Volumen 31 Nº 2 (abril - junio) 2022, pp. 160-180

ISSN 1315-0006. Depósito legal pp 199202zu44

Otro neoliberalismo: la escuela de Harvard y Michael Porter El ascenso de la estrategia de negocios1

Fernando Francisco Mas

Resumen

El presente trabajo busca ampliar y completar el estudio de Michel Foucault sobre el neoliberalismo del siglo XX, considerado este como una racionalidad de gobierno y cuyo principio general es la competencia. A tal fin, en lugar de observar qué pasó con el tratamiento de la competencia y el fenómeno monopólico en el Ordoliberalismo alemán, cosa que hizo el filósofo francés, nuestra genealogía se concentrará en lo acontecido al respecto en los EEUU. Nuestra investigación da cuenta que entre la década del 30 y el 70 la escuela de Harvard será la corriente de estudio microeconómica mainstream para interpretar la ley antimonopolios norteamericana y, al igual que el Ordoliberalismo, será de corte intervencionista. No obstante, en la década del 80, tendrán lugar dos acontecimientos importantes para nuestros intereses de pesquisa. Primero, la reformulación que Michael Porter hará, en el campo del management, a los elementos de la escuela de Harvard para desarrollar una estrategia de negocios competitiva, estrategia que tiene como objetivo último vencer al rival, crecer y fortalecerse. Segundo, el triunfo de la escuela de Chicago con sus postulados para evaluar el monopolio desde un punto de vista eficientista, que hizo que la justicia norteamericana sea mucho más tolerante con este tipo de fenómenos. Así, señalaremos que en virtud de estos acontecimientos la estrategia de negocios pudo emerger como tecnología de gobierno de la racionalidad neoliberal contemporánea, calibrada ya no desde el principio de la competencia, sino desde el de competitividad.

Palabras clave: Neoliberalismo; Gubernamentalidad; Competencia; Escuela de Harvard, Estrategia; Management

Universidad del Aconcagua. Mendoza, Argentina. E-mail: fmas@conicet-mendoza.gob.ar; fmas@uda.edu.ar. ORCID: 0000-0003-3631-5090

Recibido: 11/10/2021 Aceptado: 03/03/2022

Another neoliberalism: the Harvard School and Michael Porter. The rise of business strategy

Abstract

This paper seeks to extend and complete Michel Foucault’s study of twentieth-century neoliberalism as a rationality of government whose general principle is competition. To this end, instead of observing what happened to the treatment of competition and the monopolistic phenomenon in German Ordoliberalism, which the French philosopher did, our genealogy will concentrate on what happened in this respect in the United States. Our research shows that between the 1930s and the 1970s the Harvard school will be the mainstream microeconomic current of study for interpreting American antitrust law and, like Ordoliberalism, it will be interventionist in nature. However, in the 1980s, two important developments for our research interests will take place. First, Michael Porter’s reformulation, in the field of management, of the elements of the Harvard school to develop a competitive business strategy, a strategy whose ultimate objective is to beat the rival, grow and become stronger. Second, the triumph of the Chicago school with its postulates for evaluating monopoly from an efficiency point of view, which made the American justice system much more tolerant of this type of phenomena. Thus, we will point out that by virtue of these events, business strategy was able to emerge as a contemporary technology of government of the neoliberal rationality, calibrated no longer from the principle of competition, but from that of competitiveness.

Key words: Neoliberalism; Governmentality; Competition; Harvard School; Strategy; Management

Introducción

En este artículo logramos reflexionar sobre el proceso de racionalización histórico de la estrategia de negocios, posicionamiento mainstream del management contemporáneo, en términos de una tecnología de gobierno y en el marco de una racionalidad más amplia: el neoliberalismo o, si se prefiere, racionalidad empresarial. Cuando referimos a “racionalización” de la estrategia de negocios no es para reducir su análisis sociológico simplemente al plano de la metodización instrumental, particularmente al valernos del concepto “tecnología”. Es preciso hacer notar que el management, sobre todo en su vertiente estratégica, es una tecnología racionalizada, pero de conducción de conductas y, con esto último, también aludimos a que difunde cierta concepción de vida. Asimismo, al margen de que el management encarne también una ética, su “estallido” y derrame social debe ser comprendido mediante conexiones “verticales” con otra, más general y difusa, esto es, el neoliberalismo. De esta manera, considerar al neoliberalismo como racionalidad -de gobierno- empresarial implica pensarlo en términos de una lógica ética y normativa que en la actualidad orienta la conducta y la vida de las personas.

Así, en el caso que nos compete, exhibiremos que gran parte de los conceptos manageriales desarrollados por el padre de la estrategia de negocios –Michael Porter–, fueron creados a partir del entendimiento de dos ámbitos del saber constitutivos de la racionalidad empresarial: la microeconomía neoliberal (de la escuela de Harvard) y la administración de empresas. No obstante, adelantamos, que si bien la escuela de Harvard es aquella de donde se tomaron los elementos teóricos para el desarrollo de la estrategia porteriana, la ya conocida escuela de Chicago, asi como su vinculación con el campo del derecho respecto al tratamiento del monopolio, también será fundamental para proponer otra historia neoliberal.

A continuación, entonces, avancemos en un recorrido genealógico, método que recurre a la historia para pensar el presente y que aquí se pregunta por ¿cuáles fueron los acontecimientos económicos, jurídicos y empresariales que tuvieron lugar en el siglo XX, en su segunda mitad, para facilitar las conexiones del management estratégico con la microeconomía neoliberal? Y/o ¿cómo fue posible la emergencia y divulgación exacerbada de la estrategia de negocios, pensada como tecnología de gobierno neoliberal? Veamos.

Porter y la escuela de Harvard

Michael Porter nació en el año 1947 en Michigan, Estados Unidos. Antes de dedicarse a ser un intelectual en el universo de los negocios y consagrarse como el máximo exponente de la estrategia empresarial contemporánea, sus intereses fueron muy distintos. A la edad de 22 años, luego de ser un notorio estudiante, se graduó de ingeniero mecánico y aeroespacial en la Universidad de Princeton. No obstante, casi inmediatamente, continuaría sus estudios en áreas relativas a la administración de empresas, obteniendo así un MBA (Master in Business Administration) en la Harvard Business School y, en esa misma universidad –Harvard– alcanzará el grado de doctor en economía empresarial hacia 1973.

Luego de unos años desempeñándose como investigador y docente en esa casa de estudios –cosa que hace hasta el día de hoy– Porter saltaría a la fama mundial. En 1980, su libro Competitive Strategy (Estrategia Competitiva) cautivaba al mundo de los negocios y se convertía en best seller (Porter, 1980).2 En él, el autor se concentró en identificar reglas claras, al interior de un marco estructural de los sectores industriales, para el análisis estratégico y competitivo de las empresas.

Así, aplicando un cruce teórico entre microeconomía y administración de empresas, en Competitive Strategy se definieron criterios manageriales que orientaban sobre qué datos estructurales considerar en determinada industria, dónde obtenerlos y cómo interpretarlos a fin de vencer a los rivales, objetivo que viene a intentar cumplir el periodo del management estratégico llamado por Chaffee (1985) como “estrategia de negocios” –business strategy– y que se consolidó hasta el día de hoy cómo el paradigma prevalente para pensar la gestión de todas las otras doctrinas de la administración de empresas: finanzas, recursos humanos, marketing, etc. (Knights & Morgan, 1991).

Es menester aclarar que, en el caso de Porter, y en la corriente económica en la que él se inspiró, se trata de la estructura de una industria (el conjunto de productores y vendedores de bienes y servicios similares, –no necesariamente del sector manufacturero–) y no de la estructura organizacional. Los estudios que establecen vínculos entre ésta última y la estrategia tuvieron lugar dos décadas antes (50/60) en el periodo de un incipiente management estratégico que podríamos llamar “estrategia corporativa” / corporate strategy ya que según Peter Drucker (1993 [1964])3 para esa época no solía usarse la palabra “estrategia” en el campo de gestión, pero que para Chaffee (1985) ya se trataba de una estrategia (corporativa) que intentaba responder ¿en qué negocio estamos?, y ¿a dónde queremos llegar? (reflejo de las –hasta hoy– famosas declaraciones de “Misión” y “Visón”). El trabajo que particularmente da cuenta de este tipo de análisis estructural es el de Alfred Chandler (2013 [1962]) en la década del sesenta. Chandler, aseguraba que “la estructura sigue a la estrategia”, es decir, la identificación de funciones, la agrupación de éstas en departamentos y la correspondiente asignación de jerarquías en una empresa debían ser el reflejo lógico de la estrategia previamente definida.

Ahora bien, la perspectiva de estudio porteriana concibe un esquema de gestión que vincula la estructura de las industrias y el comportamiento competitivo de las empresas que las integran. Precisamente, esto tiene que ver con el trabajo de la escuela microeconómica de la Universidad de Harvard, dentro de la corriente conocida como “Organización Industrial” (Davies, 2014). La escuela de Harvard se constituyó con los aportes de autores como Edward S. Mason, Edward H. Chamberlin y Joe S. Bain. Esta corriente tuvo lugar en Norteamérica, dentro de las discusiones del liberalismo del siglo XX, entre la década del 30 y la del setenta (Ramírez Cendrero, 2003).

Para la elaboración del texto final de Competitive Strategy, que –como dijimos– lo catapultó a la fama mundial en 1980, Porter utilizó los resultados de pesquisas que él mismo realizó durante la década de los setenta, estadísticas sectoriales y un marco teórico construido por medio de la reinterpretación de los postulados de aquella corriente microeconómica, la escuela de Harvard (Levy, Alvesson & Willmott, 2003). De esto último nos ocuparemos más adelante. Primero, analicemos el pensamiento central de la escuela de Harvard.

De manera sintética, podemos decir que la escuela de Harvard propuso comprender por medio del marco denominado “Estructura–Conducta–Rendimiento” la lógica de la competencia en una industria y sugerir las acciones del Estado para garantizarla. Un poco más tarde, tal como veremos, la escuela de Chicago se sumará al debate sobre el tratamiento de la competencia empresarial dentro de una industria, englobando a ambas corrientes de pensamiento bajo la misma etiqueta de corriente microeconómica de la “Organización Industrial” (Coloma, 2005).

Esto debe entenderse en el marco de la perspectiva de estudio que asumimos sobre el neoliberalismo, esto es, pensado no solo como una ideología o política económica, sino también como una racionalidad de “gobierno” o de “conducción de la conducta” (Dardot & Laval, 2013). De este modo, las discusiones entre la Universidad de Harvard y de Chicago se dan en correlato al principio general de aquella racionalidad económica-empresarial que emergía para esa época, es decir, el principio de la competencia y los mecanismos necesarios para producirla, estimularla, incrementarla y protegerla (Foucault, 2007 [1979]). Como es bien sabido, Michel Foucault, a fines de los setenta, despejó este principio al analizar el Ordoliberalismo alemán –y dejó de lado lo que pasaba en EE.UU. en este sentido–, desde el punto de vista de la gubernamentalidad y la reflexión racional para conducir a los hombres y las mujeres en la historia política de occidente (Mas, 2021).

Así, teniendo en cuenta que la escuela de Harvard metodizó sus saberes alrededor de la acción de la competencia, también puede y debe ser considerada como una corriente de “gobierno neoliberal”, sumando sus aportes al esquema genealógico que nos compete, ya que las escuelas que comúnmente se asocian a la etiqueta de “neoliberalismo”, sobre todo en las ciencias sociales o en sectores progresistas, son precisamente el Ordoliberalismo alemán, la escuela de Chicago en EE. UU.4 y la escuela austríaca con autores como Hayek y Von Mises.

Esto por cuestiones más teóricas, como el propio trabajo de Foucault (2007 [1979]) y, otras más empíricas, como el condenable golpe de Estado de 1973 en Chile y su vínculo explicito con la escuela de Chicago como marco económico del nuevo régimen dictatorial, que hizo (aunque no solo por esto) que la etiqueta “neoliberal”, al menos en Latinoamérica, asuma una connotación peyorativa, de modo que en la actualidad ningún político o economista de tinte “neoliberal” se reconozca como tal (Klein, 2008; Harvey, 2007; Boas & Gans-Morse, 2009).

Atentos a esto y retomando el análisis de la escuela norteamericana de Harvard, el marco “Estructura–Conducta–Rendimiento” (concepto que fue acuñado por Joe S. Bain) fue en gran parte resultado de una serie de discusiones económicas respecto a la intervención del Estado en la disolución de monopolios y a la lectura de la legislación antitrust en EE.UU. (ley Sherman de 1890). Los debates desde el punto de vista estructural se suscitaron al interior y al exterior de esta corriente económica, particularmente y como advertimos, con la escuela de Chicago, también en Estados Unidos.

Desde fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, a raíz de la ley Sherman del año 1890, los Estados Unidos fueron la fuente de inspiración para el resto del mundo (con sus consecuentes reformulaciones) en lo que respecta al tratamiento de la política antimonopólica, es decir, la intervención del Estado para reducir los costes del monopolio por medio de acciones que van desde el cobro de impuestos, pasando por la fijación de precios, a la instrumentación jurídica –defensa de la competencia– que implique la disolución o la fragmentación de un monopolio o trust (Hierro Sánchez–Pescador, 1991). Teniendo en cuenta este contexto jurídico, avancemos en los aportes del campo económico en la Universidad de Harvard desde los años 30.

El planteo de la Escuela de Harvard, básicamente, consistió en evaluar las relaciones causales entre esos tres elementos de su marco metodológico y de actuación: la “estructura de una industria”, la “conducta del mercado” y su “rendimiento”. Las dimensiones por considerar en el primer caso son, por ejemplo: la cuota de mercado, el número de vendedores, las barreras de entrada, el grado de integración vertical y la diferenciación de productos. En cuanto a la “conducta de los competidores”: el ritmo de crecimiento de la empresa, las prácticas de fijación de precios, los acuerdos entre ellos, las estrategias de publicidad, la inversión en activos fijos, etc. Finalmente, el “rendimiento del mercado” implica medir la eficiencia productiva, la redistribución de la riqueza o las condiciones de empleo, entre otros indicadores a los cuales recurrir.

A su vez, la escuela de Harvard consideraba que la estructura se ve afectada por “condiciones básicas” dadas por la oferta o por la demanda. En el primer caso, estas circunstancias tienen que ver con quién es el propietario de las materias primas, cuál es el grado de organización sindical de los trabajadores y el nivel tecnológico, por enumerar algunas. Desde la demanda, en segundo lugar, podríamos traer a colación el grado de elasticidad y la existencia de bienes sustitutos. Ahora bien, ¿cuáles fueron los principales desarrollos teóricos en la historia de la escuela de Harvard que contribuyeron al diseño de este marco analítico?

Ramírez Cendrero (2003) sostiene que Edward Mason fue un gran crítico del esquema convencional de “competencia perfecta” y propuso que la estructura del mercado puede afectar el comportamiento de los competidores, donde, según el tipo de estructura, algunos pueden tener más poder de mercado que otros. Así, en la década del treinta, Mason advirtió sobre la necesidad de evaluar la formación de monopolios no desde el punto de vista meramente “contractual”, sino más bien desde el efectivo control estructural que gozan las empresas en un mercado.

De este modo, él consideraba que la justicia debía asumir un enfoque que observase más allá del mero número de vendedores y las prácticas relacionales entre sí. La ley debía concentrarse en la constitución de otros elementos propios de estructuras monopólicas de un mercado, particularmente, en lo que luego Bain dará el nombre de “barreras de entrada” (Ramírez Cendrero, 2003). Así, podemos decir que una barrera de entrada se da cuando a otros oferentes se les presentan grandes dificultades para ingresar al mercado. Esto puede darse, por ejemplo, por los elevados costos que traería aparejado intentar igualar las dimensiones tecnológicas y productivas de la/s empresa/s ya consolidadas.

Otro Edward, Chamberlin, para esa misma época (en 1933) publicará su famoso artículo sobre “competencia monopolística” e introducirá un estudio sobre la diferenciación y sus consecuencias en el mercado (Rothschild, 1987). Entendemos que Chamberlin sugería que cuando un oferente logra una alta diferenciación, particularmente en la calidad o imagen, tiene la posibilidad de cobrar mayores precios que los competidores (en tanto no existen alternativas de productos sustituibles). De este modo, tal estructura de la industria lleva a un comportamiento de la competencia poco franco: el cliente no puede comparar entre distintas opciones más o menos similares y se ve perjudicado por los sobreprecios que, en virtud de esto, son posibles de fijarse.

Posteriormente Bain, en la década del cincuenta y basándose en los aportes de sus colegas, dirá que la tasa promedio de ganancia empresarial por encima de la media y una gran diferenciación en los productos eran el correlato de la excesiva concentración y de elevadas barreras de entrada en un sector industrial (Ramírez Cendrero, 2003). De esta manera, Bain considerará que el comportamiento de los oferentes deviene erróneo, al igual que el rendimiento del mercado, como consecuencia de las ventajas estructurales que gozan.

Con todo esto, también puede deducirse que desde la escuela de Harvard se está señalando a otros mercados de competencia imperfecta; esto es, a mercados oligopólicos (de hecho, trabajan con este tipo de modelos) que se caracterizan por una gran diferenciación de productos y altas barreras de entrada lo cual deriva en la falta de estímulo entre los oferentes actuales, la colusión de precios (acuerdos tácitos o explícitos para subirlos) y, por lo tanto, en un desempeño ineficiente del mercado.

Los teóricos de Harvard consideraban que para que emerja una competencia viable (no necesariamente “perfecta”) es necesario que exista la amenaza constante de nuevos ingresantes y que tanto la oferta como la demanda sean de tipo elásticas; esto es, por ejemplo, que exista capacidad de innovación y adaptación tecnológica por parte de la oferta, o bien, del lado de la demanda, que existan suficientes bienes sustitutos. Por lo tanto, y dicho de otro modo, las sugerencias de la escuela de Harvard respecto a las políticas antimonopólicas o de defensa de la competencia no recaían únicamente en la cantidad de vendedores y el modo en que se repartía la cuota de mercado entre estos, sino también en el comportamiento de los competidores en virtud, por ejemplo, del grado de distinción de los productos y la posibilidad de ingreso de otros ofertantes a la industria, dada su disposición estructural y las condiciones de la oferta y la demanda.

Davies (2014) sostiene que todo el neoliberalismo “temprano”, de la primera mitad del siglo XX, arrastró una clara pronta “intervencionista” aun cuando discutiesen con el keynesianismo, pudiendo ubicar aquí al Ordoliberalismo, a la misma escuela de Harvard e incluso al austriaco F. Hayek. En los EE.UU., la facción más radical de la escuela de Harvard aludía que el Estado interviniese mediante impuestos y subsidios que implicasen incluso el control de precios. Asimismo, sus trabajos sugerían sancionar y regular las relaciones causales –que van de la dimensión de condiciones básicas / estructura a la de conducta / rendimiento– que devinieran en una obstrucción a los vendedores potenciales y entorpecieran el desarrollo de una competencia viable.

Los trabajos de la escuela de Harvard tienen que ser entendidos a la luz de los grandes procesos de concentración capitalista que se dieron en los Estados Unidos desde la década del treinta en adelante y que constituyeron una verdadera preocupación para los defensores del liberalismo y para el campo jurídico de defensa de la competencia. Comenta Michel Foucault al respecto:

La necesidad de un tratamiento jurídico económico que reglamente la dinámica de la competencia también debe ser comprendido en función a las ideas de fomento a ésta que se promulgaban a lo largo del mundo para esa época, como por ejemplo, con el postulado de los ordoliberales alemanes en relación a la puesta en marcha de una política que conlleve a la proliferación de las unidades empresa en el tejido social (…). El enfoque legalista que primó durante la primera mitad del siglo XX, en EEUU y en Europa, tenía como objeto evitar la formación de monopolios (…) (Foucault, 2007 [1979]: 187).

Así, en el año 1958, Wilhem Röpke -unos de los principales exponentes del Ordoliberalismo alemán- decía: “en ningún caso la competencia debe ser corrompida por su perversión más cuestionable desde el punto de vista económico y más reprobable desde el punto de vista moral, es decir, el monopolio en cualquiera de sus formas. El monopolio es precisamente la peor forma de ese mercantilismo que queremos combatir…” (Röpke, 1960 [1958]: 127-128, la traducción del inglés al español es nuestra).5

Ahora bien, unas décadas después de aquel neoliberalismo temprano, la escuela de Chicago “olvidada” por Foucault para el análisis de la competencia también se sumará al debate sobre la estructura de las industrias y la regulación competitiva de estas, no obstante, mientras la escuela de Harvard era de tipo más intervencionista y “mano dura” con el fenómeno monopólico; la segunda, a pesar de también pretender estimular la competencia, será mucho más flexible.

La condescendencia eficientista de la Escuela de Chicago

La escuela de Harvard fue bastante bien acogida y tenida en cuenta por los tribunales norteamericanos desde fines la década del treinta hasta mediados de los años setenta. Esta corriente ofrecía a la justicia la base teórica para la definición de toda una serie de comportamientos anticompetitivos per se (Soto Pineda & Jaramillo de los Ríos, 2019). Es decir, comportamientos que eran deducidos de las condiciones estructurales y su posible afectación al sistema de precios, regla de evaluación que primo durante el rango de años mencionado.

Sin embargo, en la década siguiente (durante la presidencia de Ronald Reagan) triunfará, y se asentará en la interpretación de la ley norteamericana, el postulado antitrust de Chicago, en virtud de la amplia batalla que dieron algunos autores, sobre todo la de George Joseph Stigler (Aguilo, 1982). Es importante destacar que Stigler ganó el Premio en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel para esa misma época, en el año 1982.

No deseamos extendernos en esto, pero en dicha “victoria” en la interpretación de la legislación estadounidense deberíamos considerar a otras figuras de peso en el movimiento que tuvo por nombre Chicago Law and Economics (impulsado por Henry Simmons desde la década del treinta) como por ejemplo a Ronald Coase y al abogado Richard Posner. De hecho, William Davies (2014) reconoce cómo Posner agradece a Coase por su estilo lúcido y simple, lo que le permitió entender de economía sin ser economista.

Para comprender el posicionamiento de la escuela de Chicago podemos traer a colación uno de sus postulados generales, aquel que descansa en la idea de que no existen barreras de entrada dadas por la estructura del mercado, salvo las otorgadas por medio de las patentes a la invención, entre otras raras excepciones. Con esto mismo queremos ilustrar aquella “condescendencia” monopólica de Chicago y cómo esto afectó al campo del derecho, que hará posible un escenario más ameno para la difusión de la estrategia de negocios; no obstante, profundizar en la serie de argumentaciones respecto a por qué las barreras de entrada no se dan en la práctica carecería de sentido a los fines de este artículo. En el caso de la escuela de la escuela de Harvard esto sí fue necesario para poder reconocer los elementos económicos que aparecerán transfigurados en los desarrollos de Michael Porter referentes a la “competitividad managerial”, argumento que desarrollaremos más adelante.

De esta manera, lo que sí nos interesa, para pensar a la victoria de Chicago como un acontecimiento que facilitó la emergencia, el proceso de racionalización y divulgación exacerbada de la estrategia de negocios dentro de la racionalidad neoliberal, o empresarial, es la negación a priori de la simple existencia del monopolio: “la visión de Chicago sobre el monopolio, en gran parte inspirada por Stigler, se fundamentaría en el hecho de que la simple apelación a la existencia de monopolios es recibida con escepticismo, y en caso de estar plenamente confirmada, se consideraría como una situación transitoria” (Aguilo, 1982: 11).

Bajo esta posición es que los tribunales norteamericanos comenzaron a evaluar una situación monopólica dándole prioridad a otra vara discrecional que no descansaba en el tamaño estructural y los comportamientos asociados a éste. El nuevo criterio, más flexible, será el “criterio de eficiencia” de la rule of reason o regla de la razón (Soto Pineda & Jaramillo de los Ríos, 2019). Así, por ejemplo, si el proceso de crecimiento y participación (“desmedido”) de una empresa en el mercado traía aparejado, al mismo tiempo, una disminución de precios (al tratar mejor sus costos como consecuencia de economías de escalas, aprendizaje en los procesos de trabajo, incorporación de tecnología exclusiva, etc.) y esto beneficiaba a los consumidores, la concentración era totalmente aceptable.

De este modo, algunas conductas que –en la etapa amparada bajo el enfoque estructuralista– habían sido penalizadas, para los economistas de Chicago podían tener efectos procompetitivos muy importantes. Con esto se producía aquella modificación que iba de evaluar los comportamientos desde una regla per se a otra basada en la rule of reason. No obstante, esto no implicaba “no mirar” algunos comportamientos indeseados de los competidores, al interior de este nuevo enfoque eficientista. Por ejemplo, respecto a la colusión de precios, esto decía Hierro Sánchez–Pescador (1991) a comienzos de los años noventa:

Parece que durante la década de 1980 la convicción dominante en los Estados Unidos ha sido, bajo la influencia de la Escuela de Chicago, bastante escéptica respecto a los beneficios de la legislación antimonopolio y, por otra parte, atenta exclusivamente al único objetivo de mejorar la eficiencia económica. Ello implica la convicción de que es suficiente combatir la colusión (el acuerdo, esto es, la conducta anticompetitiva entre empresas diferentes) y la competencia desleal, porque el tamaño de las empresas (esto es, el enfoque estructural) ni es posible ni es deseable objeto de control. Esto ha sido la política más característica durante la Administración Reagan, cuando William Baxter estuvo al frente, durante tres años, de la División Antimonopolio (Hierro Sánchez–Pescador, 1991: 19).

El autor trae a colación esto porque la colusión que implica abuso de posición es consecuentemente ineficiente. Entendemos que lo que se evita en la regla de razón es suponer que, ante mercados concentrados de tipo oligopólicos con presuntas barreras de entrada, por ejemplo, esto se asocie con la colusión. Recordemos que para la interpretación de la ley antitrust que se hizo en los EEUU de los años 30 a 70, según la escuela de Harvard, la estructura define el comportamiento de los competidores.

Unas décadas antes de asumir como el paradigma mainstream en los 80, ya desde la década del cincuenta, la escuela de Chicago comenzó a teorizar y rivalizar contra sus pares de Harvard, en pos de romper con la impronta legalista que el nuevo liberalismo del siglo XX había asumido en sus comienzos a lo largo del mundo. Es decir, con Chicago la racionalidad neoliberal abandonará al Estado de derecho que intervenía en pos de proteger la lógica de la competencia, como el caso del Ordoliberalismo estudiado por Foucault (2007 [1979]); el neoliberalismo dejará de preocuparse por el poder económico de las empresas y de ofrecer garantías a los competidores menos poderosos (Davies, 2014).

Así, si bien para Foucault (2007 [1979]) esta posición garantista en cierta medida también había sido consecuencia de la sanción de la ley antimonopolio estadounidense de 1890 (ley Sherman), la escuela de Chicago, desde mediados del siglo pasado, propondrá en sus desarrollos teóricos un vuelco interpretativo de la misma. No se tratará de considerar la posición efectiva de dominio estructural de una empresa o las conductas que podían deducirse de esto sino de las eficiencias o ineficiencias que de aquello se derivase. Es decir, se pasó de una preocupación legalista e institucionalista de la desigualdad a evaluar la capacidad contingente de la desigualdad para generar o no beneficios económico–sociales, “la cuestión de ‘justo o injusto’ se reemplazó por otra basada en lo ‘eficiente o ineficiente’” (Davies, 2014: 71).

Según Hierro Sánchez–Pescador (1991) entre los años 40 y 70 la interpretación de la ley se volvió más ortodoxa, en el sentido de que se enfocó en los actos prohibidos en sí, mientras que los autores de la escuela de Chicago volvieron a hacer una interpretación más económica que literal de la ley. Es decir, con esto último, se recupera la regla de la razón que fija como meta a la eficiencia económica en lugar de la dogmática de las conductas prohibidas: “para que un agente económico pueda ser sancionado a la luz de la regla de la razón, su conducta debe producir efectivamente una restricción a la competencia que no puede ser compensada por las eficiencias que dicha conducta pueda generar” (Miranda Londoño & Gutiérrez Rodríguez, 2007: 228).

Luego de la buena acogida de la corriente de la Universidad Chicago en la disquisición de la ley para el tratamiento del monopolio, la escuela de Harvard desde la década del ochenta fue perdiendo vigencia hasta verse reducida, más que nada, a la divulgación científica y a la enseñanza académica en algunas carreras de grado afines, en el campo de la economía y el derecho. Aun cuando en ciertas esferas del actual pensamiento jurídico norteamericano, desde fines del siglo pasado, ha vuelto a influir en la adopción de un enfoque “ecléctico” para el análisis de casos monopólicos (Piraino Jr., 2007).

Si bien la lucha por la política estatal antimonopólica durante los años ochenta la ganó la escuela de Chicago, esta corriente económica no evitó que la de Harvard sí lograse una amplia acogida –en esa misma época– en el mundo del business tras la reconfiguración que hará Michael Porter a este campo de saberes. Chicago no tenía un perro de pelea en el ámbito de las escuelas de negocios (Rasmussen, 2017).

De todos modos, la discusión hubiese carecido de sentido ya que Porter tomó los aportes de la escuela de Harvard para tornar más competitivas a las empresas bajo una lectura estratégica, esto es, favorecer su crecimiento y fortalecimiento para tornarlas más eficientes. De hecho, según William Davies (2014) el monopolio es el fin último de la competitividad empresarial y estratégica (competitiveness). Así, Michael Porter ofrecerá un modelo de gestión empresarial más afín con la “condescendencia” monopólica de la escuela de Chicago que con la vigilancia policial de la de Harvard.

El “monopolio” y los negocios

Microsoft, a fines del siglo pasado, en su defensa ante las denuncias del Departamento de Justica de Norteamérica respecto a una supuesta conducta monopólica por aprovechar su liderazgo en el mercado de los sistemas operativos para imponerse en el de los navegadores (Internet Explorer venía integrado al paquete de Windows), alegó insistentemente que su accionar simplemente descansaba en seguir los preceptos de una buena estrategia de negocios basada en la innovación y la competitividad (Levy, Alvesson & Willmott, 2003).

En esta dirección, Davies (2014) trae a colación a Colin Crouch (2011) y su libro The Strange Non-Death of Neoliberalism para señalar que desde los años ochenta se pasó de un modelo de regulación antitrust que buscaba una justificación para los mercados a otro que justificase los negocios. De esta manera, la primera interpretación de la ley que aquí hemos exhibido (per se) representaba, en cierto sentido, un control de la planificación –económica– del Estado, mientras que la segunda (rule of reason) ofreció al sector privado una serie de libertades para la planificación –estratégica– de las empresas.

Este cambio de paradigma en juzgar qué es y qué no un monopolio hizo, en gran medida, de condiciones de posibilidad para que los aportes globalmente difundidos del gurú de los negocios Michael Porter condensaran e impulsaran más libremente a todo un conjunto de saberes y prácticas manageriales cuya racionalización giraba, según el espíritu de época de la business strategy, en torno al crecimiento y el fortalecimiento permanente para vencer al otro / devenir exitoso, esto es: la competitividad (Mas, 2021).

Este ethos managerial se divulgó no sólo entre las empresas y sus ejecutivos, sino que con el tiempo también logró influir el modo en que los sujetos piensan y habitan su propia vida (López Ruiz, 2014). De este modo, desde las últimas décadas del siglo pasado, la estrategia de negocios apareció como una tecnología que ofrece la mejor solución para evaluar los problemas de la empresa y, agregamos, del trabajo y la cotidianeidad del propio individuo (Knights & Morgan, 1991), en dónde esos problemas pueden ser resumidos en ¿cómo ser el mejor?, ¿cómo optimizar mi rendimiento?, ¿cómo aventajar a los demás?

Respecto a la situación en los países de Latinoamérica y la divulgación de la business strategy, durante la década de los ochenta, con escaso “delay”, las escuelas de negocios y universidades incluirían en su currícula la estrategia de negocios competitiva basadas en los aportes de Michael Porter. De hecho, la difusión de la business strategy fue más o menos uniforme a nivel global ya que se trataba de la vanguardia para gestionar una empresa, que influyó el modo de gestionar de, primero, los managers de las principales trasnacionales para luego colarse entre las más variadas organizaciones, sin distinción de tamaño y tipo. Esto es, en definitiva, lo que más nos interesa para pensar cómo y porqué se esparcieron sus nociones manageriales en nuestra región.

Ahora bien, podría objetarse por qué no detenernos en la legislación antimonopolio en los países de Latinoamérica, y en su lectura económica, para comprender posibles cruces. Al respecto, podríamos concentrarnos brevemente en Argentina ya que goza de una amplia tradición jurídica al respecto. Este país fue uno de los primeros de la región en disponer de normativa antitrust con la ley 11.210 del año 1923, con sus modificaciones y nuevas sanciones a lo largo del tiempo (ley 22.262 de 1980, la 25.156 de 1999 y la última en 2018, la ley 27.442). Asimismo, Argentina ha declarado ex professo, en los artículos 42 y 43 incorporados en la reforma constitucional de 1994, que el modelo de la competencia es una garantía para usuarios y consumidores, debiendo así el Estado protegerla. No obstante, ahondar en estas particularidades constitucionales y de la ley nacional para “defensa de la competencia” carece de pertinencia para esta pesquisa por algunas razones que a continuación detallamos.

Primero, porque Estados Unidos ha sido el modelo mundial a seguir en el tratamiento normativo antimonopolio aun cuando existan adaptaciones –más o menos flexibles– en cada uno de los lugares que se hicieron relecturas de esta ley. Decimos más o menos flexibles porque, por ejemplo, en Europa, con el tratado de Roma de la década del cincuenta, su objetivo estaba más destinado a conformar una comunidad y protegerla –un mercado común–, a diferencia de los fines antitrust empresariales de Norteamérica.

Segundo, porque, por ejemplo, en el caso traído a colación, la tradición de la ley argentina también es más del tipo “permisiva” ya que, si bien no se caracterizó por asumir la regla de la razón de Chicago, la evaluación pone la lupa más en la conducta abusiva que en la estructura o el contrato (similar al enfoque del Tratado de Roma). Esto fue acentuado durante los años noventa con las modificaciones de interpretación que se efectuaron para, entre otras cosas, dar un tratamiento a la privatización de grandes empresas monopólicas de propiedad del Estado que pasaron a regirse por las normas del mercado, en función a los procesos de privatización impulsados por la gestión de corte neoliberal del por entonces presidente Carlos Saúl Menem (Pierbattisti, 2014).

Por ejemplo, si nos situamos en el análisis de la ley argentina 22.262 de 1980, momento central en nuestro estudio, Coloma comenta lo siguiente:

La noción de “abuso de posición dominante” es otro de los conceptos que utiliza la ley 22.262 para encuadrar ciertos actos o conductas dentro del tipo de prácticas que considera anticompetitivas. Este es un concepto que la ley argentina toma del artículo 86 del Tratado de Roma de la Comunidad Europea (1957) y de otros antecedentes principalmente españoles y alemanes (…). Las legislaciones europeas y argentinas (…) admiten como lícito que un mercado quede monopolizado o dominado por una única empresa, pero buscan penar los abusos que dicho dominio puede originar (Coloma, 1997: 6).

Tercero, porque el foco del acontecimiento que liga de un modo más armónico la microeconomía con el management se sitúa en Norteamérica, es allí donde en virtud de los aportes de la escuela de Chicago se produce el destrabe inicial para acelerar los procesos de promoción mundial de una lógica de vida contemporánea que se centra en la empresa y que hace de la estrategia de negocios su principal tecnología de gobierno.6

Finalmente, y como anunciamos, nuestra genealogía se centra en lo sucedido en EE.UU. porque la tendencia de la mayoría de los países del mundo y de la región ha sido, y lo sigue siendo, un “copy paste” de los aportes teóricos y empíricos del management norteamericano (Gantman & Fernández Rodríguez, 2007). Por ejemplo, en cuanto al management estratégico y su arribo a la Argentina, los autores de ese país Jorge Hermida, Roberto Serra y, sobre todo, Alberto Levy fueron los encargados de publicar libros de administración estratégica desde la misma década del ochenta. Alberto Levy (1981; 1985) editó Planeamiento estratégico en 1981 y Estrategia en acción en 1985; recordemos que la primera traducción al español del libro de Porter (1980) Estrategia Competitiva (Competitive Strategy) fue en 1982, cita que comenzó a volverse obligatoria en las escuelas de negocios de toda la región. Ahora bien, avancemos en el giro estratégico que el management porteriano le dio a la microeconomía neoliberal norteamericana.

El giro estratégico de Michael Porter

La tesis doctoral de Michael Porter fue dirigida por Richard E. Caves, autor de la Universidad de Harvard conocido por sus trabajos sobre “industrias creativas”. Caves inició su carrera académica a fines de la década del cincuenta en el departamento de investigación a cargo de Joe S. Bain, quien por esa época estaba trabajando en la Universidad de California en Berkeley. Durante su doctorado en Economía Empresarial y en los años siguientes, como anunciamos, Porter utilizó los conocimientos de la escuela de Harvard (particularmente los referidos a los elementos estructurales y las condiciones básicas de la oferta/demanda) para perfeccionar el saber managerial, aunque distanciándose de los fines económicos que perseguían en un principio; en Competitive Strategy decía: “los economistas llevan muchos años estudiando la estructura de la industria pero principalmente desde la perspectiva de la política gubernamental y en sus investigaciones no se han ocupado de lo que les interesa a los administradores de empresas” (Porter, 2000 [1980]: 5).

Los trabajos de Porter para colaborar con el interés estratégico de los managers de la época revisten un doble perfil y dinámica. En un primer nivel, con mayor grado de rigurosidad, encontramos las investigaciones científicas. Tal es el caso de su tesis de doctorado y las publicaciones académicas, donde el autor explica de manera explícita las influencias de la escuela de Harvard y su reutilización con objetivos estratégicos (Porter, 1981; 1983). En un segundo nivel, con una impronta más pedagógica para el ejecutivo y el estudiante de administración de empresas, podemos considerar al conjunto de sus textos de divulgación managerial (Porter, 1980; 1985). Estos últimos, los libros de estrategia de negocios, aunque también se apoyan en los trabajos de los máximos exponentes de la escuela de Harvard, no son de ninguna manera citados.

Respecto al primer nivel, en dos artículos de principios de los años ochenta, Porter (1981, 1983) expone de manera precisa el “paradigma Mason/Bain”, basándose en dos de los máximos exponentes de la escuela microeconómica de Harvard. Porter echará mano a los elementos fijados desde la microeconomía para asumir una posición “defendible” de las fuerzas competitivas de la estructura de una industria. Estructura que, destaca, es voluble y ofrece oportunidades de reposicionamiento.

Es decir, la empresa también puede accionar sobre ella –por medio de la estrategia– con el objetivo de moldearla a su favor. Esto en tanto que, si bien la competencia se da sobre la base de ciertas reglas –en este caso las estructurales– el estratega es aquel que siempre está atento a subvertirlas (no de manera “tramposa” aunque sí astuta) para obtener beneficios y ventajas a su favor: “aunque la estructura de la industria está definida en parte por factores económicos y técnicos exógenos, la estrategia puede desbloquear las limitaciones de la estructura industrial. Por lo tanto, está siempre presente la chance de que la empresa cambie a su favor las reglas de la competencia dadas en una industria…” (Porter, 1983: 177, la traducción del inglés al español es nuestra).

Según Knights and Morgan (1991) esto tiene que ver con un cambio de paradigma del management, pero también del marco económico que lo cobija, con el pasaje del liberalismo clásico al del nuevo liberalismo del siglo XX, es decir, abandonar el laissez faire y las bondades invisibles de la naturaleza mercantil, y abrir la posibilidad de modificar la “mano” del mercado, en una especie de visibilización de ésta y la factibilidad de ser maleable desde la administración de las empresas.

El marco porteriano Mason/Bain permite al manager realizar un análisis estratégico de la estructura de una industria recurriendo a muchos de los elementos que éstos y otros autores definieron para evaluarla desde el punto de vista de la regulación del mercado: barreras de entrada, diferenciación, elasticidad precio de la demanda, bienes sustitutos, etc. (Díez de Castro et al, 1989). El marco facilita el estudio del comportamiento probable de los competidores y de otros actores claves, por medio de los flujos de información de las fuerzas estructurales –señales que se reflejan en dichos elementos– y, así, prever los movimientos ofensivos o defensivos a desplegar.

En los libros del segundo nivel, Porter ofrecerá un conjunto de herramientas generales de descripción y proyección de la estrategia empresarial, que profundizan lo expuesto en los artículos que aquí referimos. Estas herramientas, en carácter de matrices y técnicas racionales, servirán (entre otras cosas), para el análisis particular de las condiciones ambientales de un sector determinado –como las de las industrias emergentes– y para la toma de decisiones; por ejemplo, la diversificación de productos o el ingreso a nuevos mercados.

Entre aquellas herramientas se destacan dos que fueron desarrolladas en 1980 en Estrategia Competitiva: las “estrategias genéricas” y el “modelo de las cinco fuerzas”. Cinco años más tarde, en su obra La Ventaja Competitiva: creando y sosteniendo un rendimiento superior, Porter (1985, 2010 [1985]) profundizará estos conceptos y desarrollará otro de igual relevancia, la “cadena de valor” (vale chain). Ahora bien, estos conceptos no sólo responderán a un proceso de racionalización del management contemporáneo, sino que se establecerán como pautas y principios de un ethos managerial, pensado en correlato del neoliberalismo como racionalidad empresarial (López Ruiz, 2014).

Las principales herramientas porterianas y su consecuentes pautas de conducta

Por un lado, y en un examen más del tipo interno de la empresa (aunque considerando la integración vertical con proveedores y clientes), Porter presentará en 1985 el análisis de la cadena de valor. Dicho análisis trata de una malla teórica que permite desagregar en dos tipos a las actividades de la organización: las principales, como puede ser el marketing, y otras, las accesorias, como los recursos humanos. Estas funciones impactan en el valor de un producto o servicio, las primeras –el core business– generan valor de manera directa mientras que las de apoyo lo hacen de un modo colateral. La noción de valor, para este reconocido autor de los negocios, remite al precio que los clientes están dispuestos a pagar por un determinado bien o servicio (Porter, 1985).

La propuesta busca estudiar las funciones organizacionales de manera precisa para detectar en ellas ciertas características que ofrezcan ventajas sobre los competidores, elegir una estrategia acorde que añada valor a los clientes y, así, incrementar el margen y optimizar la productividad de la empresa. Lo que Porter llama margen es el beneficio empresarial, es decir la diferencia entre el valor de un producto y sus costos de producción, distribución y comercialización.

En la actualidad, es común ver cómo la cuestión del “valor” ha transmutado en una pauta de conducta para quienes integran una organización: propietarios, mandos medios y trabajadores. Hablamos del concepto de “valor” como un valor (ético), como un mandato que orienta a los sujetos en términos de “inflar el valor percibido”. Inflar no en el sentido de ofrecer algo espurio, sino de agrandar y agregar valía mediante esfuerzos a lo largo del proceso de gestión empresarial que consigan la optimización de costos o, bien, “diferenciarse” de sus competidores, en la calidad en el servicio, la mejora en la imagen del producto, la adaptación al mercado, la personalización del producto y la fidelización al cliente, todos estos últimos, objetivos propios de la configuración del capitalismo postfordista (Marazzi, 2003; Virno, 2003).

El concepto de “valor”, en la actualidad, forma parte de la jerga de trabajadores de diferentes niveles en los más variados tipos de organizaciones. El valor, y su añadidura (“valor agregado” o “agregar valor”) se asume como una máxima y como un conjunto de habilidades que el postfordismo exige a los trabajadores para poder lograrlo. Con esto último referimos, a, por ejemplo, la capacidad de “leer” el mercado y anticiparse a los gustos y preferencias de la demanda, para brindar ofertas cada vez más individualizados (en contraste a la estandarización del fordismo), o bien para definir imaginarios de marca que reflejen y acomoden la personalidad o el deseo del consumidor. De este manera, el valor constituye un concepto central por medio del cual se actúa no solo en los ámbitos económicos –para pensar la distribución de los recursos– sino también en la gestión de una empresa, por ejemplo, en lo relativo a la “distinción” por medio de la marca (Maclaran, Saren, Stern & Tadajewski, 2013).

Al mismo tiempo, desde el punto de vista operativo y según el mismo Porter (1985), la división de las actividades en una cadena de valor tiene como finalidad estimar ventajas en materia de costes o fijar características de distinción que de las funciones se desprenden, donde esta estimación es el resultado de las estrategias genéricas de “liderazgo” en “costos” y en “diferenciación” que ya había formulado en Corporate Strategy, su anterior libro:

No se puede entender la ventaja competitiva si no se examina la empresa en su conjunto. La ventaja nace de muchas actividades discretas que ejecuta al diseñar, fabricar, comercializar, entregar y apoyar su producto. Cada una de ellas contribuye a su posición relativa en costos y sienta las bases de la diferenciación. Por ejemplo, una ventaja de costos puede provenir de fuentes tan diversas como un sistema barato de distribución física, un proceso sumamente eficiente de ensamblado o de una excelente utilización de la fuerza de ventas. La diferenciación puede deberse a factores por igual heterogéneos: la obtención de materias primas de gran calidad, un sistema ágil de recepción de pedidos o un magnífico diseño de productos (Porter, 2010 [1985]: 33, las itálicas son nuestras).

Por otro lado, cinco años antes, también en Corporate Strategy y para un análisis con miras al exterior de la empresa, el autor propuso el “modelo de las cinco fuerzas estratégicas” (Porter, 1980). Éste consistió en delinear, mediante el empleo tácito del paradigma microeconómico de Mason/Bain, un mapa de la situación actual del sector en el que la empresa está operando o en el que desea ingresar para definir, entre otras cosas, cuál es la jerarquía de cada uno los actores claves del contexto.

Las “fuerzas” (una mejor traducción sería “presiones” del original en inglés forces) que se deben considerar son cinco. La principal fuerza o presión remite al nivel de intensidad de la rivalidad empresarial por ganar posición en el mercado y por capturar mayor clientela. El ímpetu del pleito competitivo se mide a través de la presencia de “guerras” de precios o de publicidad, del lanzamiento de nuevos productos, del mejoramiento de la calidad, entre otras acciones.

Porter rescata, al igual que la microeconomía, el poder disciplinador y de mejora continua tras la “mutua dependencia” (acción/reacción) que implica la competencia. No obstante, tal vez con mayor cautela que la facción más liberal del campo económico, reconoce que a veces las represalias para contrarrestar las tácticas de los competidores pueden perjudicar la rentabilidad de una industria entera, por ejemplo, con la inestabilidad que se genera tras la guerra perpetua de precios cuando estos son fácilmente igualables (Porter, 1980).7

La presión referente al grado de rivalidad de la industria dependerá en gran medida de las otras cuatro. ¿Cuáles son las restantes? Inspirado en los aportes de la escuela de Harvard en torno a la estructura y las condiciones básicas de la oferta y demanda, Porter condensará las fuerzas competitivas en el poder de negociación de los proveedores y el de los clientes (sobre todo en la fijación de los precios), la existencia de productos sustitutos (en función de la elasticidad de la demanda) y las amenazas de entrada. Así, respecto a esto último, estamos refiriendo al grado de barreras para el potencial ingreso de un nuevo competidor, que se dan –recordemos–, por ejemplo, cuando para igualar la calidad de los productos y el posicionamiento de marca del competidor afianzado se requiere, al ingresar al mercado, de una inversión elevada en infraestructura, investigación, desarrollo, publicidad, etc. Desde el punto de vista estratégico, al competidor ofensivo que desee entrar en una industria con estas particularidades puede recurrir al menos a algunas de las siguientes medidas: hacer considerables desembolsos en capital o vender por debajo del precio del mercado y asumir las pérdidas al comienzo de las actividades (siempre que esto garantice ganar en el futuro –mercado o profits–). Por otro lado, la empresa que asuma una posición consolidada y defensiva necesitará edificar y cuidar los muros al ingreso.

Porter (1980) –como ¿buen? discípulo de la escuela de Harvard– vuelve a advertir que la evaluación estratégica de las fuerzas debe ser por sectores, pues cada industria es susceptible de ser entendida a raíz de sus características estructurales:

La configuración de las cinco fuerzas difiere según la industria en particular. [Por ejemplo,] en el mercado de las líneas aéreas comerciales, la rivalidad entre los productores dominantes, Airbus y Boeing, así como el poder de negociación de las compañías aéreas que hacen sustanciosos encargos, es enorme. Pero la amenaza de entrada, la amenaza de productos sustitutivos, así como el poder de los proveedores, son aspectos más benignos (Porter, 2017 [1998]: 33).

El objetivo de este tipo de estudio es detectar el clima estable o turbulento del contexto al que se somete un negocio en función de cada una de las presiones ambientales –en el sector en donde se sitúa o en el que pretende ingresar– y además precisar, como dijimos, la posición y jerarquía de los actores claves del contexto. Así, resulta pertinente considerar, por ejemplo, el tamaño y el “poder” de clientes, proveedores y competidores al momento de diseñar acciones de fortalecimiento que permitan a la empresa protegerse, sortear las dificultades y dar batalla en el mercado.

Esto último, junto con el mandato de agregar valor, condensa una nueva problematización en la historia de la estrategia de negocios como tecnología neoliberal que va de poner el acento managerial en el mero crecimiento de la empresa y en el aprendizaje acumulado de sus trabajadores –para ser eficientes– al fortalecimiento integral –para aventajar a sus competidores– (Kiechel, 2010), donde esta idea es secundada por todo un léxico al respecto, como podemos advertir. Es decir, a diferencia de la tesis de Le Texier (2016) que sostiene que la racionalidad managerial se sustenta hasta el día de hoy en el principio de eficiencia de corte taylorista y del capitalismo fordista de masas, entendemos que es la competitividad y no la eficiencia lo que caracteriza a nuestro periodo postfordista, desde la década del 70/80 a la actualidad.

La competitividad se trata de un análisis complejo de los factores internos y externos de la empresa que le permita entrenarse, “ganar cuerpo”, mantenerlo y, así, ejecutar estrategias competitivas precisas que permitan aventajar a los rivales, mecanismos tecnológicos que se destinan no solo a la gestión de las empresas sino también a la de vida de los sujetos. Algo así a lo que, muy oportunamente a comienzos de los noventa, Nikolas Rose advirtió al hablar de una “ética de la empresa”, ética que se basa en la “competitividad, fuerza, vigor, audacia, franqueza y la necesidad de tener éxito” (Rose, 1992: 149, la traducción del inglés al español es nuestra).

En resumen, la consecuente racionalización de los métodos competitivos considerados como más efectivos para robustecer a una empresa e intensificar su rendimiento ¿monopolizar un mercado?, tanto de Porter y otros autores de la estrategia que lo secundaron, alimentó el ethos managerial. Aquí podríamos citar también a la famosa matriz TOWS o FODA (Fortalezas, Oportunidades, Debilidades y Amenazas) tal como hoy la conocemos, en virtud de las reformulaciones que Heinz Weihrich (1982) hizo en la década del ochenta a la herramienta definida por el Instituto de Investigaciones de Stanford –SRI– en los sesenta (Humphrey, 2005) y que como su propio nombre indica, de un modo alegórico, se pide pensar a la gestión de las empresas en la clave de fuerte y audaz. Esto resulta más ilustrativo si comparamos la versión del SRI con la de Weihrich y notamos que sus esquema de reflexión original era en función de lo “conveniente” o no para la empresa, pero no se edificaba sobre una malla racional para lograr el fortalecimiento, el crecimiento y la participación.

Los preceptos válidos de esta cosmovisión fueron difundidos –al menos al principio– al interior de las organizaciones del sector privado en todo el mundo. Estos fueron internalizados primero por managers y gestores de diversos niveles para extenderse después a toda la empresa. Así también con el tiempo, insistimos, este proceso logró desbordarla y afectar el ordenamiento social en general, a través de la difusión ética y la trasmutación de los conceptos del management en valores que orientan inclusive la vida de los propios sujetos, en términos de una tecnología de gobierno neoliberal que no hace otra cosa que buscar la estrategia, el valor, la fuerza, la resistencia, la ventaja, la competitividad…el “monopolio”.

Reflexiones finales

Con los desarrollos de Michael Porter de la década del 80 podemos señalar un reajuste dinámico en la historia del management contemporáneo, que refleja el desplazamiento de la clásica búsqueda de las empresas de la eficiencia en las tareas, objetivo de corte taylorista, a la de la eficiencia en los procesos estratégicos y globales de la organización para devenir competitivas. Consecuentemente, el análisis no se reduce a su mero crecimiento y participación por medio de las economías de escalas o la acumulación de aprendizaje, sino que recupera estas “estrategias” clásicas y, a su vez, se empieza a poner el acento en el fortalecimiento integral y el mejoramiento de la performance, por medio de otras acciones y matrices de cálculo complejas configuradas para la formulación de una estrategia ofensiva y defensiva en pos de vencer a los competidores, como las mencionadas “cadena de valor”, “matriz de las 5 fuerzas” y las “estrategias genéricas”.

Así, por ejemplo, con la estrategia genérica del “liderazgo en diferenciación” se tornó relevante la alternativa de incrementar el margen vía la “distinción” percibida y el “valor agregado”, aventajando a los competidores y desviando el tono de censura que la microeconomía de la escuela de Harvard (popular entre los años 30 y 70) ofreció a este concepto, desplazándolo hacia una interpretación positiva en el mundo del management. Esto tiene aún más sentido si pensamos que el capitalismo postfordista ya había echado raíces y era necesario que la gestión de empresas se acompasase a un nuevo modo de producción que no se caracterizaría solamente por la producción en serie y en masa.

Este (la diferenciación) y otros elementos que la escuela microeconómica de Harvard consideró en el análisis estructural de una industria para garantizar la competencia empresarial por medio de una lectura del tipo intervencionista, fueron reinterpretados en los 80 por la estrategia de negocios para brindar herramientas a los managers de todo el mundo. Asi, Porter se alejó de lo que sus pares de Harvard proponían en ese otro campo de estudio y de su influencia en la interpretación de la ley antitrust norteamericana, que asumía una posición dogmática de actos prohibidos per se. Podría decirse, entonces, que mientras la escuela de Harvard luchaba para evitar el monopolio, Michael Porter con sus mismos elementos, pero pensados con otros fines, lo “buscaba” de un modo “competitivo”. Tal como dijimos, esto se vio favorecido por el pasaje de un paradigma legalista para proteger a los pequeños competidores a otro que toleraba el monopolio en pos de los negocios eficientes.

La escuela de Harvard formó parte del neoliberalismo temprano que, al igual que el Ordoliberalismo alemán, habilitaban el proteccionismo estatal para evitar o disolver un monopolio, en la búsqueda de la mayor fragmentación del mercado en unidades empresariales. Michel Foucault, al estudiar el neoliberalismo como racionalidad de gobierno, hizo foco en este tipo de análisis competitivo. Análisis que es sumamente lucido y preciso, ya que efectivamente la microeconomía liberal del siglo XX hace de la competencia su prisma reflexivo, pero el filósofo francés dejó de lado algunas cuestiones que hemos querido aquí completar. En primer lugar, omitió ver qué sucedía con las discusiones respecto a la competencia en EE.UU., sobre todo en la escuela de Harvard y de Chicago. Segundo, no analizó las teorías organizacionales, ya que, si bien la microeconomía fue el campo que definió como principio gubernamental a la competencia, quien definió las conductas más importantes para vencer a los competidores fue el management, y recordemos que lo que incumbe también al “gobierno” es, precisamente, la conducción de la conducta.

Ahora bien, para ser justos con Foucault y no hacer planteos contrafácticos, es verdad que tanto el triunfo de Chicago en la esfera económica y en la interpretación de la legislación antitrust, como así también el ascenso mundial de la estrategia de negocios porteriana fueron acontecimientos que tuvieron lugar en la década del ochenta, poco tiempo después de que Foucault dictase Nacimiento de la Biopolítica en el Collège de France (1978-1979). De este modo, aquí hemos querido mostrar otra historia del neoliberalismo, basada en el estudio foucaultiano, pero con algunas ampliaciones genealógicas que tengan en cuenta el triunfo de un segundo neoliberalismo, más condescendiente con el monopolio y los negocios. El caldo de cultivo de este neoliberalismo tardío fueron los EE.UU., que logró hegemonizar el pensamiento económico, judicial y managerial desde los años 80 hasta hoy, divulgando sus máximas y principios al resto del mundo.

En dirección a esto, nos animamos a proponer que es la competitividad y no la competencia el principio general de nuestra racionalidad empresarial contemporánea. Esto en tanto la emergencia de la estrategia de negocios, cuyo máximo exponente fue Michael Porter pero que incluye otros trabajos como la matriz FODA, facilitó la arquitectura racional de una tecnología managerial que se erigió más sobre un fortalecimiento integral y un ímpetu monopólico (de la empresa), que sobre la fragmentación y los simples beneficios disciplinantes que trae la disputa como dinámica relacional (en el mercado). Esto último, es la lectura sociológica que puede hacerse de los postulados ordoliberales o de la escuela de Harvard, pero no de la reformulación de Porter a ésta, ni del influjo de la Universidad de Chicago para que los tribunales norteamericanos comenzaran a juzgar un presunto fenómeno monopólico desde la regla de la razón, donde prevalece la eficiencia empresarial por sobre la estructura del mercado o industria, donde importa más la planificación de las empresas que la del Estado.

Con todo esto, y para finalizar el texto, hemos querido exhibir el ascenso de la estrategia de negocios, al management estratégico en su conjunto, como una de las principales tecnologías de gobierno contemporáneas. Esta tecnología fue calibrada desde el principio de competitividad, el cual exige éticamente a las empresas el fortalecimiento permanente para resultar vencedores, en clara dirección al monopolio, aun cuando Porter ni otros teóricos del management se declaren abiertamente a favor de este fenómeno, de hecho, no está en su voluntad de corte liberal. Sin embargo, en tanto tecnología de gobierno nos resulta necesario pensar de qué manera, en el plano de la subjetividad, estos intentos teóricos de fortalecimiento empresarial transmutaron en mandatos para los sujetos, para ser mejores y dar cada vez más de sí mismos. Dejamos este objetivo pendiente, para profundizar las pautas de conducta aquí a anunciadas en futuras líneas de investigación.

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1 Este trabajo se inscribe en una investigación más amplia que culminó en la tesis de doctorado inédita “Management, estrategia y subjetividad: la competitividad como conducción de vida”, cfr. Mas (2020).

2 Primera edición en español en el año 1982, cfr. Porter (2000 [1980]).

3 Esto lo dice en el nuevo prólogo escrito en el año 1985 para su famosa obra de la década de los sesenta Managing for Results (traducido al español como la Gerencia Efectiva) y agrega que: “en la actualidad, por supuesto, la “estrategia del business” se ha convertido en un concepto “in” (Drucker, 1993 [(1985)1964]: 5, la traducción del inglés al español es nuestra).

4 Michel Foucault (2007 [1979]), en su análisis de la escuela norteamericana de Chicago, se concentró en estudiar la teoría del Capital humano, pero no el tratamiento que estos le dieron a la acción de la competencia empresarial (Mas, 2021).

5 Fragmento extraído de la obra de Röpke traducida al inglés por la norteamericana Elizabeth Henderson en 1960, obra que se dio en llamar A Humane Economy, según la editorial de Chicago Henry Regnery Company. La primera edición en alemán fue en el año 1958 bajo el título Jenseits von Angebot und Nachfrage (Más Allá de la Oferta y la Demanda) y luego se agregó el subtítulo Ein Klassiker der Sozialen Marktwirtschaft (Un Clásico de la Economía Social de Mercado). La traducción al español respetó el título original.

6 Respecto a una historia general de la legislación antimonopolio se sugiere cfr. Miranda Londoño & Gutiérrez Rodríguez (2007) “Historia del derecho de la competencia: orígenes y evolución en Estados Unidos, la Unión Europea y América Latina”.

7 Respecto a las guerras de publicidad, Porter es mucho más considerado, diciendo que éstas incrementan la demanda en beneficio de todos los competidores.