aspectos que están relacionados con las personas -patrón y compañeros- y con el lugar donde desarrollan sus actividades, factores que se vuelven deseables y que influyen en la satisfacción que obtienen de sus trabajos; asimismo, desean que las tareas laborales sean más ligeras y que las relaciones laborales sean prolongadas, agradables y solidarias entre los compañeros y jefes. Al plantearles la pregunta: “Si tuvieras la oportunidad de cambiar algo en tu trabajo, ¿qué te gustaría cambiar?”, sus respuestas fueron las siguientes:

Manifiestan el deseo de que los horarios no fueran tan absorbentes, que tuvieran tiempo libre para dedicarse a actividades como el ocio, recreación y convivencia con la familia, lazos que se han visto fracturados con las emergentes nuevas estructuras familiares y por las dinámicas del trabajo y, consecuentemente, por las malas remuneraciones, con las que no alcanzan a satisfacer las necesidades básicas y de otro tipo, como son las afectivas. Asimismo, expresan su rechazo ante las actitudes rígidas y autoritarias de sus empleadores. Pero aun en estas circunstancias de precariedad, entre los jóvenes el trabajo sigue siendo un portador de identidad, un medio que potencia los vínculos sociales entre los empleados y sus empleadores14. A través de él construyen sus proyectos personales y laborales, buscan la autorrealización y la autonomía económica y laboral. En definitiva, los jóvenes tienen una buena apreciación sobre el trabajo en sí mismo, a pesar de su inserción en ocupaciones precarias, en donde los factores laborales que las caracterizan -como las largas jornadas laborales, los bajos ingresos, la exposición a riesgos en las tareas que realizan, la relación con los jefes y con sus compañeros y la estructura de sus lugares de trabajo-, influyen en la percepción negativa o positiva de él.

Consideraciones finales

La reestructuración económica experimentada en México desde comienzos y mediados de la década de 1980 marcó un importante cambio en el mercado de trabajo, favoreciendo principalmente al sector terciario y el desplazamiento de los trabajos de la industria al sector de servicio. Dicho cambio trajo consigo la desregularización del mercado laboral evidenciada por dos factores importantes: por un lado, la nueva organización de la producción y, por otro, el abaratamiento de la fuerza de trabajo, además de la incorporación de nuevas tecnologías en los procesos productivos y el incremento de la competitividad. Las actividades económicas cambiaron transfiriendo las consecuencias adversas de esos ajustes a los trabajadores, quienes se vieron obligados a responder a ello a través de la adquisición de nuevos conocimientos y habilidades para la nueva organización de la producción y el trabajo. La industria, que garantizaba empleos de mejor calidad y duración indefinida, dio paso a la flexibilización, informalidad y precarización del trabajo asalariado, con el establecimiento de nuevas reglas laborales con contratos definidos o nulos, jornadas laborales deficitarias o excesivas, malas condiciones laborales y bajos salarios, lo cual contribuyó a la degradación de las condiciones de vida de los trabajadores.

La nueva dinámica de la sociedad no ha sido capaz de generar una estructura de posibilidades ocupacionales que fomente el desarrollo social y personal de los trabajadores. Normalmente el trabajo, más allá de ser una actividad económica, es un espacio social creador e incitador de relaciones y vínculos sociales; su significado tiene una dimensión psico-sociológica que involucra las expectativas del individuo en el contexto laboral en que se desenvuelve. No obstante, la nueva organización de la producción y del trabajo propició que los trabajadores, particularmente los jóvenes o de nuevo ingreso, se relacionen de manera distinta en las diferentes esferas de sus actividades productivas y laborales cotidianas. Al transformarse el entorno del trabajo, junto con él lo han hecho los sujetos, como trabajadores y como individuos. Al mismo tiempo que se han generado diversas formas de organización e interacción en los espacios laborales, han cambiado los espacios sociales en los que se desenvolvía la juventud de generaciones pasadas.

En este sentido, la nueva estructura de relaciones laborales modificó la percepción y valorización del trabajo de los jóvenes, otorgándoles una carga positiva o negativa. La importancia otorgada y la manera de conceptualizar las ocupaciones son diferentes a las de décadas pasadas. Las nuevas condiciones laborales no aseguran a los jóvenes un posicionamiento que les permita ver a través de sus actividades un claro horizonte futuro, más allá del corto plazo, como sí sucedía con las generaciones predecesoras en las que el “proyecto profesional” estaba intrínsecamente anclado a la “carrera laboral”. Ante los cambios significativos en las estructuras de ocupación y dadas las experiencias laborales vividas, el futuro de los jóvenes es cada vez más incierto, frágil y confuso. Con la flexibilización y desregulación del trabajo, el significado que los jóvenes otorgan a dicha actividad, vinculada a sus experiencias y al proceso de sociabilización, se da de maneras inestables, discontinuas y fragmentarias. Ellos se enfrentan hoy a un entorno laboral cuya diversidad va desde la inexistencia de los puestos demandados hasta ocupaciones caracterizadas por su mala calidad, desprotección social y, dada su inestabilidad, de menor importancia en los procesos de construcción de biografías de los jóvenes a través del trabajo; de allí que su conceptualización del trabajo variara según sus valores, motivos, expectativas y experiencias personales y laborales como trabajadores.

No obstante, a pesar de las transformaciones del mundo laboral, el trabajo sigue siendo un factor que contribuye ya sea a la construcción o reconstrucción de una identidad laboral y social entre los trabajadores, aunque ya no represente los mismos referentes identitarios de décadas pasadas. Ahora, por el contrario, existe una diversidad de elementos portadores de sentido dentro de los mismos trabajos, que tienen como referente dicha actividad económica. El trabajo ya no necesariamente define una centralidad “única”, en ese sentido, pero aún guarda su importancia. Si bien entre los trabajadores ya no son una prioridad las identidades colectivas en los lugares de trabajo, sí existe una preferencia por crear y mantener las identidades personales. En términos de la identidad laboral, en cierto modo existe un desplazamiento de la acción colectiva a la individual, lo que conlleva una falta de experiencia y de permanencia colectiva; es decir, ya no necesariamente se están identificando con algún grupo laboral, sino que son otros los factores en torno a este: los lugares de trabajo, las actividades que se ejecutan, el grado de satisfacción o de gusto en sus ambientes laborales, etc., que pasan a constituirse en fuentes generadoras de identidad personal y social.

El trabajo sigue otorgando a los individuos personalidad e identidad, al colocarlo en lo más alto de su valor intrínseco e impactar en sus expectativas y conductas. Aún con las dificultades que giran alrededor del trabajo, éste sigue siendo importante en el imaginario social de los jóvenes, ya que a través de él articulan su futuro, por lo que anhelan conseguir buenos empleos, con ingresos adecuados que les permitan gozar de beneficios sociales básicos y realizar sus proyectos personales y familiares; pero al no alcanzarlos, aumenta su incertidumbre y se activan los mecanismos de desintegración social. La inestabilidad, la rotación laboral y el desempleo son, cada vez más, parte de la realidad del mercado de trabajo que afecta mayoritariamente a los jóvenes. La inserción en ocupaciones de baja o nula seguridad con bajos ingresos, cortas o extensas jornadas laborales, repercute en diversos ámbitos del desarrollo de su personalidad; particularmente, en aspectos ligados a su subjetividad y construcción de identidad personal y social.

Los jóvenes aún le otorgan valor, sentido e importancia al trabajo a través de sus experiencias laborales y personales que adquieren a partir del proceso de socialización en el trabajo mismo; no obstante, el carácter generalmente inestable y transitorio de los puestos de trabajo perturba sus proyectos de desarrollo personal, familiar y social para ellos y su entorno cercano; lo que, contrario a lo deseable, genera una lógica de consumo inmediato, es decir, “vivir al día” y no visualizar o pensar a futuro.

Los contextos de crisis y las condiciones de precariedad actual no deberían ser obstáculos para la juventud en sus aspiraciones de acceso a las instituciones sociales, como el trabajo y la educación. Es necesario tomar conciencia de esta situación y asumirla como punto de partida para el diseño e impulso de acciones políticas diversas tendientes a revertir los procesos de precarización, desencanto y desaliento laboral a los que se ven sometidos los jóvenes.

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Notas

1. Con la modernidad, el trabajo pasó a representar la principal herramienta para encarar el destino y forjar la identidad personal y social. De ahí que, según Zygmunt Bauman (2003: 49-50), la construcción de identidad “tuvo como determinantes principales la capacidad para el trabajo, el lugar que se ocupara en el proceso social de producción” y el proyecto de vida elaborado en torno a ello. Lo que implicaba que “una vez elegida, la identidad social podía construirse de una vez y para siempre, para toda la vida”. No obstante, con la emergente flexibilización y desregulación del trabajo introducida con la globalización neoliberal, “la perspectiva de construir, sobre la base del trabajo, una identidad para toda la vida ya quedó enterrada definitivamente”, particularmente para los jóvenes que se incorporan al mercado laboral. Congruente con ello, lo que se produce es una identidad “itinerante”, efímera, volátil, de corto plazo y precaria y, en ese sentido”, abierta “a todas las opciones”.

2. En el modelo de sociedad anterior, muy notorio durante el periodo de Estado de bienestar, habían “trayectorias relativamente claras” vinculadas a las vocaciones y la formación profesional de los jóvenes; hoy en día, por el contrario, “existen cantidad de trayectorias poco claras” (Bourdieu, 1990: 167).

3. Se trata como señalan Baca, Castillo, Vélez y Arzate (2011: 81) de recuperar “los significados que los sujetos atribuyen a sus acciones, pero al mismo tiempo, también el contexto: los condicionamientos sociales y materiales con y en los que interactúan los sujetos son factores ‘clave’ para el acercamiento a la comprensión de esos significados, es decir: el espacio social tiene una función en la formación de las identidades de los sujetos, sin olvidar las características socioeconómicas individuales de cada quien que le atribuyen el significado particular al fenómeno que […] interesa analizar a través de las entrevistas”.

4. Congruente con ello, laEncuesta Nacional de Dinámica Demográfica (Instituto Nacional de Estadística y Geografía, INEGI, 1997) define al “joven” como el subgrupo poblacional comprendido en el rango de entre 15 y 29 años.

5. Nauhardt (1997: 39) señala que “así joven y adolescente, y también adolescencia y juventud, son sinónimos de aprendiz, novicio, inexperto, desarrollo, crecimiento, inmaduro, verde, etc., entre otras muchas denominaciones que requieren complementariedad; es decir, todas las denominaciones presuponen que el joven no está completo, que está en una etapa de ‘llegar a ser’”.

6. En el caso particular de México, el INEGI define a la población en edad de trabajar o edad activa desde los 14 años, aunque la realidad es otra, debido a que, por razones económicas y sociales, muchos niños participan de forma efectiva en el mercado laboral previamente, por lo general en actividades informales vinculadas con el trabajo “familiar no remunerado” o como “niños de la calle”, explotados por personas relacionadas al “ambulantaje”, por ejemplo.

7. El cambio pudo haber implicado varias aristas; pero en esencia lo que cambió fue la forma de “gestión regulada de la desigualdad” sustentada en las relaciones de trabajo estable y de condiciones salariales más justas, con la aparición del riesgo al desempleo y a la precariedad (Castel, 2008).

8. En la perspectiva de Ulrich Beck (2000: 21), “el ciudadano no se concibe si no es como ciudadano trabajador”, en particular, el trabajo asalariado.

9. Con el capitalismo en la fase neoliberal perdió relativa importancia la acumulación vía la explotación y sobreexplotación ampliada de la fuerza de trabajo; ésta se mantiene, pero no es la única ni la más importante en determinadas circunstancias. Una parte importante de la acumulación capitalista en esta fase se sustenta en el “despojo” o “desposesión”, recurriendo a estrategias propias de la fase de acumulación originaria, con todas sus implicaciones (Harvey, 2005).

10. De ahí que, según Francois Dubet y Danilo Martuccelli (2000: 151), “el trabajo pone en escena una ‘personalidad’ en el sentido amplio de la palabra, que obliga a una implicancia en el trabajo que desdibuja progresivamente la frontera entre la vida personal, la vida profesional y la vida social”.

11. En este sentido, México, con una de las más altas tasas de informalidad de América Latina, presenta una situación aún más dramática para los jóvenes, considerando que, como señala Cruz Vargas (2016), de cada 10 jóvenes que acceden a un empleo, sólo tres lo hacen en el empleo formal.

12. La educación, según Castillo (2017), ha perdido importancia como herramienta o recurso suficiente para abatir el desempleo, la precariedad e informalidad ocupacional en México.

13. Esto resulta congruente con lo señalado por García y Martín (2001: 202), en el sentido de que “la persona construye un significado determinado a partir de la interpretación que hace de las experiencias laborales”.

14. El trabajo más que una fuente para la obtención de un salario es una actividad a través de la cual los individuos logran definirse a sí mismos y ante los demás, expresa la identidad del individuo (Sánchez, 2004); por ello, la interacción y las relaciones que se generan en el trabajo se transfieren del lugar de trabajo a las personas mismas, impactando en la personalidad y en el actuar frente a la sociedad.