Espacio Abierto Cuaderno Venezolano de Sociología Vol.27 No.1 (enero - marzo, 2018): 61-79


Una visión latinoamericana de Estados Unidos: crisis cultural y

tendencias conservadoras en el entorno geopolítico hemisférico

Jorge Hernández Martínez*


Resumen

El artículo analiza con una visión basada en la actualidad latinoamericana las principales bases históricas de la sociedad norteamericana y las condiciones que hicieron posible el triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones presidenciales de noviembre de 2016. Se argumenta que ese país vive una larga transición durante las últimas cuatro décadas, que el proyecto nacional formulado por la Revolución Conservadora está en crisis y que no aparece un nuevo proyecto. Las causas del llamado “Trumpism” no se explican sólo por la coyuntura electoral. Se sugiere tomar en cuenta además las tendencias históricas que explican el desarrollo del capitalismo y de la cultura política en los Estados Unidos.

Palabras clave: Estados Unidos; América Latina; crisis; transición; conservadurismo; cultura política.


Recibido: 12-10-2017 / Aceptado: 05-12-2017


*Universidad de La Habana, Cuba. E Mail: jhernand@cehseu.uh.cu


A Latin American View of the U.S.: Cultural crisis and conservative trends in the hemispheric geopolitical context


Abstract

The article analyzes from the current situation in Latin America the main historical bases of the American society and the conditions that made possible the electoral triumph of Donald Trump in the presidential elections of November 2016. It is argued that the country has a long transition during the last four decades, that the national project formulated by the Conservative Revolution is in crisis and no new project appears. The causes of the so-called “Trumpism” are not only explained by the electoral situation. It is suggested to take into account also the historical trends that explain the evolution of capitalism and political culture in the United States.

Keywords:United States; Latinamerica; crisis; transition; conservatism; political culture


“La contradicción de los Estados Unidos – -la que les dio la vida y puede causar su muerte- – se resume en una pareja de frases: al mismo tiempo son una democracia plutocrática y

una república imperial”

(Octavio Paz, El espejo indiscreto)


Introducción

En sus esfuerzos dirigidos a la comprensión de la sociedad norteamericana, C. Wright Mills dirigió su mirada hacia la complejidad estructural y funcional de la vida política y las interpretaciones que desde el conocimiento sociológico pretendían arrojar luz sobre la misma, advirtiendo contra las tentaciones intelectuales del “empirismo abstracto”, por un lado, y de la “gran teoría”, por el otro. En sus antológicas obras sometió a escrutinio tanto el proceso político como el contexto social en que el mismo se desarrollaba y las corrientes de pensamiento que prevalecían en los estudios al respecto en los Estados Unidos. Exponente de una ciencia social crítica y comprometida con los imperativos éticos del investigador honesto, más allá de limitaciones conceptuales o metodológicas que se le puedan atribuir, Mills contribuyó a estimular una tradición de búsqueda acuciosa de evidencias empíricas,



captadas con artesanía teórica intelectual, que desmitificaran las visiones apologéticas y complacientes de una nación polarizada, excluyente y opresiva, con el mérito de destacar el estado – -bastante generalizado- – de falsa conciencia existente en la sociedad norteamericana. Su obra no dejaba dudas acerca del criterio de que en una sociedad de clases, las ciencias sociales poseen un elevado coeficiente ideológico, descartando así el afán objetivista del positivismo comtiano y la pretensión de neutralidad que proponía el comprensivismo weberiano, como vertientes que lideraban aún, bajo nuevas expresiones, el universo sociológico a mediados del siglo XX (1969 y 1973).

Como lo sugería Mills – -cuya manera de asumir el rol como sociólogo y su activismo militante lo denotan cual intelectual orgánico, según la precisión gramsciana--, la “promesa” que tenía ante sí el pensamiento crítico comprometía a las ciencias sociales con el empeño de ampliar la conciencia colectiva, mostrando esa conexión entre “la biografía y la historia”. A partir de ese reconocimiento, se trataba de ampliar la conciencia colectiva sobre la forma en que la vida cotidiana (incluida la esfera de las relaciones personales) era afectada por los grandes movimientos sociales de nuestra época. Con razón se ha expresado que dicho autor “esperaba que con esa mayor conciencia pudiéramos resistir con mayor efectividad las presiones organizadas que pesan sobre nosotros y también ejercer con mayor efectividad una influencia humana y no someterse al impulso aparentemente incontrolado de los acontecimientos” (Worsley, 1978: 11).

Está claro que entre los factores que han tenido mayor impacto y trascendencia en la situación mundial a lo largo y ancho de la sociedad contemporánea, el dinamismo de los Estados Unidos, tanto interno como externo, se ubica como uno de primerísimo orden, dada su condición de país líder del sistema capitalista de relaciones internacionales, y sobre todo, a partir de la connotación que el imperialismo asume allí, con todos los rasgos y tendencias que lo denotan como fenómeno integral. El siglo XX finaliza y el XXI se ha venido desarrollando bajo el condicionamiento de los procesos económicos, políticos, militares y culturales que la proyección exterior norteamericana irradia e impone en el acontecer mundial. Tanto por su efecto directo y explícito, como por su consecuencia indirecta e implícita, lo que pareciera ser el aludido “impulso incontrolado de los acontecimientos” que acompaña la conducta imperialista de los Estados Unidos en el hemisferio requiere de la profundización de esa conciencia necesaria de la que hablaba Mills. Bajo esa premisa cobra sentido el presente análisis, ya que en América Latina el conocimiento sobre los Estados Unidos no responde sólo a la curiosidad legítima que ese país puede despertar en otras latitudes, sino a imperativos de la identidad cultural, la conciencia nacional y la soberanía. La conocida frase con la que Porfirio Díaz resumió la significación del poderoso Vecino del Norte para México es válida para todo el ámbito latinoamericano: “tan lejos de Dios, y tan cerca de los Estados Unidos”. De ahí que el presente trabajo se proponga destacar algunas claves históricas y metodológicas imprescindibles para la comprensión de la sociedad estadounidense desde una perspectiva latinoamericana, cuyas contradicciones se han puesto de manifiesto con fuerza en los resultados de las elecciones de 2016, al colocar a Donald Trump en la presidencia. Ello estimula a reflexionar sobre esa suerte de laberinto, en el que se cruzan y superponen factores y procesos políticos, ideológicos y culturales cuyo examen debe realizarse bajo una mirada dialéctica que establezca tanto



las pautas históricas que permitan comprender el movimiento que conduce al presente como las características de la crisis cultural y las tendencias conservadoras en curso como las perspectivas.


El entorno geopolítico hemisférico

La mirada a los Estados Unidos debe proyectarse, necesariamente, desde el entorno geopolítico imperante hoy en América Latina, definido cual escenario en disputa. El debate al respecto gira alrededor de una interrogante: ¿Llega a su fin el ciclo de auge de los procesos progresistas, emancipadores, revolucionarios, de izquierda, que inició la Revolución Bolivariana dentro de los marcos electorales de la democracia liberal representativa a finales del pasado siglo, y se abren paso, más allá de circunstancias efímeras, tendencias de derecha y de centro-derecha, que definirán la escena futura entre el corto, mediano y largo plazo?

El año 2017 nació marcado por acontecimientos cuyas implicaciones le imprimen una gran complejidad a la situación internacional, y en particular, a las relaciones interamericanas, cuya cabal ponderación sería aún hoy precipitada, prematura e incompleta. Por un lado, los efectos de la victoria electoral republicana en los Estados Unidos, que convierte a Donald Trump en el Presidente de ese país, con toda la carga regresiva interna y exterior que implican su retórica de extrema derecha, de índole populista, nativista, racista, xenófoba, y misógina, acompañada de una proyección internacional imperial resumida en las consignas America First y Make Great America Again. Hasta el momento resulta difícil calibrar las posibles acciones de Trump hacia América Latina como muy diferentes a la de sus antecesores, al mantenerle la condición de “patio trasero”, si bien, al mismo tiempo, la región está fuertemente impactada por la nueva Administración. Por otro lado, la muerte de Fidel Castro, con el enorme impacto y simbolismo que lleva consigo su desaparición física para las luchas populares y las utopías revolucionarias. Aunque de cierta manera podría considerarse que se trata más de una significación subjetiva que objetiva, sus consecuencias han sido reales. Las valoraciones oscilan entre aquellas que auguran efectos desmovilizadores para los procesos que buscan alternativas emancipadoras y antiimperialistas frente al neoliberalismo, y las que hacen suyo el legado del líder cubano, vaticinando un estímulo para los procesos de cambio

– -reformistas o revolucionarios--, ante las nuevas amenazas y oportunidades que ya enfrentan (Borón, 2016).

Como trasfondo, la dinámica política que tenía y sigue teniendo lugar en América Latina expresa un cambio en el escenario que se configuró a finales del decenio de 1990. La respuesta a la pregunta planteada tiene que ver con la determinación de la significación o profundidad del cambio. Más que un nuevo ciclo, pareciera que se conforma una nueva etapa, bajo el “impulso incontrolado de acontecimientos”, donde se mezcla la dinámica interna de distintos países con el contexto regional y con la política norteamericana seguida por Obama, reajustada por Trump. Desde hace unos cuatros años, América Latina se estremece – -y ello no es nuevo en su historia contemporánea--, como sujeto, con factores endógenos, en interacción con los impactos externos que recibe de los cambios



geopolíticos y geoeconómicos internacionales, sobre todo como objeto del proyecto de dominación estadounidense. Así, dinámicas mundiales, cambios estructurales y procesos hemisféricos en los que la proyección imperialista desempeña un rol decisivo, impactan el nuevo mapa latinoamericano, cuya heterogeneidad propicia que el efecto de las tendencias globales sea diferenciado. Varía de una subregión a otra o incluso de un país a otro, dependiendo de las características particulares de su economía, régimen político, estructura social, fortaleza institucional o aún de la cohesión social frente a problemas como la desigualdad, la pobreza, la inseguridad o la corrupción, o de la importancia que le atribuya la estrategia estadounidense.

En el sentido más amplio, la arquitectura del sistema internacional se ha transformado sensiblemente a partir del derrumbe de los precios del petróleo y de los commodities, que han incidido en las economías emergentes y producido una desaceleración económica global, en medio de disímiles fenómenos, como la crisis en Europa, la relativa recuperación norteamericana, el dinamismo del área de Asia y el Pacífico, el ímpetu de China y Rusia, la amenaza del terrorismo islámico y la prolongada conflictividad en Medio Oriente, entre los principales, con el telón de fondo de la globalización en una era de revolución tecnológica e informática (Feinberg et al, 2015 y Serbin 2016).

Se registra una tendencia que conjuga elementos de crisis de diversos signos, reacomodos partidistas y gubernamentales, junto a rearticulaciones geopolíticas que expresan cambios en las correlaciones de fuerzas o rivalidades asociadas a las estructuras de poder. Se trata de contradicciones en pleno desarrollo, de procesos cambiantes, cuyos contextos de transforman y marcan puntos de inflexión en la historia reciente, colocando un antes y un después, donde el futuro aún no está totalmente definido. El contraste – -a modo de ejemplo del dinamismo y fluidez del entorno- – entre las circuntanscias, procesos y tendencias que acompañaron las dos últimas reuniones de las Cumbres de las Américas realizadas en Ciudad de Panamá y Lima, ilustran muy bien los hitos implicados.

En ese marco, los cambios globales relacionados con tendencias económicas diferenciadas en los Estados Unidos y en China, por ejemplo, han afectado de distinto modo a maneras a diferentes regiones de América Latina, en tanto los países miembros de la Unión Europea, sin perder su importancia, han sido desplazados a un segundo plano por esos dos países. La inserción internacional de América Latina se viene enfrentando, entonces, a intensos cambios en las pautas de distribución del poder y de la riqueza, asociadas con un desplazamiento del centro de gravedad político y económico hacia el área Asia-Pacífico. A las tradicionales disparidades de desempeño económico y estructura social, se le han añadido otros factores de diferenciación relacionados con los modelos políticos, las estrategias de desarrollo, o las opciones de política exterior y de inserción internacional. Esa heterogeneidad, particularmente visible en el ámbito de los procesos de lo que se ha calificado como nuevo regionalismo post-liberal o post-hegemónico, tiene lugar asimismo en el marco de una serie de iniciativas globales promovidas por los Estados Unidos y China, vinculadas con la firma e impulso de mega-acuerdos – reconsiderados recientemente por la actual Administración norteamericana--, en función de sus implicaciones geopolíticas a nivel global y de su impacto en la región, en tanto



introducen un conjunto de fuerzas centrífugas que tienden a profundizar las fracturas regionales, más allá de la creciente relevancia de la región en el contexto internacional y de su participación en la gobernanza global a través de diversos mecanismos (Reid, 2015). En este sentido, pese a que para algunos actores y organismos internacionales América Latina se ha considerado como la zona más promisoria del planeta, su situación actual refleja graves dificultades internas, tanto en términos de las heterogeneidades mencionadas como en función de su crecimiento estimado para los próximos años y de su capacidad de participar en el sistema internacional con una posición unificada como región (Hershberg et al, 2014).

Un nuevo orden mundial parece estar emergiendo o a punto de redefinirse, con su consiguiente expresión hemisférica, pero no es fácil predecir su nueva configuración, su perdurabilidad ni los fundamentos sobre los que se pueda basar, entre contradicciones, turbulencias e incertidumbres. Al examinar tal situación, es inevitable recordar la perspectiva gramsciana, referida a desarrollos como los implicados: transiciones, crisis, cambios. Según Grasmsci, se trataba de procesos históricos donde lo nuevo no acababa de nacer, lo viejo no terminaba de morir, y donde nacían los peores monstruos (Gramsci, 1999). Con similar mirada, Walter Benjamin, lo expresaba a través de la concepción de lo que denominaba como carácter destructivo, en tanto recurso explicativo de una relación dialéctica entre lo nuevo y lo viejo, concebida mediante la antinomia entre escombros y caminos. Para este autor, “el carácter destructivo no veía nada duradero, y por eso mismo, veía caminos por todas partes, hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos” (Benjamín, 1999).

Esa aproximación permite comprender el actual escenario en América Latina y en sentido más amplio, en las relaciones interamericanas, con una visión que considera los procesos en curso como inconclusos, en pleno despliegue o transición, compartiendo el criterio de que desde el punto de vista analítico, el futuro es un campo de batalla, y la disputa por el poder, los proyectos de nación y modelos económicos, la representa mejor la imagen de un forcejeo o pulseo que la de un cambio de ciclo. En términos ideológicos, ha ido ganando espacio la visión de que en América Latina se ha cerrado (o está cerrando) el ciclo progresista iniciado a fines del siglo XX. En términos políticos, ello propicia desmovilización y estimula, desde el punto de vista intelectual una idea de determinismo histórico, que tributa a un pensamiento derrotista (Zibechi, 2015).

Mientras ocurre tal metamorfosis en América Latina, se encuentra en curso en los Estados Unidos una transición signada por el agotamiento – -no el fracaso- – de la tradición política liberal y definición de una creciente espiral conservadora que se expresa en el sistema político, la sociedad civil, la opinión pública, la cultura y la proyección exterior, con antecedentes visibles desde finales de la década de 1970. Ese proceso se afianza en el siguiente decenio y es palpable sobre todo en el desempeño de los gobiernos republicanos que se establecen a partir de las elecciones presidenciales de 1980 hasta el presente, más su cosecha política y cultural se ha mantenido en los períodos en los que el Partido Demócrata ha ocupado la Casa Blanca. Así, la derechización que se despliega durante la doble Administración Reagan, seguida por el único mandato de Bush (padre),



quien fuera su Vicepresidente, se reaviva con notoriedad manifiesta con el doble gobierno de Bush (hijo) y luego hoy con el de Trump, pero subsiste de modo latente y aflora con intermitencias bajo los repetidos períodos demócratas de Clinton y Obama (Hernández Martínez, 2017).


Una visión latinoamericana de Estados Unidos: historia y contemporaneidad

Los Estados Unidos fueron la primera nación moderna, anticipada en su gestación incluso a la sociedad burguesa que nace de la revolución francesa, un decenio después. La formación de la nación norteamericana que sigue a la revolución de independencia se funda en la segunda mitad del siglo XVIII a partir del conocimiento maduro de la teoría política más avanzada en el momento en que se da el proceso de constitución de su Estado nacional, que coincide con su independencia de Gran Bretaña. Su surgimiento, empero, se plasma en un matizado entramado sociodemográfico, etnocultural y político-jurídico, donde se distingue la coexistencia, en la práctica, de “dos repúblicas”, cuyo desarrollo se extiende desde el decenio de 1780 hasta los años de 1860: una en el Norte, más liberal, pero que entre otras cosas, por ejemplo, negaba el sufragio a los inmigrantes católicos alemanes e irlandeses; y otra en el Sur, muy conservadora, donde prevalecía el racismo contra la población de origen africano, inspirado en las concepciones elitistas acerca de la superioridad blanca.

Además de ser un país que nació con un régimen político liberal que permanece y se reproduce, los Estados Unidos pueden asumirse al mismo tiempo como una nación que ha conocido, en lo fundamental un sólo modo de producción, el capitalista, que desde sus inicios tiende a reproducir (a partir de las experiencias, de la influencia de las relaciones sociales de producción de que eran portadores, aún sin conciencia de serlo, y del imaginario colectivo que poseían los colonos ingleses), en otro territorio, las estructuras de la sociedad británica de procedencia.

Estas afirmaciones no pueden considerarse, desde luego, sin las matizaciones obligadas que exige la propia naturaleza contradictoria y compleja de la realidad histórica. En este sentido, sería simplificadora y errada, por una parte, la visión de los Estados Unidos cual paradigma liberal, desconociendo el hecho de que, si bien el liberalismo solía significar la forma republicana de gobierno y la libertad personal, en ese país existía, en efecto, una república, pero conquistadora y esclavista. Es decir, no debe confundirse la imagen que construye y difunde la propaganda liberal – -sobre todo hasta los años de 1930- – y la cultura política realmente existente en la sociedad norteamericana.

Por otra parte, es imprescindible tener en cuenta que ningún modo de producción se conforma cual fenómeno químicamente puro, sino a través de procesos que de manera ecléctica y dialéctica mezclan diversas relaciones sociales de producción. Así, no quedarían fuera del mosaico histórico-concreto que define al capitalismo en los Estados Unidos como modo de producción, las contradicciones y particularidades que introducen elementos como los inherentes a los tipos de “productores propietarios (farmers and mechanics)”



y al régimen de esclavitud, consustancial a la economía de plantación que sostenía la producción algodonera en los estados sureños.

En ese proceso histórico, el mercantilismo y el capitalismo inglés trasladan al ámbito norteamericano un conjunto de prácticas, de visiones y concepciones, es decir, una cultura. En cierto modo, la sociedad norteamericana responde a un tipo peculiar de colonización

– -diferenciada de la que se afianza en América Latina--, que Louis Hartz denomina la “sociedad fragmentada”, es decir, países nuevos, que surgen lejos de la metrópoli, pero fundados a imagen y semejanza de ésta; sociedades que no conocen el proceso de mestizaje, que no tienen relación con los pueblos nativos, como sí sucedió en distintos lugares de América Latina como resultado de la conquista y colonización española o portuguesa, que produjo sociedades claramente diferenciadas (Hartz, 1991).

Otra característica se relaciona con el hecho de que, si bien los Estados Unidos han sido tradicionalmente un país laico en cuanto a su sistema político, están fuertemente influenciados por una penetrante orientación religiosa, que se instala como factor orgánico en la cultura política nacional. En este sentido, aunque religión y política están separados a nivel de las estructuras políticas gubernamentales, en el ámbito de la cultura política aparecen mezclados, con frecuencia, especialmente ante situaciones difíciles o de crisis. Recuérdense las invocaciones religiosas de Truman, y su afirmación de que el documento político más importante en la historia estadounidense era la Biblia. En la década de 1980, Reagan hacía muchas alusiones al Todopoderoso en sus discursos sobre temas internacionales. Las frases de Bush, después del 11 de septiembre de 2001, fueron numerosas y bien conocidas. De este modo, determinadas e importantes acciones de política exterior norteamericana no sólo se vinculan al interés nacional, a la seguridad nacional, sino al tema del bien y el mal, a la voluntad divina.

Los Estados Unidos vivieron su etapa de gestación y crecimiento como nación lejos de los centros de poder fundamentales en esas etapas. Al inicio, el mundo era euro-céntrico, mediterráneo-céntrico. Eso le permitió regular su grado de participación en conflictos internacionales. Cuando se hizo independiente, en la última parte del siglo XVIII, fue un país que no quedó inmerso en la dinámica de las disputas internacionales. Se sustrajo a los conflictos en Europa y se consagró al desarrollo de las fuerzas productivas, al desarrollo productivo, tecnológico, científico, interno, sacando obvia ventaja a las potencias europeas y en particular, a Gran Bretaña, la nación hegemónica en el siglo XIX. A la par, los Estados Unidos siempre han librado todas sus guerras en territorios ajenos, y la destrucción bélica la han cargado otros países. Por el contrario, han podido reforzar su economía en tiempos de guerra, tener grandes avances industriales y ningún daño en su territorio. De ahí que hasta el 11 de septiembre de 2001 el país gozara de un alto grado de seguridad interna, en la medida que, con pocas excepciones – -la guerra con Gran Bretaña en 1814 (en que la capital misma de la nación estuvo asediada), y de la guerra civil, entre 1861 y 1865 – -, los conflictos se libraron fuera de sus fronteras.

Las condiciones en que se gesta la guerra de independencia, de las cuales emerge la nación norteamericana con su fisonomía peculiar y se consolida el país con un Estado centralizado único, junto al cuadro histórico que completan la guerra de secesión, al concluir



tareas pendientes de la revolución burguesa inconclusa y la posterior reconstrucción, que propician la transición al imperialismo, configuran el marco de referencia que explica la orientación que asumen tales tendencias y tradiciones, implantadas en la historia política y cultural de Estados Unidos, junto a lãs peculiaridades del fenômeno imperialista en ese país. Las expresiones ideológicas del capitalismo monopolista generado por las condiciones del imperialismo se amalgaman con determinados valores y corrientes del pensamiento social norteamericano, cuyo sustrato material remite a los siglos XVIII y XIX. El universo de características económicas, socioclasistas, demográficas, culturales y territoriales que definen las particularidades de las relaciones de producción burguesas que se instauran desde las décadas de 1870 y 1880, consolidan el federalismo y la división de poderes bajo la forma de gobierno republicana.

Ello singulariza al sistema político norteamericano, desde entonces hasta la contemporaneidad, constituyendo, adicionalmente, un contexto histórico-social propicio para la incorporación a la letra original de la Constitución, vigente hasta hoy desde el punto de vista de sus enunciados y contenidos, los tradicionales atributos de la democracia liberal burguesa: la libertad de palabra, el derecho de reunión, la libre adscripción religiosa y otros, que en calidad de enmiendas legislativas (bills)se añaden luego mediante la llamada Carta de Derechos.

Las principales fuentes teóricas que nutren las concepciones de seguridad nacional en los Estados Unidos se hallan en el proceso histórico que sigue a la formación de la nación y se conectan orgánicamente, en calidad de nutrientes intelectuales, con las raíces sociales mencionadas, consustanciales a la evolución, como ya se ha señalado, del único modo de producción que han conocido los Estados Unidos, en su interacción con las especificidades del medio geográfico, la población, economía y cultura. Así se funden en la historia de la cultura política norteamericana y permiten esclarecer el impacto de ciertas tradiciones, por un lado, que aportan bases ideológicas a la doctrina de seguridad nacional y a la legitimidad del empleo de la violencia, bajo determinadas circunstancias.

En sentido general, los antecedentes que se integran en ese ideario y le van dando cuerpo a tales definiciones doctrinales remiten a las ideas de los “padres fundadores”, como George Washington, John Adams, Thomas Jefferson, james Madison, John Quincy Adams, Andrew Jackson, Alexander Hamilton, John Calhoun y otros, cuyos planteamientos, en algunos casos, conducen hasta el pensamiento político norteamericano actual. Desde ese punto de vista, es un lugar casi común en la historiografía estadounidense la argumentación de que, a pesar de todas sus discrepancias, Hamilton y Jefferson (es decir, la tradición federalista y la republicana) se acercaban asombrosamente, por ejemplo, en la comprensión de los principios generales de la política exterior y de las proyecciones militares, habida cuenta de que como común denominador compartían la defensa de los intereses nacionales, codificados desde una perspectiva tempranamente expansionista y geopolítica.

Bajo esa perspectiva, la fuerza militar há sido considerada como el medio principal para resolver y regular los problemas que surgían en la política mundial, estimándose que los Estados Unidos no eran un Estado más en las relaciones internacionales, sino uno de



características únicas y especiales, llamado además a cumplir una vocación mesiánica, lo

que daría lugar al mito del Excepcionalismo Norteamericano y del Destino Manifiesto.

Así se puntualizan, sumariamente, los postulados de la cosmovisión original y vigente que, en materia de conceptos internacionales, se halla como telón de fondo en la historia de la cultura política norteamericana. La ascendencia histórica en los Estados Unidos del pensamiento europeo generado por figuras de inclinación conservadora, como Edmund Burke, Thomas Hobbes, o por exponentes de un liberalismo que no era antagónico con lo anterior, resulta bien conocida. Determinados preceptos formulados por estos autores, junto con algunos principios esbozados por la ideología liberal del pequeño propietario, representada por John Locke y los federalistas, se hacían compatibles o conciliables entre sí, y conformaban una suerte de espina dorsal que jerarquizaba seis grandes temas. Los mismos han mantenido su sitio en la cultura política estadounidense a lo largo de su historia, y complementan la secuencia dentro de la cual encajan, coherentemente, los aspectos antes mencionados: creencia en un signo divino, que va a regir el comportamiento y destino de la humanidad: un dios supremo, concepción con la cual se rompe la tríada Dios-el Rey-Hombre; nclinación hacia la vida tradicional, un alto respeto por la concepción de los valores existentes a lo largo de los siglos; convicción en que la libertad y la propiedad están intrínsecamente ligadas; creencia en la necesidad del orden y de las clases en la sociedad civilizada; absoluta fe en el valor de las normas consuetudinarias; las cosas deben ser dominadas por la razón, no por los sentimientos;convicción en la posibilidad y viabilidad de los cambios, siempre y cuando sean graduales, y no signifiquen ruptura con la estabilidad estructural existente.

La persistencia de estos temas refleja, por supuesto, una connotación tanto de carácter clasista como cultural, en el sentido de que se derivan de una configuración peculiar de las relaciones de producción capitalistas, y de todo el sistema de político y social norteamericano. Ello permitiría afirmar, con el apoyo de numerosas investigaciones históricas, su expresión generalizada por la ideología dominante (es decir, a través de los aparatos ideológicos del Estado burgués), palpable en la conciencia social de masas. En un nivel general, se reflejan valores compartidos que se refieren a la naturaleza de la forma de gobierno, al régimen político y a los acuerdos económicos básicos de la sociedad estadounidense. Este conjunto de valores y principios aceptados mayoritariamente por las diversas clase, grupos y capas sociales, define un cuerpo o soporte altamente consensual, a lo cual se hacía referencia en el epígrafe anterior, cuya validez comprende desde el período de fundación de la nación, hasta la actualidad de los Estados Unidos. En opinión de Gunnar Myrdal, este fenómeno constituye un consenso esencial o “credo” norteamericano, que integra tanto dimensiones políticas como econômicas (Myrdal, 1972).

En el nivel político –-subrayado por Myrdal- – se incluyen los elementos básicos de la democracia liberal y la tradición intelectual del liberalismo, tal y como fue transmitido por las obras de Locke, Montesquieu, Smith y Tocqueville. En el nivel conómico se hace referencia a las instituciones y a las medidas básicas del liberalismo: el mercado libre y el capitalismo. Lo que le da al “credo americano” su peculiar sabor es su creencia en la



relación necesaria entre ambos niveles: democracia liberal y capitalismo serían las dos caras de la misma moneda.

En dirección similar se pronuncia Luis Maira, complementando el juicio anterior: “La evolución política de cada país va configurando una cierta fisonomía histórica y Estados Unidos ciertamente tiene la suya. Esta tiene en cuenta la modalidad de democracia liberal presidencial que ha regido desde la aprobación de la Constitución de Filadelfia en 1787 y una progresiva despreocupación por las orientaciones ideológicas que contribuyen a imponer ese estilo político pragmático que con el tiempo se ha ido acentuando. A ello se suma una gran estabilidad en los valores fundamentales que promueve el sistema político: individualismo, legalismo, respeto por las creencias religiosas, consagración del principio de seguridad, respeto al derecho de propiedad y repulsa a la ampliación de las tareas del Estado” (2014, 235).

De esta manera, el “credo” norteamericano ha desempeñado un papel como factor de cohesión que ha permitido consolidar y mantener, entre otras cosas, un enfoque político basado en el nacionalismo y en la legitimación del nexo o unión entre los valores del capitalismo y la democracia burguesa representativa. La profunda presencia de ese “credo” en la cultura política norteamericana hace posible entender el tan alto grado de aceptación que se encuentra en la sociedad estadounidense respecto a la secuencia de valores básicos (nacionalismo/patriotismo/libre empresa/puritanismo y ética protestante/defensa ante la amenaza exterior comunista) que la componen. Están dados e implicados los elementos para la delimitación de nociones de interés nacional y, consiguientemente, de seguridad nacional, con ribetes de legitimidad.

Estas últimas nociones se articulan en estrecha relación con el marco histórico- social de la segunda postguerra, reflejan los imperativos de expansión del imperialismo norteamericano y se profundizan y ensanchan bajo la influencia de una serie de corrientes filosóficas, sociológicas y políticas, que le imprimen mayor racionalidad a esas demandas expansionistas, como las que provienen de la geopolítica, el positivismo, el social darwinismo, el pragmatismo. Ello se expresa tanto a nivel interno como internacional, dentro de los cánones del referido “credo”, cuyas bases permiten el acercamiento, en las condiciones específicas de los Estados Unidos, de matrices ideológicas, como el liberalismo y el conservadurismo, que en otros ámbitos, resultarían incompatibles.

Los acontecimientos del 11 de septiembre propician el despliegue, ampliación y consolidación de una plataforma ideológica que si bien focaliza un “nuevo” enemigo – -el terrorismo--, que viene a ocupar el lugar del eje articulador de la política exterior que durante la guerra fría clásica lo constituía el comunismo internacional, retoma elementos de continuidad que están en la base de la cultura política norteamericana, y que al mismo tiempo brindan legitimidad a la política interna.

En los Estados Unidos prevalece un conjunto de percepciones, ideas y doctrinas políticas, constitutivas de una suerte de tronco común, que pueden considerarse como manifestaciones que forman un tejido ideológico, psicológico, cultural. Desde una



perspectiva histórica y sociológica, en la cultura política estadounidense contemporánea se siguen reproduciendo muchos de los códigos de la Guerra Fría.

Esa cultura política puede ser entendida como el conjunto de valores y convicciones que se expresan desde finales de los años de 1940, a través de la ideología y la psicología social, marcando a nivel interno y externo una cosmovisión simplificadora de intolerancia, chauvinismo, puritanismo, expansionismo y agresividad, que incluso antecede a la segunda guerra mundial. Por supuesto, este proceso no tendría lugar de manera lineal, masiva, homogénea, sino que se conforma a través de un proceso contradictorio de socialización, en el que se mezclan los aparatos ideológicos del Estado.

Es en el caldo de cultivo que va cuajando entre finales de la década de 1970 y comienzos de la siguiente donde se desarrolla un proceso que (como rechazo de lo que se consideraba como excesos de las concepciones y políticas liberales, y portador de propuestas que restablecerían el orden tradicional y superarían las debilidades de los gobiernos demócratas que las habían auspiciado), reactiva las tendencias y organizaciones conservadoras. El movimiento resultante es el que apoya la nominación de Ronald Reagan en las elecciones de 1980 e impulsa la Revolución Conservadora, en un esfuerzo por devolverle a la nación la autoestima, por recuperar la imagen de los Estados Unidos ante el mundo y reparar las grietas en su sistema de dominación. Un proceso análogo, sobre la base de la acumulación histórica y de nuevas condiciones, es lo que acontece hoy en ese país y propicia el “fenómeno Trump” (Castorena, 2017 y Gandásegui, 2017).


Crisis cultural y tiempo de transición

Con la culminación de la pasada centuria, puede afirmarse que los Estados Unidos lograron, en sentido general (dentro del panorama mundial, y comparado con el decurso del país en el decenio precedente), avanzar en el proceso de restauración hegemónica en que se encontraba empeñado desde los años de 1980, que se extendió algo más de un decenio. Los acontecimientos que marcaron los inicios de la década de 1990 marcaron simbólicamente, de modo favorable, un nuevo momento para el imperialismo norteamericano, a pesar de los tropiezos e inconsecuencias de Clinton, al finalizar el período. Al desplome del socialismo como sistema, anticipado en los países de Europa del Este y representado para muchos en el derribo del muro de Berlín, unido a la ulterior desintegración de la Unión Soviética, siguió la Guerra del Golfo Arábigo-Pérsico, en la que los Estados Unidos hicieron gala de su tecnología bélica y de su maquinaria propagandística. En los años siguientes, la consolidación del poderío militar y mediático norteamericano, junto a una relativa recuperación económica, vigorización del consenso político interno y redefinición de las relaciones de concertación y alianza con los aliados imperialistas, condujo a una superación relativa de la crisis hegemónica que enfrentaban los Estados Unidos desde fines de la década de 1970.

Así, aun y cuando ese proceso no pueda asumirse con una connotación absoluta, sino caracterizada por contradicciones y reacomodos, ese país arribó al siglo XXI con una posición de hegemonía internacional renovada, en medio de un mundo unipolar



desde el punto de vista político, y con rasgos de multipolaridad en el orden económico, definido por la globalización neoliberal. Ese es el marco general dentro del cual tiene lugar el escandaloso proceso electoral del 2000 en la sociedad norteamericana, en que se establece la Administración republicana y conservadora de George W. Bush, en que tienen lugar los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001; en que se despliega la beligerante ofensiva internacional de los Estados Unidos – -a través de su presunta lucha contra el terrorismo, del nuevo enfoque de la política exterior militarista, denominada como “guerra preventiva”, que lleva primero a la invasión en Afganistán, y después a la prolongada guerra en Irak. Con ese telón de fondo es que, además, se llevan a cabo en 2004 las elecciones presidenciales, como resultado de las cuales se mantiene a Bush en la Casa Blanca por un segundo período, con mayor turbulencia y conflicto en las relaciones internacionales. El escenario en que se desarrolla luego el proceso electoral de 2008, tiene lugar la victoria de Barack Obama y el retorno del partido demócrata a la presidencia, responde a un contexto de agotamiento de la opción conservadora y de rechazo al doble gobierno republicano anterior. La reelección de Obama en 2012 refleja la esperanza que aún despertaba entonces el liderazgo de un inusual gobernante, de piel negra.

Las contradicciones de la sociedad norteamericana se pusieron de manifiesto, una vez más en su historia reciente, en los resultados de las elecciones de 2016, al colocar a Donald Trump en la presidencia. Al evaluarlas en su conjunto, la imagen que resulta es la de una prolongada crisis cultural, en la que se registra, según se señalaba al inicio, una transición ideológica visible en el creciente alejamiento de la tradición política liberal y en una sostenida onda expansiva conservadora que se expresa tanto en los partidos como en las organizaciones sociales, los medios de comunicación, las instituciones académicas y en la producción intelectual, artística y literaria. Ese proceso es palpable sobre todo en el desempeño de los gobiernos republicanos que se establecen a partir de las elecciones presidenciales de 1980 hasta el presente, más su cosecha política y cultural se ha mantenido en los períodos en los que el Partido Demócrata ha ocupado la Casa Blanca. Así, la derechización que se advierte durante la doble Administración Reagan, seguida por el único mandato de Bush (padre), quien fuera su Vicepresidente, se reaviva con notoriedad manifiesta con el doble gobierno de Bush (hijo) y luego hoy con el de Trump, pero subsiste de modo latente y aflora con intermitencias bajo los repetidos períodos demócratas de Clinton y Obama.

A la luz del marco político y cultural que se ha expuesto es que debe realizarse el análisis del triunfo electoral de Donald Trump en las elecciones realizadas en los Estados Unidos el 8 de noviembre de 2016 y de su desempeño durante el primer año de gobierno. Ello expresa el auge del movimiento conservador, del populismo, del nativismo, la xenofobia, las corrientes de extrema derecha, como reacciones de desencanto, rechazo y ajuste de cuentas con la política de la doble Administración Obama. Esa espiral ideológica tiene su antesala a finales de los años de 1970 e inicios de los de 1980, al inaugurarse la “era de Reagan”, al arremeterse contra el liberalismo tradicional y las prácticas de gobiernos demócratas, considerados como débiles (Wilentz, 2008). Lo que resulta novedoso a mediados del segundo decenio del siglo XXI y que en buena medida explica la victoria de Trump es que se agrega el disgusto de sectores de la clase media blanca, protestante



– -afectada desde el punto de vista socioeconómico con Obama--, cuyos resentimientos se enfocaron no sólo contra el gobierno demócrata que terminaba su mandato, sino de modo específico contra la figura presidencial en el plano personal – -un hombre de piel negra, de origen africano--, con beligerantes expresiones de racismo y xenofobia que había anticipado el Tea Party, y que Trump retoma con fuerza, añadiendo intolerancia étnica, misoginia, machismo, homofobia y sentimientos antiinmigrantes, con un discurso patriotero que decía defender a los “olvidados” (Preciado Coronado, 2017).

La retórica “trumpista” promete restaurar el espíritu de la nación, fortaleciendo el rol mundial de los Estados Unidos, a través de las consignas America First y Make Great America Again, con las cuales se ha definido su identidad ideológica durante el primer año de gobierno, reavivando los mitos del Destino Manifiesto y el Excepcionalismo Norteamericano (Lipset, 2000).

Las posiciones del actual presidente apelan a una conjugación de miedo y rechazo a todo lo que supuestamente amenaza la supremacía blanca en esa sociedad, incluyendo a los latinoamericanos indocumentados, a los que promete una deportación masiva, y a los árabes, declarando una especie de cruzada contra el mundo musulmán Trump ha dejado claro quiénes son las personas de segunda categoría o non gratas en esa sociedad, atendiendo a su pertenencia étnica, condición racial, idioma que hablan, procedencia geográfica, afiliación religiosa, ideología política, identidad cultural. Sobre todo, por el hecho de que rivalizan con quienes son considerados como los auténticos norteamericanos (blancos, anglosajones, trabajadores, disciplinados, individualistas, protestantes) ante áreas como el empleo, a los que les están robando el país y su cultura. La prometida expulsión de más de 12 millones de inmigrantes, por ejemplo, atrajo el voto de una población temerosa del diferente, del otro, es decir, al que se criminaliza por su origen étnico, nacional, racial. La victoria de Trump, que movilizó el voto nacionalista, de clase media y obrero blanco, refuerza a los grupos sociales y clasistas que “alertan” del presunto, manipulado, declive de la raza blanca en el país y combaten la inmigración. Así, el Ku Klux Klan, los grupos neonazis y otras voces destacadas de la derecha más radical, como la Asociación Nacional del Rifle y la Sociedad John Birch, han celebrado el éxito del republicano y se sienten reconocidos en su agenda (Hernández Martínez, 2017).

La sociedad norteamericana, como marco dentro del cual sucede todo eso, bajo la influencia de la llamada Era de Reagan, vive un auge de la orientación ideológica conservadora, y el “trumpismo” – -como se le está denominando a la línea de pensamiento y acción que promueve el actual Presidente- – es una expresión de ello, que recibe legítimamente tanto las etiquetas de conservadurismo como las de extremismo derechista y de populismo. Los Estados Unidos se encuentran inmersos en un proceso de transición, en el que se mezclan elementos objetivos y subjetivos, económicos, políticos, ideológicos, que se expresan tanto a nivel interno como internacional. El proyecto de nación en torno al cual se ha troquelado el sistema desde los años de 1980 está exhausto. Uno de los problemas más serios que puede afrontar un sistema político es el del agotamiento del proyecto nacional que le sirve de fundamento sin que exista oportunamente uno alternativo para reemplazarlo. Cuando esta posibilidad ocurre, tanto el Estado y sus



aparatos como la sociedad en que aquellos se insertan comienza a funcionar a la deriva, en un cuadro dominado por la simple administración de la crisis; semejante situación produce, como primer efecto, un completo desajuste entre las tendencias de corto y largo plazo del proceso político.

Esa es la situación que define hoy a la sociedad estadounidense, y que se ha venido expresando desde comienzos del siglo. Hasta entonces, estuvo vigente el proyecto que nació con Reagan, en el decenio de 1980, como sucesor del que había estructurado la nación desde los años de 1930, establecido por Franklin D. Roosevelt. Los gobiernos de doble período, de George W. Bush y de Barack Obama, fueron incapaces de formular un nuevo proyecto nacional. Sobre esas bases, la Administración de Donald Trump se establece en un contexto de desajustes, signado por una larga e inconclusa transición en la esfera cultural, sociopolítica, ideológica (Hernández Martínez, 2017).

¿Cómo se expresa?. En la involución democrática de la sociedad norteamericana, el fin del mito de los Estados Unidos como paradigma del liberalismo, la crisis de los partidos y de los políticos tradicionales, la revitalización del populismo el nativismo, la xenofobia, el conservadurismo tradicional y la derecha radical. La silueta de las tendencias que ello lleva consigo, se proyecta más allá de la coyuntura de las elecciones presidenciales de 2016, en camino hacia 2020. Como sentencio tempranamente Octavio Paz, “perplejos, entre su doble naturaleza histórica, los norteamericanos hoy no saben qué camino tomar; la disyuntiva es mortal: si escogen el destino imperial, dejarán de ser una democracia y así perderán su razón de ser como nación” (Paz, 1983: 225).


Reflexiones finales

La transición que se despliega en los Estados Unidos comprende una prolongada crisis y hondas transformaciones en la estructura de su sociedad y economía, llevando consigo importantes mutaciones tecnológicas, socioclasistas, demográficas, con implicaciones también sensibles para las infraestructuras industriales y urbanas, los programas y servicios sociales gubernamentales, la educación, la salud, la composición étnica y el papel de la nación en el mundo. Se trata de cambios graduales y acumulados, que durante cerca de cuarenta años han venido modificando la fisonomía integral de la sociedad norteamericana. Sin embargo, a pesar de que en buena medida ha dejado de ser monocromática – -el país del white-anglosaxon-protestant (wasp)--, y se puede calificar de multicultural multirracial y multiétnica, ello no significa que se haya diluido o mucho menos, perdido, esa naturaleza wasp, cuya representación esencial es la de la clase media. Sin ignorar la heterogénea estructura clasista estadounidense, en la cual coexisten la gravitación de la gran burguesía monopolista, de la oligarquía financiera, la clase obrera, los trabajadores de servicios, un amplio sector asociado al desempleo, subempleo y la marginalidad, es esa la imagen que presentan buena parte de los textos de historia, la literatura, el cine y los medios de comunicación.

El desarrollo del proceso electoral de 2016 en los Estados Unidos y sus resultados

puso de manifiesto con perfiles más acentuados la crisis que vive el país desde la década



de 1980 y que se ha hecho visible de modo sostenido, con ciertas pausas, más allá de las coyunturas electorales. La pugna política entre demócratas y republicanos, así como las divisiones ideológicas internas dentro de ambos partidos, junto a la búsqueda de un nuevo rumbo o proyecto de nación, definió la campaña presidencial, profundizando la transición inconclusa en los patrones tradicionales que hasta la Revolución Conservadora caracterizaban el imaginario, la cultura y el mainstream político-ideológico de la sociedad norteamericana.

Los procesos electorales que tienen lugar en ese país al finalizar el siglo XX y los que acontecen durante la década y media transcurrida en el XXI (las de 2004, 2008, 2012 y 2016), como en parte ya se ha aludido, han reflejado una penetrante crisis que trasciende el ámbito económico, se expresa en el sistema político y además, en la cultura.

En el contexto de la citada Revolución Conservadora se resquebrajó la imagen mundial que ofrecían los Estados Unidos como sociedad en la que el liberalismo se expresaba de manera ejemplar, emblemática, al ganar creciente presencia el movimiento conservador que se articuló como reacción ante las diversas crisis que se manifestaron desde mediados de la década precedente, y que respaldó la campaña presidencial de Ronald Reagan, como candidato republicano victorioso. Con ello, como ya se señaló, se evidenciaba el agotamiento del proyecto nacional que en la sociedad norteamericana se había establecido desde los tiempos del New Deal, y concluía el predominio del liberalismo.

Así, el conservadurismo aparecería como una opción que, para no pocos autores, constituía una especie de sorpresa, al considerarle como una ruptura del mainstream cultural, signado por el pensamiento y la tradición política liberal. En la medida en que el país era concebido en términos de los mitos fundacionales que acompañaron la formación de la nación, y percibido como la cuna y como modelo del liberalismo, el hecho de que se registrara su quiebra era un hecho sin precedentes en la historia norteamericana. Así, la acumulación de frustraciones que desde los años de 1960 estremecieron al país, con la conjugación del auge del movimiento por los derechos civiles, el nacionalismo negro, la contracultura, el fenómeno hippie, las drogas, la canción protesta y el sentimiento antibelicista, junto al cuestionamiento de la eficiencia de los gobiernos demócratas y de las políticas liberales para proteger la fortaleza económica, política y moral del imperio, conducen a finales de la década de 1970 a la búsqueda de alternativas que pudiesen superar las sensaciones de desencanto o decepción asociadas a las debilidades atribuidas a la Administración Carter, y devolverle tanto a la opinión pública, a la sociedad civil y a los círculos gubernamentales, la habitual autoestima nacional.

Las expectativas que se crearon desde los comicios de 2008 y de 2012, cuando Obama se proyectaba como candidato demócrata, esgrimiendo primero la consigna del cambio (change) y luego la de seguir adelante (go forward), formulando las promesas que en su mayoría no cumplió, son expresión de lo anterior, a partir de la frustración que provocara la falta de correspondencia entre su retórica y su real desempeño en su doble período de gobierno, junto a otros acontecimientos traumáticos que conllevaron afectaciones en la credibilidad y confianza popular, como las impactantes filtraciones de miles de documentos del Departamento de Estado a través de Wikileaks. Ese contrapunto reflejaba



tanto las esperanzas como las desilusiones de una sociedad que, desde el punto de vista objetivo se ha venido alejando cada vez más del legado de la Revolución de Independencia y de ideario de los “padres fundadores”, en la medida en que valores como la democracia, la libertad, el anhelo de paz y la igualdad de oportunidades se desdibujan de manera casi constante y creciente; pero que en el orden subjetivo es moldeable, influenciable por las coyunturas políticas, como las electorales, y sus manipulaciones.

De hecho, si bien las proyecciones político-ideológicas de Obama desde sus campañas presidenciales en 2008 y 2012 sugerían un retorno liberal, en la práctica su desempeño nunca cristalizó en un renacimiento del proyecto liberal tradicional, el cual también parece estar agotado o haber perdido funcionalidad cultural. Con Obama se abrieron espacio concepciones de un conservadurismo pragmático, donde se ponían de manifiesto enfoques neoconservadores junto a otros, de una derecha moderada o centrista (Russell Mead, 2017). En la contienda presidencial de 2016 se reaviva un abanico de opciones de derecha, que incluyen las del protestantismo religioso evangélico, el populismo nativista, el nacionalismo jacksoniano, el conservadurismo tradicional, la derecha radical y tendencias fascistas, que encuentran, en su conjunto, una funcional caja de resonancia en el discurso y en la práctica de Trump.

La sociedad norteamericana se halla atrapada en una crisis recurrente cuyas contradicciones en términos ideológicos y políticos colocan al sistema ante dilemas que los partidos, con sus rivalidades, no están en capacidad de enfrentar, y que no llegan a cristalizar en un nuevo consenso nacional.

La relación histórica de los Estados Unidos con América Latina ha estado signada por una suerte de patrón, que si bien no ha permanecido inmutable, se reitera como una pauta recurrente. El historiador y latinoamericanista estadounidense, Lars Shoultz, afirma que tres consideraciones siempre han determinado la política norteamericana hacia América Latina: primero, la presión de la política doméstica; segundo, la promoción del bienestar económico; y tercero, la protección de la seguridad (Schoultz, 1999). Esta perspectiva describe y explica muy gráficamente la tendencia que aún prevalece hoy, a mediados de la segunda década del siglo XXI. Aunque se advierten etapas y momentos de cambios, lo cierto es que en líneas generales, los criterios aludidos siguen estando presentes, marcando la proyección de los Estados Unidos hacia América Latina, hasta la presente década, de cara a 2020.

En resumen, el contexto es complicado, contradictorio y cambiante. No debe perderse de vista que, además, las estructuras gubernamentales estadounidenses no conforman un actor racional unificado, ya que los criterios del Ejecutivo, el Legislativo y los grupos de presión que les rodean no son monolíticos. Sobre la región latinoamericana han existido y existen diversas ópticas. La política estadounidense hacia América Latina, como tendencia, ha oscilado entre el pragmatismo y el principismo ideológico (Lowenthal, 2010). Queda claro que la escena actual – -coincidiendo con el fin de la Administración Obama y el primer año de la e Trump- – es distinta a otros períodos, pero no deja de reflejar el contrapunto aludido, que en la mayor parte de los casos, no se manifiesta cual antinomia, sino en términos de complementación y hasta de superposición.



Los ajustes observados en el discurso y la práctica política del gobierno de los Estados Unidos para la región hasta Trump, tienden a confirmar la continuidad de la política señalada por Schoultz, basada en la asimetría, la defensa de sus intereses económicos, de política interna y sus definiciones de seguridad nacional, pero adaptados a las nuevas circunstancias y ajustados a cada caso en correspondencia con la mayor independencia de la región.

Trump no es la excepción en la historia norteamericana, sino la expresión hasta ahora más perversa del imperialismo estadounidense. Su política representa una suerte de retorno, bajo nuevas condiciones, a una de las fases constitutivas de su rol imperialista, en las que se combinaron las lógicas de poder territorial y capitalista, la atracción de fuerza de trabajo, capital y empresarios europeos, pero con alta restricción a la importación d eproductos. Es decir, los Estados Unidos nunca han creído real o coherentemente, como Gran Bretaña, en el libre comercio en sentido puro, sino que como regla han conjugado medidas de libre comercio con regulaciones proteccionistas (Arrighi, 1999 y Harvey, 2003).


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Vol 27, N°1


Esta revista fue editada en formato digital y publicada en marzo de 2018, por el Fondo Editorial Serbiluz, Universidad del Zulia. Maracaibo-Venezuela


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